Juan tiene 18 años, y junta cartones. No sabe ni de retenciones, ni de soja. Cuando el sol asoma comienza el horario de oficina de los recolectores de cartones, aunque algunos prefieren la noche. Con su campera gastada para defenderse del frío, y los dedos amorcillados, Juan, desarma las cajas y las apila en pliegues. Lo hace despacio, y en forma prolija. De vez en cuando frota sus manos.
Circula en bicicleta con un carro metálico por las calles piquenses. A veces junta hasta 50 kilos de papel por día, lo que representa unos 15 pesos que aporta a su casa. Allí, vive con un montón de hermanos y una hermana que a veces lo ayuda. Su padre hace “changas”, para arrimar algo más a la economía hogareña. No es el único recolector de cartones. Otros 20 recorren distintos puntos de la ciudad. Hurgan, meten mano, extraen: cartón, sobre todo, papel de diarios que los vecinos dejan en veredas de comercios céntricos, en barrios residenciales o en lugares más humildes. Mientras atan su mercadería, a su lado pasan otras vidas, ajenas.
Los cartoneros no esperan anuncios del gobierno, ni una suba de los precios internacionales. Esperan sí, hacer entre diez y quince pesos por jornada, un poco más un poco menos, según pinte cuando vendan su carga a los acopiadores que a su vez lo revenderán a las empresas que volverán a fabricar papel que será otra vez consumido y otra vez arrojado y recogido por los cartoneros algún día, de nuevo.
Asomaron en el paisaje urbano cuando estalló la crisis del 2001, al igual que en otras ciudades, cuando la pobreza se metió en los hogares sin pedir permiso. Permanecieron en el tiempo, y se agruparon.
Un breve recorrido por la ciudad muestra que la mayoría se mueve en bicicletas. A veces son miembros de familias, a veces niños recolectores. Hay algunos más organizados que otros. Se mueven en viejos chatas o en carros de mano. Desde ese lugar enseñan que en la basura, no hay sólo desperdicios.
Horacio está sentado sobre un tronco a pocos metros de un contenedor. Habla para adentro. Su cara está marcada por las huellas de la vida y su mirada trasmite resignación. Su historia es similar a la de otros cartoneros: declinación y la búsqueda de una tabla de salvación. “Necesito la plata para darle de comer a mis dos hijos. Por eso junto cartón, otros se dedican a otras cosas como hierro o botellas de vidrios”, cuenta, mientras su mirada se clava en el suelo y los codos de sus brazos se apoyan en sus muslos. Tiene los dedos de sus manos cruzados unos con otros, como rezando. Dice que suma entre 15 a 20 pesos por día juntando cartón y otros residuos. Comenzó hace algunos años, cuando trabajaba como ayudante de albañil. Después, el país cedió sus paredes y el techo golpeó a la sociedad. Los más necesitados terminaron en el sótano desde dónde algunos pudieron salir.
Un pibe arrastra un carro con ruedas de bicicleta. Apiló bolsas vacías de cemento y cal. Junto algunas botellas plásticas vacías. Va en busca de un billete o algunas monedas, que canjeará en el almacén del barrio. Tiene su propia ruta, un trazado por calles y veredas que le permite sumar kilos de cartón, como única real posibilidad de subsistencia, de sobrevivencia y de creación de lazos afectivos.
Menores y adultos, dicen estar ajenos a las disputas políticas. No hablan de “entidades rurales” ni de “jefes de gabinetes”. Prefieren alguna charla futbolera. Descreen de cambios que puedan modificar su vida.
En General Pico el acopio de cartón y papeles tiene se realiza en dos galpones, que revenden todo lo que se recolecta. El destino final del material son las grandes empresas papeleras y de fabricantes de plásticos. Cada recolector de cartón recibe quince centavos por kilo de papel de diario, y de 25 a 30 centavos por el kilo de cartón. El trabajo de “cartonear”, como lo llaman en el rubro, no es una tarea reservada solo a los hombres. Alguna mujer para escapar de la pobreza y poder servir una comida digna a sus hijos, también junta cartones y papeles. Lo hace tres días a la semana, rescatando de los contenedores todo lo que es vendible. La vida suele envolver a las familias en distintas realidades, y las crisis sociales dejan pisadas más allá de los contenedores.