Cuando llegué, ya estaba ahí.
Apoyada contra la pared del bar, tratando de saber, de lejos, si yo era yo.
A medida que me acerqué, la fui descubriendo, marco grueso de anteojos oscuros, arito en la nariz, ropa negra, colgante plateado y sonrisa que sin ver intuí suave y seductora. No me equivoqué.
Yo había llegado tarde, no un ratito, veinte minutos tarde, con una remera negra, arratonada que no se cansa de decirme no era lo más indicado para una primera impresión.
Saludo tímido.
Disculpas por la hora. No pasa nada. No, en serio.
Entramos. Pedimos una cerveza.
Dos equilibristas novatos caminan sobre un cable de acero.
Ella se ofreció a pagar la segunda. Acepté. Ella dice que no debería haber aceptado. Yo digo que ya, en ese momento, sabía que lo menos importante de esa noche era el bolsillo del que saliera la plata para que estuviéramos ahí.
Hablamos. También era periodista. Hablaba menos que yo, lo que no es difícil. Pero mucho menos que yo, al punto que me intrigaba.
Y tuve ganas de darle un beso y no esperé, como dice ella que debería haber hecho, que terminara de hablar, acerqué la cara y se lo di, aunque no sea cierto que los besos se den y se reciban, los besos se comparten.
Abrió los ojos más de lo normal, puso las manos con las palmas hacia delante, como si quisiera detener algo, no a mí: algo. Y, rápido, como disculpándose, tratando de dejar en claro que a pesar de la sorpresa no le había molestado mi beso o, al menos, no tanto, dijo: no me lo esperaba.
Perdón, tuve ganas.
Sonrió, con esa sonrisa que me había imaginado suave y seductora, y compartimos otro beso y otro, y otro, y otro. Y uno de los dos, puedo haber sido yo, compró más cerveza. Y dejamos de hablar.
Nos abrazamos. Así, es más fácil hacer equilibrio.
(de Sueños intanquilos)