El pueblo tiene origen noble, quizás porque un Conde lo fundó cuando el año 1906 se consumía entre el rojo calor del sol de octubre sobre sus calles anchas. Su nombre no tiene un solo significado y aún se discute por él. Origen indígena para algunos; relacionado con la historia pampeana, para otros. Tal vez una leyenda, dicen otras voces. Lo cierto es que Trenel, pueblo enclavado en el norte de La Pampa, a 120 kilómetros de Santa Rosa, capital de la provincia, tiene tonada francesa en sus seis letras, aunque su población se nutrió en sus orígenes de italianos llegados del Piamonte y de españoles venidos de Galicia. Las vías del tren trazadas por los ingleses ya hacía tiempo que estaban por allí, aunque hoy lucen tristes. La antigua Estación del Ferrocarril fue pintada para la fiesta, pero ya no hay pasajeros sobre el andén. En tren, había llegado el Conde Devoto hasta el Meridiano V, donde descendió. Dicen que venía acompañado de sus tres hermanos y de un gran auto que fue desembarcado en el lugar. Luego emprendieron camino hasta llegar a Trenel. Su inmensa riqueza lo hizo comprar casi 400 mil hectáreas de campo.
Es una porción de esas tierras creció el pueblo. Devoto, que durante 35 años fue presidente del Banco Italia y Río de la Plata en la Argentina, y cuya fortuna era una de la más sólidas de Sudamérica abrió una sucursal en el pequeño pueblo, justo enfrente de la estación. No era casual. Comparada la producción de Trenel con la del total del país en 1910, se concluye que por cada 1.000 toneladas producidas ese año en toda la República, 20 procedían de las Colonias Trenel. El pueblo crecía al ritmo de las cosechas y en los galpones del ferrocarril cientos de hombres cargaban bolsas. Del tren de pasajeros, que llegaba tres veces a la semana procedente de Once, seguían desembarcando hombres y mujeres con grandes valijas y baúles. Las palabras sonaban en distintos idiomas y las letras de las cartas eran esperadas con ansiedad. En el medio, cientos de historias familiares truncas. Lágrimas por las guerras en tierras lejanas. Tristezas propias cuando el mal clima o el mal gobierno destruían las economías hogareñas. Las fondas eran el refugio para la alegría o el olvido. La música del acordeón sacudían las profundas noches que se iluminaban hasta una hora después de la medianoche. Después el silencio y la ronda nocturna de los policías a caballos. El Conde no volvió más al pueblo. Su impronta quedó estampada en los edificios, en la Terza Italia de la cual fue socio fundador y también en la iglesia, ya que su segunda esposa donó los fondos para construirla. Un gran cuadro pintado por Luis Boni, descansa sobre una de las paredes de la Casa de la Cultura del pueblo. En el se puede observar a Antonio Devoto en los trigales de Trenel, según reza la descripción. Que Luis Boni haya pintado ese cuadro no es casualidad. Era uno de sus artistas preferidos y quien pintó los frescos de la Basílica San Antonio de Padua en Villa Devoto. En esa iglesia, descansan los restos de Antonio Devoto y su cuerpo está en una cripta de estilo napoleónico. A 100 años de su fundación el pueblo de Trenel mantiene sus calles anchas, el antiguo Banco de Italia es hoy una sala de teatro, y en los galpones del ferrocarril ya no hay bolseros. Mientras tanto, sus pobladores esperan la fiesta por los 100 años que se cumplirán el 20 de octubre de 2006. Dicen que en ese mes el sol y el aire claro se enciende como fuego de brasas y el viento acerca el aroma a cosecha. También dicen que la nobleza anida en cada hogar, y que eso no es vanidad, es legado de un Conde.
lunes, 14 de mayo de 2007
Trenel, heredero de la nobleza de un conde
El árbol de la memoria
En Trenel crece el Arbol de la Memoria
Rodeado de palmeras, rosas y un sauce llorón, a pocos metros del Monumento a la Bandera y el busto al General San Martín, se encuentra este ceibo, único árbol de la plaza principal de Trenel que se destaca por tener un monolito blanco con tres placas a sus pies.
