Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto, aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. En general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia; uno oficia ciertos ritos dilatorios; uno, por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento descubre que está sumergido hasta los pelos, que los problemas del mundo exterior han desaparecido, y que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.
En literatura y periodismo no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro que una cara. “Dijo que estaba harto”, no equivale a “Estaba harto”, dijo. La palabra ramera no tiene la dignidad de la palabra puta. Decidir cuál música, qué textura, cuánta carga de afecto o de violencia debe guardar una palabra o una frase, dar con una sintaxis; ir tanteando –ir sosteniendo- el ritmo interno de un relato, eso y no otra cosa es el oficio de escribir.
La primera versión de un texto es sólo un mal necesario. Suele estar tan lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha concebido, que ir construyéndola provoca cierta inquietud. Lo bueno es lo que viene después: trabajar sobre ese primer borrador, y los que siguen, hasta ir acercándose lentamente a eso que se busca. Cuando uno descubre que ése es, de verdad, el acto creador, que corregir no es otra cosa que ir encontrando el Moisés dentro del bloque de mármol, cuando uno se desentiende del tiempo que lleva ese acercamiento y sólo le importa hasta qué punto el texto va aproximándose a la forma que le corresponde, entonces ya no necesita que otros le confirmen que es escritor y/o periodista.
La espontaneidad no es un valor a la hora de escribir. Aferrarse a una frase o una palabra simplemente porque ha salido así del alma es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Edgar Alan Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leitmotiv al final de cada estrofa. Y, naturalmente, el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene sacrificar al loro.
La inspiración no existe, en eso se parece a las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, sólo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.
Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo quien, a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.
Esa resistencia de la que hablas es dolorosa cuando tienes la boca y las manos saturadas de ideas q por alguna razón se niegan a surgir a los demás. Pero cuando resulta, es delicioso, alguna vez escuché por ahí que escribir es un trabajo artesanal. Creo que es cierto.
ResponderEliminarUn saludo desde el norte hasta el sur de Latinoamerica