martes, 29 de diciembre de 2009

La vida breve / Mejor novela 2009


La vida breve –del uruguayo Juan Carlos Onetti- es sin duda la mejor novela de 2009. Esto es así aunque el libro haya sido publicado en 1950. Sigue siendo así aunque su reedición más reciente no se haya producido en este año. No lo es menos porque su autor, un ermitaño que se la pasó tirado en una cama aferrado a su botella de whisky, no esté de moda. El arte sólo es noticia para el periodismo. En esa obra respira un personaje fantasmal (Brausen) cuya esposa Gertrudis ha sufrido la ablación de un pecho. Esa falta es el detonante que hace tambalear el mundo del protagonista hasta el límite de renunciar a su pareja. La novela parte de un vacío que luego se compensa con la creación de un nuevo personaje femenino (Elena Sala) a cargo de reparar el hueco inicial. La vi avanzar en el consultorio, seria, haciendo oscilar apenas un medallón con una fotografía entre dos pechos demasiado grandes. Elena, como la literatura, mitiga en parte las carencias de Gertrudis, las de una vida incompleta que sólo el arte corrige. La novela tiene una última línea que debería figurar entre las mejores de la literatura universal. Pero no conviene empezar por ahí. Para saber por qué es tan buena hay que recorrer antes todo el camino del libro hasta llegar al final. Algo parecido a lo que pasa en la vida.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Para ser escritor

Para ser escritor hay que tener un gato (como Poe), padecer ataques de epilepsia (como Flaubert), seducir lolitas como Bukowski, tener una vida tormentosa y atormentada, perder a los padres en altamar, ser criado por dos abuelas locas (como Capote), escribir en noches de luna negra junto a una botella de bourbon, salir de putas como Kafka por las calles oscuras de Praga (no de Plaza Once). Un escritor que se precie debe alimentar una biografía escandalosa y terrible. Hay un único problema. Para ser escritor hay que escribir.

martes, 8 de diciembre de 2009

La espera de un ciruja

Un ejemplo de una crónica cincelada

También él es un paisaje de la Ciudad. Con cada ocaso, con la casa puesta como un caracol, el hombre se ubica en el mismo banco de la Plaza Francia. Despliega despaciosamente sus pertenencias, comienza a construir su lecho.




Ocupará caprichosamente tres o cuatro metros cuadrados de la manzana más cara de Buenos Aires hasta que el sol despunte. Es difícil que alguien conozca su nombre, pero quien lo vio alguna vez, quien se tomó tiempo para descifrarlo, sabe que es un ciruja distinto. Tampoco nadie conoce su voz: no pide, no reclama, no protesta, no acepta.



Improvisa un colchón con trapos grises, ennegrecidos por la suciedad o por los años, sus frazadas son extendidas bolsas plásticas, también un cuero pesado e incoloro. No se echará hasta la medianoche. Ilumina su banco la tenue luz de una tulipa pública. Eso es su escritorio y —creemos— su sala de lectura. El hombre lee un diario con la mirada fija, sin lentes, adivinando la letra impresa, hasta que el sueño llegue en su auxilio.



Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras. Viste ropa ajada, que alguna vez estuvo de moda, como él. Coloca a su lado una casilla de madera, una cucha, que invariablemente portará cuando parta, al alba, rumbo al norte o al olvido.



Alguien arriesga una historia sobre este ícono de la decadencia. Alguna vez fue próspero, tuvo esposa, hijos amores tan furtivos como los sueños. Los hijos partieron, su perro se fue tras una perra y la mujer tras otro hombre. Pasó de la depresión a la locura, trató de refugiarse con sus hijos, pero no: nunca se sabe si falta una habitación o sobra un viejo. En orfandad, aprendió que la vida es una lata que hay que seguir abriendo. No hay revancha para los duros, tampoco la busca. Se oculta, entonces, en la diáfana Buenos Aires de afiche. Resignado ante la pérdida y el olvido, sólo ha guardado la casilla: él cree que su perro ha de volver.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Argentina: un campo de lápidas y tumbas

El lunes amaneció lluvioso. En la Terminal de Ómnibus algunas caras cansadas. Otros, tenían las ojeras marcadas. Casi en murmullo decían “buen día”. El sonido del motor del colectivo rompió el silencio. En fila, los pasajeros esperaron el momento para subir y ubicar un asiento disponible. Lunes otra vez, como decía la canción de Sui Generis. Por otros pueblos y ciudades, argentinos despiertan a la vida. Otros se sumergen en la eternidad.



En el café, la pantalla de la televisión devuelve las primeras imágenes. Uno, dos, tres y más. La cifra alcanza a los dígitos y sigue. Son, argentinos muertos en accidentes de tránsito. Pero, la muerte en auto no tiene freno en el último lunes. Entre ellos hay niños y una mujer embarazada. Avanza la mañana, y llegan más muertes, más heridos. Córdoba, Buenos Aires, Bahía Blanca, Jujuy, Santa Fé suman cruces y lápidas. Familias destrozadas, niños sin padres, abuelos sin nietos, son las consecuencias del manejo irracional. Chocan camiones, vuelcan colectivos, se despistan automóviles.


Al menos 115 personas fallecieron en lo que va del mes en accidentes ocurridos en rutas argentinas. Sólo queda saber cuántas serán el mes que viene. Las rutas argentinas parecen haberse convertido en el camino más corto hacia el cementerio.

domingo, 25 de octubre de 2009

Entre la vida y la literatura

La vida no tiene argumento. Por tal motivo resulta más interesante que cualquier cosa que uno pueda decir o pensar. El lenguaje -debido a su propia naturaleza- ordena las cosas. Pero la vida no tiene orden. Incluso los escritores que respetan la bella anarquía de la existencia intentan meterlo todo dentro de sus obras. Y hacen que la vida parezca más ordenada de lo que es sin conseguir contar la verdad sobre la gente y el mundo. Por eso la gente y el mundo son más interesantes que cualquier personaje, que cualquier historia, que cualquier ficción.


Erica Jong/ Miedo a volar

miércoles, 14 de octubre de 2009

Hiroshima

Hiroshima, 6 de agosto de 1945


Por John Hersey



A las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, el bombardero estadounidense Enola Gay lanzaba sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la primera bomba nuclear de la historia. Era el fin de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la era atómica. La bomba mató al instante a cien mil personas, provocando formas desconocidas de sufrimiento humano. El testimonio de John Hersey, uno de los primeros periodistas extranjeros que llegó al lugar, fue publicado inicialmente en The New Yorker y es un clásico de los reportajes de guerra.

Esa mañana, antes de las seis, el día era tan luminoso y hacía tanto calor que la jornada se anunciaba tórrida. Unos instantes más tarde se oyó una sirena: su ulular durante un minuto anunciaba la presencia de aviones enemigos, pero su brevedad indicaba también a los habitantes de Hiroshima que el peligro no era grande. La sirena sonaba cada día a la misma hora, cuando el avión meteorológico estadounidense se acercaba a la ciudad.

Hiroshima tenía la forma de un ventilador: la ciudad estaba formada por seis islas separadas por los siete ríos del estuario que se ramificaban hacia el exterior, a partir del río Ota. Los barrios más poblados y comerciales ocupaban más de seis kilómetros cuadrados en el centro del perímetro urbano. Allí vivían las tres cuartas parte de sus habitantes. Varios programas de evacuación habían reducido considerablemente esa población, que había pasado de 380.000 personas antes de la guerra, a unas 245.000. Las fábricas y los barrios residenciales, al igual que los suburbios populares, se hallaban fuera de los límites urbanos. Al sur estaban el aeropuerto, los muelles y el puerto sobre el mar interior salpicado de islas . Una cadena montañosa cierra el horizonte en los tres lados restantes del delta.

