sábado, 27 de diciembre de 2008

La esquina de Luisa

Luisa habla fuerte, casi a los gritos y rompe el silencio de la mañana. Su casa bajita, ubicada en la esquina de las calles Alem y San Martín, tiene las paredes pintadas de un verde chillón que se entronca con el tono de voz. Durante media hora o más, cada mañana, la esquina céntrica del pueblo de Trenel es de su propiedad. Luisa se levanta muy temprano y suelta a los tres perros. Después espera por el canillita, al que siempre reta con tono docente, porque el chico le trae tarde el diario.
Por la vereda camina despacio y saluda a los pocos habitantes que a esa hora circulan por el pueblo. Su cara se ilumina cuando el quinielero la visita y según la voz los vecinos se enteran si acertó algún premio.
La casa de Luisa tiene tres ventanas, la única persiana abierta es la del comedor diario. Desde allí asoma la cabeza para mirar hacia la calle. Tres también son los árboles de la vereda que un día de otoño mutiló. “Me cansaba barrer la hojas todos los días”, me dijo una tarde buscando justificar el daño en las plantas. Los árboles ahora lucen desnudos, solitarios y desprotegidos.
La rutina, incluye la conversación cotidiana junto a su amiga y vecina, Lidia. Se juntan cerca del cordón de la vereda y mantienen una larga charla. Luisa apoya el cuerpo en la escoba, Lidia habla sentada en la bicicleta. Las dos mujeres están unidas por la historia familiar y algo más: son maestras jubiladas.
Después, cuando Lidia siga su recorrido por las calles del pueblo, Luisa les grita a los perros para que vuelvan al patio. Luego, se sienta en el comedor diario de la casa cerca de la ventana y desde allí observa toda la esquina. Y también mira los árboles mutilados, tan solitarios como su vida.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Más allá de los pelos blancos


Teresa es una mujer de siete décadas, elegante y dedicada a la computación. Junto a su amiga y vecina, Haydee, fueron parte de la entrega de los certificados a 87 alumnos, que cursaron los talleres de Adultos Mayores en la Universidad Nacional de La Pampa (UNLPam).

El acto se realizó este jueves, en la sede de la Facultad de Ciencias Veterinarias de nuestra ciudad. La iniciativa forma parte de un programa que impulsa la Secretaría de Extensión de la casa de altos estudios, en forma conjunta con la Coordinación de Adultos Mayores del Ministerio de Bienestar Social de la Provincia.

Apenas terminó la ceremonia, Teresa y Haydee aprovecharon un ratito para conversar con LA ARENA sobre esta experiencia que les permitió aprender tantas cosas nuevas durante este año. Ambas mujeres destacaron cómo entender la tecnología las acercó a una forma de  comunicación diferente con la familia.

“Yo ahora chateo con mis nietos y amigas”, contó Haydee, abuela de seis chicos. Para Teresa, estudiar era una “materia pendiente” y, por eso, quería que sus nietos tuvieran de recuerdo una foto de ella, mientras recibía el certificado en la facultad. A dos escalones, su hijo que acababa de llegar de la ciudad de La Plata, la miraba orgulloso con la maquina digital en la mano. Las dos alumnas coincidieron en que a través de los cursos vencieron “el miedo a la computación”.

La ceremonia se realizó en el auditorio de Ciencias Veterinarias. Fue presidido por la vicerrectora de la UNLPam Estela Torroba y el secretario de Cultura y Extensión Universitaria Luis Díaz.

Hasta allí y en el medio de una tormenta incómoda se acercó cada uno de los alumnos acompañados de sus familiares. Abuelas y nietos se ubicaron en las butacas, cada una con el nombre del “alumno mayor”, que cumplió con el curso.

Un video institucional abrió el acto, para mostrar el trabajo de los docentes, mientras se recordaba el importante crecimiento demográfico de los mayores de 60 años en la provincia. El granizo, que repiqueteaba en techos y ventanas, no pudo tapar las voces de cada uno de los presentes al momento de cantar el Himno Nacional, para abrir después el espacio a las palabras.