La mañana había vuelto a ser apacible, tranquila, y no se oía ningún ruido de avión. Entonces, repentinamente, el cielo estalló en un flash luminoso, amarillo y brillante como diez mil soles. Nadie recuerda haber escuchado el menor ruido en Hiroshima cuando estalló la bomba. Pero un pescador que se hallaba en su barca, cerca de Tsuzu, en el mar interior, vio el resplandor y oyó una explosión terrible. Estaba a 32 kilómetros de Hiroshima y -según dijo- el ruido fue mucho más ensordecedor que cuando los B-29 habían bombardeado la ciudad de Iwakuni, situada a sólo ocho kilómetros.

Una nube de polvo comenzó a levantarse sobre la ciudad, ensombreciendo el cielo como en una suerte de crepúsculo. Un grupo de soldados salió de una trinchera; sus cabezas, pechos y espaldas chorreaban sangre; estaban callados y aturdidos. Era una visión de pesadilla. Sus rostros estaban completamente quemados, las cuencas de sus ojos vacías, y el fluido de sus ojos derretidos, corría por sus mejillas. Seguramente estaban mirando el cielo en el momento de la explosión. Sus bocas eran apenas llagas inflamadas cubiertas de pus.

Las casas ardían, mientras comenzaban a llover gotas de agua del tamaño de una bola de billar. Eran gotas de humedad condensada que caían del gigantesco hongo de humo, polvo y fragmentos en fisión que ya se alzaba varios kilómetros sobre Hiroshima. Las gotas eran demasiado grandes para ser normales. Alguien se puso a gritar: "Los estadounidenses nos bombardean con gasolina. Quieren quemarnos". Pero eran evidentemente gotas de agua, y mientras caían, el viento comenzaba a soplar cada vez más fuerte, posiblemente a causa de la formidable corriente de aire provocada por la ciudad en llamas. Árboles inmensos caían a tierra; otros, menos grandes, eran arrancados de raíz y lanzados al aire, donde el torbellino de un huracán enloquecido hacía girar restos dispersos de la ciudad: tejas, puertas, ventanas, ropa, alfombras...

Cerca de 100.000 de los 245.000 habitantes de Hiroshima resultaron muertos o con heridas mortales en el mismo instante de la explosión. Otros 100.000 quedaron heridos. Al menos 10.000 de esos heridos, los que aún podían desplazarse, se dirigieron al hospital central de la ciudad, que no estaba en condiciones de recibir semejante multitud. De los 150 médicos de Hiroshima, 65 habían muerto y todos los otros estaban heridos. Y sobre las 1.780 enfermeras, 1.654 habían resultado muertas o con heridas que les impedían trabajar. Los pacientes llegaban arrastrándose y se instalaban en cualquier lugar, agachados o acostados sobre el piso de las salas de espera, en pasillos, laboratorios, habitaciones, escaleras, en la entrada, en la puerta del garaje, en el patio, y aún afuera, hasta donde se alcanzaba a ver, en las calles en ruinas... Los menos afectados socorrían a los mutilados.

Familias enteras, con los rostros desfigurados, se ayudaban mutuamente. Algunos heridos lloraban, la mayoría de ellos vomitaba. Otros tenían las cejas quemadas, y la piel despegada en el rostro y en las manos. Había quienes, a causa del dolor, mantenían los brazos en alto como sosteniendo una carga con sus manos. Si se tomaba a un herido por la mano, la piel se despegaba en grandes pedazos, como si fuera un guante.


Horrores de corto y largo plazo


Muchos estaban desnudos o con la ropa hecha jirones. Las quemaduras, primero amarillas, luego se tornaban rojas, se hinchaban, y comenzaban a supurar, exhalando un olor nauseabundo. Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían dibujado las líneas de la ropa que llevaban. Sobre la piel de algunas mujeres podía verse el dibujo de las flores de su kimono, ya que el blanco había reflejado el calor de la bomba mientras que el negro lo había absorbido contra la piel. Casi todos los heridos caminaban como sonámbulos, con la cabeza erguida, en silencio y con la mirada perdida.

Todas las víctimas quemadas o expuestas a la explosión, habían recibido dosis de radiación mortales. La radioactividad destruía las células, provocaba la degeneración de su núcleo y rompía sus membranas. Quienes no murieron inmediatamente o no resultaron heridos, no tardaron en enfermarse. Tenían náuseas, fuertes dolores de cabeza, diarrea, fiebre; síntomas que duraban varios días. La segunda fase comenzó diez o quince días después de la bomba: primero comenzaban a perder el cabello, y luego vinieron diarreas y accesos de fiebre de hasta 41°.

Entre veinticinco y treinta días después de la explosión aparecían los primeros problemas sanguíneos: las encías sangraban y el número de glóbulos blancos disminuía dramáticamente, a la vez que se rompían los vasos sanguíneos de la piel y de las mucosas. La baja de glóbulos blancos reducía la resistencia a las infecciones; la más mínima herida necesitaba semanas para cicatrizarse, y los pacientes desarrollaban persistentes infecciones de la garganta y de la boca. Luego de la segunda etapa -si el paciente aún sobrevivía- aparecía la anemia, la baja de glóbulos rojos. En esa fase, muchos enfermos murieron por infecciones pulmonares.

Todos aquellos que habían decidido descansar luego de la explosión tenían menos posibilidades de enfermarse que quienes se mostraron muy activos. Era raro que cayeran los cabellos grises. Pero el aparato reproductor resultó afectado de modo duradero: los hombres se volvieron estériles, todas las mujeres embarazadas abortaron, mientras que las que estaban en edad de procrear constataron que su ciclo menstrual se había detenido.

Los primeros científicos japoneses llegados al lugar pocas semanas después de la explosión comprobaron que el flash de la bomba había aclarado el color del cemento. En ciertos lugares, la bomba había impreso la sombra de los objetos iluminados por su resplandor. Así, los expertos hallaron fijada sobre el techo de la Cámara de Comercio la sombra que había dejado la torre del edificio. También se encontraron siluetas humanas recortadas contra las paredes, como negativos fotográficos. En la zona central de la explosión, sobre el puente cercano al Museo de Ciencias, un hombre y su carro quedaron proyectados como una sombra bien definida, en la que puede verse al personaje dispuesto a azotar a su caballo en el momento en que la explosión literalmente los desintegró.

viernes, 2 de octubre de 2009

Presentación de la novela


El viernes 9 de octubre, en el Centro Cultural Maracó se presentará mi libro: "SU BOLETO DICE TRENEL", de la editorial AMERINDIA.

El 23 de octubre será la prsentación en la Casa de la Cultura de Trenel. Luego, en la Universidad de La Pampa, en Santa Rosa.


“Su boleto dice Trenel”, es la historia de una mujer que no pudo elegir su vida. En 1925, Corina abandona su pueblo natal en España obligada por su abuela. Ella no sabía nada de su padre y su madre había muerto muy joven. La casa española era ocupada sólo por mujeres, entre ellas la hermana de Corina y una tía. Su vida está marcada por las decisiones de su abuela, una anciana déspota y violenta, que decide casi todos los actos de la vida de su nieta. Al llegar a la Argentina, la joven cría hijos ajenos y propios. Además, conoce el amor maduro, de la mano de un hombre cuya esposa viajó a España, con un dudoso pretexto, y no regresó. Antes de cumplir medio siglo, Corina enviuda. La llegada de un muchacho español al pueblo pampeano descubre un nuevo destino para la familia.

jueves, 1 de octubre de 2009

AUTOBIOGRAFÍA DE ANTÓN CHÉJOV (1860-1904)

(“Leer detalles de mi propia vida y, aún más, escribir sobre ese tema, constituye para mí un auténtico martirio”. Lo dice Chéjov, el gran escritor ruso, en carta a un amigo. El siglo XIX se estaba cerrando. Chéjov tenía 39 años y, no pudiéndose negar a enviar un breve currículum a pedido de un editor, escribió esta rápida y seca autobiografía. Omitió ahí dos datos claves: que padecía tuberculosis, enfermedad de la cual murió, y que se había casado con la actriz Olga Kniepper quien lo acompañó hasta sus últimos días. Un buen ejercicio sería comparar esta autobiografía con la que compuso Rodolfo Walsh).

“Yo, A.P. Chéjov, nací el 17 de enero de 1860 en Taganorg. Primero estudié en la escuela griega próxima a la iglesia del zar Constantino. Luego en el instituto de Taganrog. En 1879 ingresé en la facultad de Medicina de la Universidad de Moscú. En general, en aquella época tenía un concepto vago de las distintas facultades y no recuerdo en qué consideraciones me basé para decantarme por la Medicina. Pero no me arrepiento de la elección. Ya en el primer año empecé a publicar en revistas semanales y en periódicos, y a comienzos dela década de 1880 esas ocupaciones literarias adquirieron un carácter permanente y profesional. En 1888 me concedieron el premio Pushkin. En 1890 viajé a la isla de Sajalín y más tarde escribí un libro sobre nuestras colonias penitenciarias y prisiones. Sin contar las reseñas, las recensiones, los artículos, los sueltos y todo lo que he escrito día tras día en los periódicos, y que ahora me sería difícil buscar y reunir, en veinte años de actividad literaria he escrito y publicado más de cinco mil páginas impresas de relatos y cuentos. También he escrito obras de teatro.
Estoy convencido de que la práctica de la medicina ha ejercido una profunda influencia en mi actividad literaria, pues ha ampliado notablemente el campo de mis observaciones y me ha proporcionado conocimientos cuyo verdadero valor para un escritor sólo puede comprender un médico; también ha ejercido una influencia orientativa; probablemente, gracias a mi familiaridad con la medicina, he evitado muchos errores. El conocimiento de las ciencias naturales, del método científico, siempre me ha tenido en guardia; siempre que me ha sido posible he tratado de atenerme a los datos científicos. Y, cuando no ha sido posible, he preferido no escribir. En ese sentido me gustaría señalar que en el arte las convenciones no siempre permiten una correspondencia plena con los datos científicos; no se puede representar en el escenario una muerte como sucede en la realidad. Pero la correspondencia con los datos científicos debe percibirse también en tales circunstancias; es decir, es necesario que el lector o el espectador comprenda que se encuentra ante un escritor experto. No pertenezco a esa clase de escritores que manifiestan una actitud hostil a la ciencia ni me gustaría formar parte de quienes extraen conclusiones sobre cualquier tema con la única ayuda de su cabeza.
En cuanto al ejercicio de la profesión médica, siendo estudiante trabajé en el hospital provincial de Voskresensk (cerca de Nueva Jerusalén), en la sección del renombrado médico provincial P.A. Arjanguelski; más tarde, durante un breve período he trabajado como médico en el hospital de Zvenigorod. En los años del cólera (92-93) dirigí el sector de Mélijovo, en el distrito de Serpujov”.

martes, 15 de septiembre de 2009

Besar la arena

En la orilla del mar se veían sinuosas y estrechas franjas horizontales. El mundo se reducía a unas cuantas líneas largas y rectas apretadas entre el cielo y la tierra. El misterio del mar no era algo nuevo. Era un enigma conocido que volvía con las olas. Las gaviotas pasaron el verano dando vueltas y vueltas sobre los barcos, burlándose de nuestros vanos intentos de fingir que todo iba bien, que no pasaba nada, que el mundo seguía girando como siempre.

martes, 2 de junio de 2009

Saber decir

SABER DECIR

La mayoría de la gente se enferma de no saber decir lo que ve o lo que piensa. Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden, con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos. Pero, siempre que nos acordemos de que decir es renovar, definiremos sin dificultad una espiral: es un círculo que sube sin conseguir cerrarse nunca. La mayoría de la gente, lo sé bien, no osaría definir así, porque supone que definir es decir lo que los demás quieren que se diga, que no lo que es preciso decir para definir. Lo diré mejor: una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin realizarse nunca. Pero no, la definición es todavía abstracta. Buscaré lo concreto, y todo será visto: una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa.

Toda la literatura consiste en un esfuerzo por tornar real a la vida. Como todos saben, hasta cuando hacen sin saber, la vida es absolutamente irreal en su realidad directa; los campos, las ciudades, las ideas, son cosas absolutamente ficticias, hijas de nuestra compleja sensación de nosotros mismos. Son intransmisibles todas las impresiones salvo si las convertimos en literarias. Los niños son muy literarios porque dicen como sienten y no como debe sentir quien siente según otra persona. Un niño, al que una vez oí, dijo, queriendo decir que estaba al borde del llanto, no “tengo ganas de llorar”, que es lo que diría un adulto, es decir, un estúpido, sino esto: “Tengo ganas de lágrimas” Y esta frase, absolutamente literaria, hasta el punto de que resultaría afectada en un poeta célebre, si él la pudiese decir, alude decididamente a la presencia caliente de las lágrimas rompiendo en los párpados conscientes de la amargura líquida. “Tengo ganas de lágrimas! “Aquel niño pequeño definió bien su espiral.

¡Decir! ¡Saber decir! ¡Saber existir por medio de la voz escrita y la imagen intelectual! Todo esto es cuanto la vida vale: lo demás es hombres y mujeres, amores supuestos y vanidades falsas, subterfugios de la digestión y del olvido, gentes que se agitan, como bichos cuando se levanta una piedra, bajo el gran pedrusco abstracto del cielo azul sin sentido.