Una alumna, Nelly Alvarez, del taller literario, destacó el nivel de las clases y cómo sus vidas se alimentaron de “nuevos sueños”. Desde el atril, ubicado en el escenario, agradeció a la universidad y a los docentes por la propuesta educativa. A pocos metros, en la mesa cubierta por una tela bordó, las autoridades le prestaban mucha atención. Luego, su profesora, Agüeda Franco, repasó el año lectivo y recordó en palabras de Olga Orozco que la poesía “no es complaciente, sino perturbadora”. 

 

Una “pelea constante”.

Durante su discurso, Torroba hizo hincapié en el compromiso de los alumnos y en la “avidez” por aprender. “Es conmovedor y nos enorgullece”, dijo la vicerrectora, para después explicar que 550 personas adultas mayores cursaron talleres en toda la provincia. “Estamos para satisfacer las necesidades de la sociedad”, agregó al rescatar el valor de la universidad pública.

Díaz, a su turno, enarboló la Reforma del 18 y los tres pilares que se deben cumplir desde los claustros: docencia, investigación y extensión universitaria. “Debemos estar abiertos más allá de la enseñanza y deben saber ustedes que es una pelea constante conseguir fondos para desarrollar extensión”, dijo Díaz. Luego, agradeció los aportes llegados desde Provincia para el área.

Cuando las palabras se aplacaron, los organizadores solicitaron a los alumnos de los talleres de manejo de cámara digital, computación y literatura se ubicaran en los pasillos para recibir sus certificados. Fue el momento en que retumbaron los nombres y apellidos, acompañados de muchos aplausos. Fue la noche en que las abuelas y los abuelos aferraron en sus manos el diploma, frente a la mirada emocionada de sus hijos y nietos.

lunes, 22 de diciembre de 2008

La espera del ciruja

Una belleza escrita por Jorge Göttling hace un tiempo...pero siempre vigente

También él es un paisaje de la Ciudad. Con cada ocaso, con la casa puesta como un caracol, el hombre se ubica en el mismo banco de la Plaza Francia. Despliega despaciosamente sus pertenencias, comienza a construir su lecho.Ocupará caprichosamente tres o cuatro metros cuadrados de la manzana más cara de Buenos Aires hasta que el sol despunte. Es difícil que alguien conozca su nombre, pero quien lo vio alguna vez, quien se tomó tiempo para descifrarlo, sabe que es un ciruja distinto. Tampoco nadie conoce su voz: no pide, no reclama, no protesta, no acepta.Improvisa su colchón con trapos grises, ennegrecidos por la suciedad o por los años, sus frazadas son extendidas bolsas plásticas, también un cuero pesado e incoloro. No se echará hasta la medianoche. Ilumina su banco la tenue luz de una tulipa pública. Eso es su escritorio y —creemos— su sala de lectura. El hombre lee un diario con la mirada fija, sin lentes, adivinando la letra impresa, hasta que el sueño llegue en su auxilio.Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras. Viste ropa ajada, que alguna vez estuvo de moda, como él. Coloca a su lado una casilla de madera, una cucha, que invariablemente portará cuando parta, al alba, rumbo al norte o al olvido.Alguien arriesga una historia sobre este ícono de la cadencia. Alguna vez fue próspero, tuvo esposa, hijos, amores tan furtivos como los sueños. Los hijos partieron, su perro se fue tras una perra y la mujer tras otro hombre.Pasó de la depresión a la locura, trató de refugiarse con sus hijos, pero no: nunca se sabe si falta una habitación o sobra un viejo. En orfandad aprendió que la vida es una lata que hay que seguir abriendo. No hay revancha para los duros, tampoco la busca. Se oculta, entonces, en la diáfana Buenos Aires de afiche. Resignado ante la pérdida y el olvido, solo ha guardado la casilla: él cree que su perro ha de volver