Fernando Pessoa

lunes, 11 de mayo de 2009

El puto cordel en el cuello

A veces los dedos mayor y pulgar resbalan por ambos lados de los cristales para desparramar el líquido limpiador, en un movimiento horizontal que luego da paso a un papel absorbente que secan las últimas gotas. Otro día, es un pañuelo el que se desplaza despacio por los dos vidrios buscando más transparencia, quitando manchas y sombras grises.
La limpieza de mis lentes es una rutina que me acompaña varias veces al día, como parte de una tarea de mantenimiento. Ellos cuelgan de mi cuello desde hace cuatro años; esa tarde cansado de que las letras del diario se esfumen ante mi mirada, caminé hasta el oculista que llega al pueblo todos los martes, o casi todos.
Me atendió después de una espera entre medio de silencios, revistas viejas apiladas en una mesa bajita y personas que hablaban entre susurros, como si estuvieran en un velorio. A mi turno, el hombre, con su chaqueta blanca desabrochada, me hizo sentar y colgó un cartel con letras de distinto tamaño para probar lo que ya sabía.
En un breve trámite, el oculista -bajo, casi calvo y gordo- con más pinta de cocinero de fonda que de profesional de la oftalmología, me sentenció a vivir con los anteojos. Para escribir, leer, atender el celular o sintonizar la radio. Con una sola palabra que sonó a nombre de mujer: Presbicia, me recordó mi edad y llamó al próximo paciente.
Con la receta en la mano, llena de palabras ilegibles, en cinco días obtuve mis primeros lentes. Probé marcos y patillas. Algunos redondos, otros, más ovalados, asomaron en mi cara que se reflejaba en un espejo de tres tramos colocado encima de un mostrador. Ya sea, con marco dorado o plateado, supe que serían parte de mí para siempre. Y así sucedió.
Cada noche, cuando termino la lectura quedan encima de la mesa de luz, arriba de algún diario o un libro. Los dejo con las patillas abiertas y el cordel negro colgando, cerquita de reloj y el velador. Por la mañana se donde ubicarlos. Entre dormido los tomó y los apoyó en el mueble del baño; luego pasan a la mesa de la cocina. Es una rutina para poder hallarlos con facilidad y no olvidarlos antes de salir a trabajar.
Su ayuda aparece apenas necesito calentar el café en el microondas o para abrir el paquete de galletitas Lincoln, a través de una tirita de celofán que no encuentro. Es una recordación cotidiana de que el tiempo se consumió mi vista.
La mayor comprobación llega cuando olvido los lentes y llegando al diario comienzo a sentirme disminuido, casi inútil. Por eso guardo en un cajón de mi escritorio esos anteojos baratos, endebles, descartables, que un día compré en un polirrubro para salir del apuro y que me vendieron en un estuche ordinario.
Esos lentes que aparecen salvadores de vez en cuando, son un mal muleto de los titulares. Al finalizar el día de trabajo, durante la cena, viene mi pequeña revancha personal: me quito los lentes con ambas manos, tomándolos de las patillas casi a la altura de los cristales, los elevó por encima de mi cabeza, pliego sus patas y enrolló el cordel.
Por algún rato estarán allí, solitarios, en el mueble ubicado en el esquinero del comedor, o en el mantel que cubre la mesa rectangular. Será el rato en que mi nariz no sienta la presión de su calce.
A pesar de su simpleza - armazón metálica, solo recubierta con plástico al final de las patillas, para calzar con suavidad en las orejas- de vez en tanto necesitan un servicio de mantenimiento. Es el momento de actuar del óptico del pueblo que, sin lentes, toma un diminuto destornillador y ajusta los cuatro tornillos milimétricos que regulan la apertura. Después con las dos manos encuadra los lentes. Toda la tarea no lleva más de cinco minutos hasta que vuelven a mis ojos para ver cómo se sienten.
Los lentes solo se sumergen en la oscuridad bajo situaciones especiales. Fiestas o salidas, en que decido que solo me acompañen guardados en un bolsillo de la camisa o de alguna campera y dejen de colgar de mi cuello.
En las vacaciones, es el momento en que más me alejó de ver parte de la vida a través de cristales con aumento. Es el tiempo del descanso físico y mental. El período en que mi pensamientos se alivianan, se aleja de las noticias que me apabulla escribir todos los días y pienso en otras cosas. Pienso, por ejemplo, en el oculista con pinta de cocinero que me condenó una tarde de martes a que de mi cuello cuelgue un cordel con cristales para enfocar mejor mi vida.

miércoles, 22 de abril de 2009

Emilio y el poeta muerto

En la penumbra de la celda un cuerpo desgarbado se retorcía en un rincón. Tenía los labios hinchados y se quejaba por los golpes ocasionados por la milicia. Aunque, el dolor por la traición era el que más profundo sentía. Vestía la misma ropa que llevaba cuando lo sacaron de su casa, a punta de fusil.
Apenas balbuceó unas palabras y sus ojos se movieron lentamente. Su compañero de celda, Emilio, de diecinueve años y aprendiz de periodista le ayudó a acostarse sobre un colchón maloliente. El cuerpo de Federico se desplomó. Una frazada le cubrió las piernas. Las mismas que un día caminaron por las calles de Londres y de París. Las que recorrieron Nueva York, Montevideo y Buenos Aires.
No era político, se consideraba un poeta revolucionario. Sus detractores lo encerraron por artista extraño o quizás, por considerarlo un homosexual. Cualquiera de las dos condiciones era una molestia para los fascistas españoles. En su pueblo de Fuentevaqueros, en la provincia de Granada, creía estar seguro. Pero terminó siendo una víctima de la ingratitud humana.
Uno de los milicianos nacionalistas alcanzó una jarra con agua y la dejó en la puerta de la celda, como apiadándose. Bebió el líquido elemental despacio y repasó los años en que escribió su Romancero Gitano, “Cuando yo me muera mira que te encargo…”.
La pasión sexual, la vida y la muerte resumidas en su poesía: eternos temas.
Encerrado entre paredes de piedras el poeta dejó de ser jovial y alegre. Él, un hombre libre, estaba ahogado por la opresión. Le contó al periodista sobre los juegos infantiles en las calles de Granada, las lecciones de piano y de guitarra, su intimidad con Salvador Dalí y su admiración por Mariana Pineda. Esa mujer que se convirtió en su obsesión y a la que consideraba un prototipo de coraje.
El joven Emilio escuchó del poeta su devoción por los pobres y la necesidad de que la cultura llegara al pueblo. Le contó cuando creó el teatro universitario ambulante La Barraca para recorrer España y llevar el arte a los obreros y estudiantes.
La conversación entre el poeta y Emilio sólo se sobresalta por los disparos que se escuchan en la lejanía o la risa de los milicianos que se burlan de la sexualidad del artista extraño.
Por la claraboya con barrotes de hierro del cuarto de cuatro metros de lado, la luz del sol penetra iluminando el piso, rompiendo sombras.
En la cárcel, Federico proyecta su dolor por vivir. En una de las paredes escribió la palabra “Gallo”, revista literaria editada sólo dos veces pero que revolucionaría a toda España.
El joven, le cuenta de su abuelo escapado hacia argentina. El poeta recuerda que allí conoció a Pablo Neruda y que sus obras Bodas de Sangre y La Zapatera Prodigiosa fueron aclamadas por miles de personas. Le agradó Buenos Aires. Destetó la vida en los Estados Unidos y la sociedad capitalista. Sólo entre los negros del barrio de Harlem, se sintió cómodo para redactar su prosa. Volvió a escribir desde el desamparo.
Sus conferencias en la Universidad de Columbia despertaron críticas, amores y odios. Adhirió al movimiento estético surrealismo y escribió Poeta en Nueva York, un libro considerado de protesta y de reivindicación social. Cruzó el mar para conocer Cuba donde dejó huellas con sus palabras.
En la noche del 18 de agosto de 1936, el poeta se arrodilló en la celda y rezó. Aunque renegaba del catolicismo, sus oraciones pedían por su madre, quién le enseñó a escribir y por su padre agricultor. Pidió por España, por su Granada natal mientras el sonido de las balas y los gritos traspasaban las paredes. Entendió que despertaba La Guerra Civil.
Ante la convulsión se sentía católico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y monárquico. De hecho nunca se afilió a ninguna de las facciones políticas. Le dijo al periodista que él era íntegramente español y que así debía escribirlo algún día.
En la mañana, cuando la luz del sol asomó, el poeta caminó entre fusiles por una calle larga. En el horizonte aún se veían las estrellas de la madrugada. Los verdugos cerraron los ojos y dispararon. El poeta cayó muerto. Una muerte que asume con toda serenidad, cara a cara: “Si muero, dejad el balcón abierto” al aire de la vida sin límites.
Desde la cárcel, Emilio escuchó el sonido y entendió el significado de la palabra dolor. En una de las paredes grabó: Federico García Lorca (1898-1936).
Cuando fue un hombre libre de las rejas en un país dominado, Emilio buscó un lugar dónde rendirle un homenaje. Le dijeron que el cadáver fue arrojado a un barranco. Escuchó que lo asesinaron junto a un maestro nacionalista y que ambos fueron enterrados en una fosa común. También, le contaron que el poeta estaba loco internado en una iglesia. Nunca lo halló.
Regresó a su casa caminando por la empinada calle. Al llegar su cuerpo se desplomó en la cama y escuchó el crujir de los resortes. El cansancio lo sumió en un túnel de silencio. Los gritos de un guardia civil asustado lo despertaron en la mañana. Entonces, supo que Federico estaba en todos lados y que el sueño había terminado

jueves, 9 de abril de 2009

Recuerdo en la diagonal

Recuerdo las mañana frías parado en una de las diagonales bajo un techo metálico destartalado, a la espera del colectivo. El viento del mar perforaba mi campera, mientras solitarios taxistas permanecían al volante a la pesca de un viaje. Los vidrios empañados por la calefacción apenas dejaban ver sus figuras adultas. Cada dos o tres semanas yo repetía la espera. La luz del sol apenas despuntaba pero, mi cara se iluminaba al saber que ella vendría. Imaginaba su cuerpo ovillado en uno de los asientos y sus pies cubiertos con medias cortas, liberados de los zapatos. Sobre sus piernas siempre caía una pollera larga y clara. En cada viaje, de casi ocho horas nocturnas, cumplía con rigor su rutina ambulante. Cuando el colectivo atracaba ella era la última en descender. Después, nos abrazábamos en la vereda muy fuerte hasta sentir los cuerpos pegados, antes de emprender las caricias íntimas del amanecer. Así la recuerdo, en un estado de amor puro que duró por años, hasta que me convertí en otro.

domingo, 29 de marzo de 2009

El cabo Reyes y su nueva novia

La presencia del cabo Arnaldo Ríos todas las noches esperando a su nueva novia en la vereda del negocio de la verdulería, alteró la tranquilidad del barrio. Cuando la luz del día se desvanece, suele estacionar su bicicleta al cordón y comienza la guardia. Espera que ella entre los tres cajones de frutas y salen juntos por la ancha avenida. Yo los observo desde unos quince metros a través de mi ventana, pero también los escucho. Imposible no oír esa voz alborotada de la adolescente novia del uniformado que reclama casamiento.
Quizás, las cortinas oscuras de mi ventana puedan ser el telón imaginario de un teatro pueblerino, donde la obra a estrenar cuenta la historia de una pasión amorosa que se desató de la noche a la mañana, con escándalo incluido. Allí estarían como actores principales, el cabo y la verdulera. Claro, que también habrá actores secundarios ocupando el lugar de despechados y las comadres del pueblo desparramando versiones casi todas tan falsas como dañinas.
Para los pobladores de la cuadra es casi como vivir en un country con seguridad privada. Nunca vieron pasar la camioneta de la policía tantas veces por la misma calle. No es el único vehiculo que repite su andar por la calle frente a mi ventana. Los colectivos la eligieron para poder ingresar a la Terminal ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza. El ruido de los motores me es familiar y hasta conozco cuando llegan demorados, algo casi habitual. Tan habitual como los movimientos de la vecina de la casa de enfrente, sacando el tarro plástico blanco con la basura. Justo después de las ocho. Luego el sonido de la persiana me indica que la ventana se cerró. Ella me suele observar con detenimiento los domingos cuando por la mañana barre la vereda y yo, semi vestido, salgo a buscar el diario. Pocas palabras hemos intercambiado en los últimos meses, salvo el saludo de rigor.
Muchas veces cuando el cansancio de estar frente a la computadora se apodera de mí, miro hacia la calle para descansar la mirada en otra parte. El paisaje me es conocido. Los ciclistas, los que salen a caminar para mantener una buena salud, los autos…las camionetas.
La ventana me devuelve fotografías similares todos los días. Pero algo extraño pasó en las últimas semanas. Y nada tiene que ver con el romance entre el policía Reyes y la adolescente que, tanto preocupa al pueblo. Cuando miro en profundidad a través de los vidrios de la ventana, la calle asfaltada vuelve a ser de tierra, los cordones pintados de blanco para la fiesta del pueblo no están y la iluminación desaparece. Y por allí, con andar cansino como cargando la vida lo veo a él. Camina por el medio de la calle con un poncho en el hombro para protegerse del viento frío de agosto. Va hacia el hospital como todos los días. Y al llegar a la avenida cruzará la vía para luego entrar por el sendero rodeado de eucaliptos. Lo veo pasar siempre y aunque lo conozco no me saluda. Su casa está cerca, a la vuelta de la esquina. Somos vecinos en tiempos diferentes. Siempre espero que se de vuelta para mirarme. Espero un gesto, un breve saludo, pero no ocurre. Entonces me doy cuenta que los recuerdos del abuelo entraron de nuevo por la ventana y yo vuelvo a conversar con el silencio.

jueves, 19 de marzo de 2009

Rechoncho y criminal

A pesar de sus 80 años y su andar pesado, mantiene sus bravuconadas y la mirada incisiva. Quizás, trató de pasar desapercibido como un abuelito que sale de compras para el fin de semana. O tal vez, pensó que ya nadie se acordaría de su cara. Lo cierto es que la memoria se mantiene viva sobre algunos personajes que escribieron páginas negras del crimen en la Argentina.
Arquimedes Puccio, condenado por comandar una banda dedicada a secuestrar y asesinar a empresarios en su casa del barrio bonaerense de San Isidro, dejó en forma momentánea la vivienda donde se aloja -por gozar de la libertad condicional- y fue de compras a un supermercado, ubicado en las calles 13 y 20, pleno centro de la ciudad de General Pico, en La Pampa Argentina.
Vestido de pantalón para gimnasia y con una campera, tomó un carro y comenzó a tomar los productos de las góndolas. Aceite, fideos, queso y otros alimentos fueron lo que hizo pasar por la caja, entre miradas indiscretas. Su cuerpo rechoncho y su andar está lejos de aquel hombre que asistía a misa, con trajes oscuros, cuando su vida transitaba por barrios de personas ricas.
Al ser descubierta su identidad en el supermercado, comenzó con gestos ampulosos a quejarse. Cruzó por una de las puertas de salida, acompañado de un joven empleado que empujaba el carro con las compras. Insultó a periodistas y reporteros gráficos. Y después pidió que no se vulneren “sus derechos constitucionales”.
Ante cada pregunta si estaba arrepentido de su pasado criminal, respondió con silencio o más insultos. Algunos vecinos que lo reconocieron se mostraron indignados con su libertad. “Pensar que yo estaba haciendo la compra a su lado”, dijo una de las mujeres que salía del supermercado.
Puccio caminó unos 40 metros, hasta que ubicó una remisería y solicitó un auto. El cadete cruzó con él para cargar las bolsas en el baúl, al tiempo que otros vecinos comenzaron a manifestar su bronca con su presencia. Arquímedes no se privó de hacer ademanes ofensivos con su brazo izquierdo, hasta que el auto de alquiler lo alejó del lugar.
El ex-jefe del “clan Puccio”, vive en la ciudad desde julio del 2008 cuando abandonó la Unidad Penitenciaria 4 de Santa Rosa y fijó domicilio en la calle La Fraternidad y 106 de General Pico. Allí reside en la casa de un apicultor y miembro de la congregación religiosa a la que se convirtió Puccio. Durante los próximos cinco años deberá comparecer ante cualquier llamado del Patronato de Liberados, tras lo cual se dará por cumplida su condena. Desde hace meses descansa en un juzgado un pedido suyo para poder viajar a Buenos Aires y alojarse allí. El hombre que comandó la familia de la muerte, esta solo y espera. Los ciudadanos decentes vomitan su bronca cada ven que su cabeza calca asoma a las calles.

PARA NO OLVIDAR:

Víctimas Ricardo Manoukian: Tenía 24 años y era amigo de Alejandro Puccio. Fue secuestrado el 22 de Julio de 1982, en San Isidro. Se lo llevaron cuando salía de un depósito de los supermercados de la familia, en Martínez. Por él pagaron un rescate de 500.000 dólares. Pero igual lo asesinaron. Eduardo Arlet: Ingeniero Industrial, hijo de un empresario metalúrgico, fue secuestrado el 5 de Mayo de 1983 en Barrio Norte. Estaba casado y tenía 25 años. Se conocía con Alejandro Puccio porque jugaba al rugby. Su familia pagó 100.000 dólares. Pero lo asesinaron. En 1987, hallaron su cadáver en General Rodríguez.Emilio Naum: Dueño de dos casas de ropa, tenía 38 años. El 22 de Junio de 1984, vio que Arquímedes Puccio -a quien conocía- le hacía señas y paró con su auto. Se resistió, le pegaron un tiro en el pecho. Fernández Laborda confesó haberle disparado. Nema Bollini de Prado: Tenía 58 años cuando la secuestraron, en 1985. Su familia era dueña de una concesionaria de autos. Estuvo 32 días en el sótano de la casa de los Puccio, atada con una cadena al tobillo. Fue la única sobreviviente. VictimariosArquímedes Puccio: Líder y cerebro de la banda. Contador público. Vinculado con la derecha peronista, fue funcionario de la Cancillería y Secretario de Deportes de la Municipalidad de Buenos Aires en 1973. Condenado a perpetua por los cuatro casos que cometió la banda. Por tener más de 70 años, cumple arresto domiciliario. Alejandro Puccio: Hijo de Arquímedes. Fue jugador de rugby del CASI y de Los Pumas. Regenteaba una casa de artículos de windsurf. Lo detuvieron el 23 de Agosto de 1985, cuando liberaron a Bollini de Prado. Murió en 2008. Guillermo Fernández Laborda: Su confesión les permitió a los investigadores desarticular la banda. Dijo que fue él quien disparó contra Naum y Manoukian. Lo condenaron a reclusión perpetua. Victoriano Franco: Era Teniente Coronel retirado. Participó en el secuestro de Aulet y le dio su arma a Fernández Laborda para que asesinara a Naum. Su condena fue de prisión perpetua. A los 84 años murió en la cárcel.Roberto Oscar Díaz: Fue el último en sumarse a la banda. Conoció a Arquímedes Puccio en una agencia de autos de Llavallol. Entregó a Nélida Bollini de Prado, la única que sobrevivió a sus captores. Confesó ante la Justicia que mató a Aulet. "Me pidieron una prueba de sangre para incorporarme a la organización" dijo. Condenado a perpetua. Gustavo Contepomi: Arquímedes Puccio lo convocó para formar parte del grupo. Era amante de una mujer, familiar de Aulet, y se lo consideró el contacto para llegar al empresario. Murió en la cárcel cuando ya tenía más de 70 años. Daniel Puccio: Alias Maquila. Hijo de Arquímedes. Fue detenido en 1985, cuando negociaba el rescate de Bollini de Prado. En 1997 le dieron 13 años. Estaba en libertad y nunca se presentó. Está prófugo, según los familiares de las víctimas, en Brasil.Herculeano Vilca: Era un albañil que se encargó de acondicionar el sótano de la casa de los Puccio. En el juicio admitió haber cavado la fosa donde enterraron a Aulet. Le dieron 10 años, que ya cumplió.

jueves, 5 de marzo de 2009

Después de 23 años

El viento arrastraba el polvo de las calles y sentado en la soledad de su jardín, de suelo desparejo, tomó conciencia que habían pasado 23 años desde aquel beso urbano. Fue para él un torbellino interno que lo sacudió de la modorra en que había caído. Recordaba los labios, la cavidad de la boca y el gusto del paladar compartido.
Se frotó los ojos y se alzó hacia la habitación. Entre cajas de cartón desordenadas, que guardaba debajo de la cama, busco fotos. Arrodillado, extrajo recortes, imágenes familiares y recuerdos. Pero aquel retrato con la cara de ella sonriente y un sombrero que caía hacia un costado, pareció esfumarse.
Maldijo su mala fortuna y volvió hacia el jardín. Las nubes en el cielo se cruzaban entre sí y las ráfagas de la ventisca las hacían bailar sin ritmo. Volvió a preguntarse por qué después de tanto tiempo aún pensaba en ella. Qué cara tendría y si seguiría usando polleras largas fue lo primero que se le ocurrió. Quizás tuviera más de un hijo, pensó.
Había perdido la noción de cuando el amor de fue de él para no regresar. Entre hojas que volaban y ramas que se sacudían como brazos, tomó la serena determinación que aún en ausencia se podía amar.
Al día siguiente se levantó al alba, enjuagó su cara y cumplió en afeitarse con más prolijidad. Se sonrió ante el espejo del botiquín. “Este el primer día”, dijo en voz alta, mientras secaba las manos con la toalla.
Se prometió que nadie sabría jamás que la seguía amando y, en forma reservada, comenzó a preparar su vida por sí solo el destino le daba la posibilidad de volver a verla. Y si así ocurría, quería que ella se sintiera orgullosa por el hombre que la amó por primera vez.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Un vagón, una mujer, un niño


El olor a orín de los perros impregna el lugar y el murmullo del agua, que corre por el canal, compite con los ladridos. A pocos metros de la esquina de las calles 9 y 108, detrás del hospital Centeno, una mujer de 54 años y su hijo de once han hecho su hogar, como han podido, en un antiguo vagón de ferrocarril abandonado.
Desde hace ocho días, el furgón es el sitio que los cobija. Adentro, Estela muestra cómo vive. Una cocina a garrafa, una heladera vacía de alimentos y cajas de pertenencias apiladas son parte del mobiliario. En una mesa plástica, apoya el termo y el mate, mientras corre una cortina y deja ver un pequeño espacio, que hace las veces de dormitorio. En la cama, sobre un colchón semi humedecido, descansa acurrucado su hijo.
El vagón es un antiguo vehículo de carga, de paredes de metal carcomidas por el óxido. En los días de calor, su techo abovedado convierte al interior en un volcán. Cuando hace frío, se asemeja a una caja térmica, con gotas que caen desde la cubierta.
Estela explica que alquilaba una vivienda por un monto mensual de 500 pesos. De esa suma, 400 eran aportados por el municipio, a través de Acción Social. El resto del dinero era completado por ella.
Según la mujer, la ayuda de la comuna se redujo en enero a 300 pesos, que fueron pagados recién a mediados de febrero. Esa demora sería uno de los motivos que llevó a la propietaria de la casa que alquilaba a pedirle que abandonara el lugar.
“Salí a buscar una vivienda con mi niño y llegué hasta acá. Un hombre que vive en la casilla que está adelante me ofreció el vagón”, cuenta Estela, que además tiene otros cuatro hijos, todos mayores y casados. “Esos ya volaron”, dice al hablar de ellos.
Estela asegura que vive de un plan social y de limpiar terrenos. El “patio” de acceso al vagón tiene unos diez metros cuadrados de suelo de tierra. Está prolijamente cuidado y barrido. La mujer ha colocado algunas macetas con plantas, cerca del alambrado de púas que da al canal de agua. Algunas jaulas con aves también cuelgan de allí.
“Si yo fuera sola, no molesto a nadie, ni reclamo nada a las autoridades, pero tengo un nene y por él estoy dispuesta a luchar, para conseguir un sitio digno donde vivir”, explica. A su alrededor, da vueltas una jauría. Algunos perros muestran sus dientes. Otros, sus cuerpos flacos. Son todos del vecino.
“Con una pieza, cocina y baño nos arreglaríamos. No pido otra cosa”, dice Estela y le tiemblan las manos. En su cuerpo, aparecen tatuajes y huellas de una vida poco apacible. Después, cuenta que hace diecinueve años que vive en General Pico y convida con un mate, a la espera de una respuesta oficial. Su pequeño sigue durmiendo, quizás soñando despertar en otro lugar.

lunes, 23 de febrero de 2009

Una escuela convertida en basurero

Pasar frente al lugar lastima la mirada y causa desolación. El sitio fue clausurado por el Ministerio de Cultura y Educación de la provincia hace casi una década, cuando la matricula de alumnos descendió a casi cero. Hoy la antigua Escuela Rural 85, Colonia Belvedere, es un edificio arruinado, en cuyas inmediaciones crecen yuyales, se alimentan cerdos y se acumulan cientos de bidones vacíos de herbicidas tóxicos, que necesitan de un triple lavado. Junto a ellos, se alzan pilas de lonas plásticas de los silos bolsas, entre aguas estancadas.En un tiempo, la escuela arropó a chicos de General Pico, Trenel y la zona rural. Ubicada a pocos metros de la ruta provincial 4, solo queda de ella un cartel clavado en el paredón, un mástil sin bandera y un aljibe seco. El estado de abandono se apoderó del edificio escolar, para convertirse en un depósito de desechos.Las aulas, donde se educaron muchos de los habitantes de la zona, son un testimonio del pasado. La lluvia acumula tantas lagunas afuera, como hacia adentro de las paredes. No solo estudiantes se formaron en la Escuela 85. Aún hoy rebotan en la memoria los "bailes de campo", que animaban orquestas locales y que unió parejas y forjó más de una familia.Muchos de aquellos niños, hoy adultos, tienen palabras de afecto para el establecimiento educacional que los formó. Casi todos coinciden en que les da "pena" y "tristeza" ver en qué estado está y el fin al que fue destinado. Según una fuente de la Dirección General de Educación, el cierre se produjo en 1999. A partir de ese momento, se puso en marcha un procedimiento para otorgar en comodato el lugar, de igual manera que con otras escuelas rurales."Creo que el sitio merece otra finalidad y un mantenimiento adecuado: da mucha lástima ver que se ha convertido prácticamente en un basural", dijo una ex- alumna.Cuando los niños cursaban los estudios primarios, llegaron a funcionar dos aulas y los pisos "brillaban" de limpieza. En el patio, que se utilizaba en los recreos, había una fuente y un juego de hamacas. Los alumnos se formaban en la galería, en doble fila, antes de ingresar a su grado."Algún día de chica, soñé que volvería como maestra a este lugar, pero hoy es pura nostalgia ver en qué terminó", dijo otra alumna, que pasó toda la escuela primaria en sus aulas y hoy ejerce la docencia.
La Arena pudo confirmar que funcionarios de educación de menor rango están preocupados por el aspecto que brinda el sitio. Por eso se podrían en marcha algunas acciones para recuperarlo. En la iniciativa, hasta se piensa en involucrar a los municipios cercanos, ex-alumnos y ex-docentes.Entre el desamparo, la suciedad y los cerdos, hay un edificio que un día fue escuela. Quizás, un destino más digno respete la memoria de la comunidad educativa que escribió sus primeras palabras en sus pizarrones y dejó huellas grabadas en sus pupitres.

jueves, 19 de febrero de 2009

Mi muñeca era virgen

Por María Moreno
(periodista y ensayista argentina)


¿Puede un muñeco despertar malos pensamientos? Sacudir fervores libidinales con su inmovilidad sombría? De lo que estoy segura es que mi muñeca alemana era bien pura. Parecía una giganta de Baudelaire, vestida a la moda victoriana, intimidatoria y de risa gélida.
Tenía las mejillas frías como un azulejo de baño público. Su marcha militar, debida a un tosco juego de poleas que se ocultaba con un calzón alforzado, iba acompañada por un ruido de relojería. Su cabeza giraba en dirección a la pierna que sostenía en alto y su mirada fija parecía dominar a una tribuna invisible. Su pelo de elefante (sí, eso decía en la caja donde vino) arreglado en tirabuzones secos, sus ojos de vidrio celeste y llenos de rayos de rueda de bicicleta y sus botas blancas de fajina daban miedo. ¿Sería nazi la alemana? ¿A quiénes miraba en su marcha? ¿A la tropa en formación?
La alemana Lili se acostaba en su caja cada atardecer y desaparecía en el fondo del ropero. Ella sabía morir bajando los párpados con el secreto de dos plomadas y, al revés del conde Drácula, erguirse a la salida del sol: una sonrisa helada a los Garbo detrás de una tapa de cartón.
¿Cómo ensayar con esa hija elefantiásica mi destino de madrecita?
No. No era obscena la alemana: era siniestra. En la penumbra de su boca, cerca por dientes de mica, había una lengua de yeso pintado, sujeta al paladar falso por un trapito. Si se colocaba a la alemana boca abajo, la lengua se acercaba a los labios. Era un gesto de niño tonto, impropio de alguien que por su altura parecía tener doce años.
Fue efímera aquella muñeca. Manoseada, peinada hasta el infinito y la calvicie, bañada, oxidada, hundidos los ojos, ligeramente hedionda debido a la comida que yo le metía en la boca y que, en su condición de hija falsa, no podía drenar, era un imperio en decadencia y sus ropas, arruinadas por mi inhabilidad de modista y mi tozudez creativa, reemplazaron pronto la franela de los muebles.
Sin embargo la muñeca alemana, sin atributos, adquirió una humanidad accesoria. Su corte a la garçon, realizado para reparar el deterioro de sus bucles, las cuencas huecas de sus ojos y sus dedos cachados le dieron el aire de una Juana de Arco. Debo confesarlo: mediante la ropa de un primo generoso, la alemana giró hacia la virilidad.
Para entonces ya éramos grandes. Se bailaba el vals al compás de unos discos de pasta. La alemana cambió de sexo porque, en realidad –lo habíamos comprobado--, no tenía ninguno. Al revés de lo que sucede en la vida “real”, como varón perdió poder. Aprendimos a torturarlo con besos torpes a los que nos oponía débilmente sus labios finos. Una vez lo tuvimos dos semanas bajo la lluvia, con gorra de jockey y anteojos negros, sentado ante el volante de un coche a pedal.
¿Cómo puede ser obsceno un muñeco?
Reflexionemos: un muñeco es incapaz de ser. Pero puede ser, en cambio, considerado asexuado. Es pura posibilidad de sexuarse. ¿Radicará en eso su obscenidad?
Su cuerpo articulable señala toscamente todo lo que hay de fetiche en un cuerpo humano (¿femenino?). Un muñeco es igual a una muñeca en la lisura que calla la diferencia.
¿Otra forma de obscenidad?
Propuesta: la única manera de evitar que un muñeco resulte obsceno es que tenga sexo.

(tomado del libro A tontas y a locas)

martes, 17 de febrero de 2009

Las ganas de escribir

Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto, aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. En general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia; uno oficia ciertos ritos dilatorios; uno, por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento descubre que está sumergido hasta los pelos, que los problemas del mundo exterior han desaparecido, y que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.
En literatura y periodismo no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro que una cara. “Dijo que estaba harto”, no equivale a “Estaba harto”, dijo. La palabra ramera no tiene la dignidad de la palabra puta. Decidir cuál música, qué textura, cuánta carga de afecto o de violencia debe guardar una palabra o una frase, dar con una sintaxis; ir tanteando –ir sosteniendo- el ritmo interno de un relato, eso y no otra cosa es el oficio de escribir.
La primera versión de un texto es sólo un mal necesario. Suele estar tan lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha concebido, que ir construyéndola provoca cierta inquietud. Lo bueno es lo que viene después: trabajar sobre ese primer borrador, y los que siguen, hasta ir acercándose lentamente a eso que se busca. Cuando uno descubre que ése es, de verdad, el acto creador, que corregir no es otra cosa que ir encontrando el Moisés dentro del bloque de mármol, cuando uno se desentiende del tiempo que lleva ese acercamiento y sólo le importa hasta qué punto el texto va aproximándose a la forma que le corresponde, entonces ya no necesita que otros le confirmen que es escritor y/o periodista.
La espontaneidad no es un valor a la hora de escribir. Aferrarse a una frase o una palabra simplemente porque ha salido así del alma es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Edgar Alan Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leitmotiv al final de cada estrofa. Y, naturalmente, el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene sacrificar al loro.
La inspiración no existe, en eso se parece a las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, sólo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.
Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo quien, a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.

martes, 27 de enero de 2009

Ya no quedan mariposas

La luz del sol cae impiadosa en el suelo del pueblo de Trenel, en el norte de La Pampa, Argentina. La tierra está agrietada por el calor y la sequía avanza en los campos. Los girasoles están achicharrados y las vacas flacas. No hay pasto para que coman.
Los días son cada vez más calurosos y el viento arrastra la tierra por las calles. Por las noches, a veces hace frío. El clima se parece cada vez más al desértico. Pero a la ausencia de lluvia y de pasto, se suman otras ausencias, quizás imperceptibles para muchos pobladores. Ya casi no hay mariposas, los pájaros han emigrado al punto que ni gorriones se ven volar. Tampoco se notan los insectos y los sapos dejaron de croar.
Mientras ello ocurre, un enemigo silencio avanza y nadie lo detiene. Los suelos de los campos están penetrados por el herbicida glifosato, que poco a poco penetra en la tierra. La muerte de la fauna silvestre y animal está en marcha. Lo único sobreviviente en tierra, luego de utilizar este químico, es la soja transgénica, especialmente creada en laboratorios para resistir sus consecuencias.
Un estudio de la Universidad de Buenos Aires (UBA) señala: “El glifosato posee efectos negativos sobre los microorganismos del suelo, reduciendo la habilidad de ciertas bacterias en fijar nitrógeno, y aumentando el crecimiento de hongos patogénicos, capaces de liberar toxinas”.
Un hecho a tener en cuenta es el envenenamiento producido por este herbicida en las personas, cuyos síntomas son: irritaciones dérmicas y oculares, mareos, náuseas, edema pulmonar, reacciones alérgicas, pérdida de líquido gastrointestinal, pérdida de la conciencia, alteraciones cardiológicas y daño renal.

sábado, 17 de enero de 2009

Un día regresaron...(los ruralistas)

Detrás de la bandera argentina, enfundados en ropas típicas de campo de marca reconocidas y siempre con un cura cerca, así los ruralistas volvieron a la escena, bajo el llamado de la Sociedad Rural Argentina. En el palco de gente “paqueta” las voces se quejaron del gobierno constitucional. Abajo, “mujeres de bien” aplaudían con fuerza cada reproche a la presidenta mujer, a la que odian porque sí. El 2009 arrancó con una sequía que parece no sólo agrietar la tierra, también parece haber secado algunas mentes.

martes, 13 de enero de 2009

Caminos de muertes


El Dakar deja huellas en las vidas. Entre silencios de los organizadores, cada hora se revelan nuevos peligros que deben enfrentar los pilotos, más allá de los límites que se imaginan. Hoy un desierto chileno, fue un cementerio de hierros y de malos augurios. El piloto español de motos Cristóbal Guerrero sufrió una terrible caída en la décima etapa, y permanece en estado de coma tras golpearse la cabeza.
Uno de los dispositivos de seguridad que portaba el piloto emitió la señal de alerta a las 12:38, tras lo que un helicóptero médico se dirigió al lugar del accidente, donde hallaron al piloto en estado de coma y lo llevaron hasta el campamento del rally, a unos 15 kilómetros de Copiapó.
El piloto del Epsilon Team, de 48 años, se accidentó en el kilómetro 160 del tramo cronometrado de la décima etapa, con salida y llegada en Copiapó, considerada una de las más duras, y que la organización acortó para facilitar la llegada de los participantes. Guerrero, que participaba por primera vez en un Dakar, tiene cuatro hijos, que espera poder ver.

sábado, 10 de enero de 2009

Los niños mueren


Los niños mueren por el fuego en Argentina y en Palestina. Allá lejos, en una tierra de mujeres vestidas de negro y con sus caras cubiertas, por donde se cuelan miradas tristes, caminan entre los escombros del poblado de Rafah, en la franja del horror. Las bombas caen en las casas y destruyen paredes y familias. Los niños mueren en escuelas, hospitales o mezquitas. La guerra de los adultos aplastó sus vidas para siempre, mientras soldados cargando sus metrallas camina por las calles de la franja.
En otro país, con otras religiones, los niños mueren por el fuego. Familias pobres, que compartían un edificio abandonado, se despertaron en la noche cuando las llamas comenzaron a consumir el interior. Los hogares eran casillas de madera, adentro de un antiguo banco, en el barrio de La Boca. En un tiempo, ese lugar representaba el poder del dinero y la expansión, de la mano de un italiano que se llamó Antonio Devoto. Ahora sólo quedan las paredes. Y el dolor de saber que seis hermanitos no escaparon al fuego y murieron. En cualquier lugar del mundo, parece que los niños no valen nada. Mientras tanto, los que deben mandar están de vacaciones. Sigan así, total hay muchos chicos aún vivos a los que pueden maltratar.

jueves, 8 de enero de 2009

Adios, Pascal


Debajo de un árbol, en una tierra lejana y extraña, murió Pascal Terry. Tenía 49 y el sueño intacto de correr el Dakar. En el monte pampeano su vida se apagó en forma lenta: bajó de su moto, se quitó el casco y buscó la sombra de la planta que no conocía. Allí sentado, y con algún malestar por el esfuerzo de correr en su moto Yamaha 450, la mirada recorrió un terreno ajeno a su país: Francia. A la región de su nacimiento: Normandía.
Entre los árboles de La Pampa, en soledad y sin ayuda, quizás bebió un poco de agua y recordó a su pareja y su hijo. Mientras su cuerpo cedía, la tecnología para ubicar a los pilotos también cedía y revelaba impericia. “Murió por un edema pulmonar, por la ingesta de algún alimento”, dijeron voces oficiales, muchas horas después. Cuando lo encontaron, Pascal estaba boca arriba, con su espalda apoyada en un suelo arenoso. En un tiempo descansará para siempre en su tierra, de verdes matizados, desde donde partió una mañana con el sueño de correr en moto el Dakar. La muerte lo cruzó demasiado temprano. Adios, Pascal, tu patria espera por vos. Otros deberán responder por la incompetencia.