El día que lo plantaron corría un frío helado que perforaba la piel y paralizaba corazones mientras el cielo se tornaba oscuro. Una mujer de 80 y pico de años caminó con lentitud hacia el lugar donde debía plantar el retoño traído desde el jardín de su propia casa apoyada en su compañero de toda la vida. Los rostros de los presentes trasmitían sentimientos de admiración, de dolor, de tristeza profunda. Hombre grandes, mujeres jóvenes, adolescentes con guardapolvos, niños en brazos de sus padres formaban parte de la muchedumbre.
Primeros fueron sus manos la que tomaron la pala para arrojar algo de tierra, luego lo hizo él, y después muchas manos más compartieron la ceremonia llena de emotividad. Habían pasado casi 30 años de silencio, dolor y padecimientos. Esa tarde, esas manos, que impresionaban por su fortaleza, no temblaron a pesar de su edad. Aún muchos ojos seguían hinchados por el llanto espontáneo. Despacio, muy despacio, vecinos, docentes, amigos, políticos rodearon a estos padres que con entereza envidiable soportaron los años de indiferencia y ahora estaban allí para recordar lo que muchos quisieron hacer olvidar. Uno a uno fueron tomando la pala para ayudar a plantar el ceibo y enterrar la apatía. Las nubes grises comenzaron a despedir una leve llovizna. Ellos dos permanecían firmes recibiendo abrazos silenciosos que, quizás, pedían perdón. Las manos de esa madre se elevaron un poco para secarse las lágrimas. Un día, esas mismas manos ataron un pañuelo blanco para colocarlo sobre su cabeza para pedir por su hija. Manos que habían preparado la comida favorita de su hija y abotonado su guardapolvo para ir a la escuela caminando por la plaza. Cuantas veces la habrá cruzado llevando el portafolio marrón que aún está guardado en algún rincón de la casa que no alcanzó a conocer
Cuando el silencio se hizo más profundo, una voz rompió la tarde con un grito: ¡Liliana Molteni, presente! Y otras voces respondieron: ¡ Ahora y siempre!.
El cielo se terminó de oscurecer, la llovizna se convirtió en lluvia, y la tristeza terminó de invadir las calles. El árbol de la memoria como lo bautizó esa madre, ya estaba plantado. Y a pesar de no ser la época, a las pocas semanas dio los primeros brotes, señal de las buenas raíces y los buenos cuidados. Esa madre, esa mujer, nunca dudó que el árbol crecería. Y cuando puede camina desde su casa hasta la plaza. Con sus manos coloca tres pequeñas flores en el monolito que recuerda a su hija desaparecida en junio de 1976. A pocos metros, el ceibo, que venció el mal clima y la indiferencia ciudadana, la acompaña en la ceremonia intima de rendir tributo a quién no está.
Rodeado de palmeras, rosas y un sauce llorón, a pocos metros del Monumento a la Bandera y el busto al General San Martín, se encuentra este ceibo, único árbol de la plaza principal de Trenel que se destaca por tener un monolito blanco con tres placas a sus pies.
El día que lo plantaron corría un frío helado que perforaba la piel y paralizaba corazones mientras el cielo se tornaba oscuro. Una mujer de 80 y pico de años caminó con lentitud hacia el lugar donde debía plantar el retoño traído desde el jardín de su propia casa apoyada en su compañero de toda la vida. Los rostros de los presentes trasmitían sentimientos de admiración, de dolor, de tristeza profunda. Hombre grandes, mujeres jóvenes, adolescentes con guardapolvos, niños en brazos de sus padres formaban parte de la muchedumbre.
Primeros fueron sus manos la que tomaron la pala para arrojar algo de tierra, luego lo hizo él, y después muchas manos más compartieron la ceremonia llena de emotividad. Habían pasado casi 30 años de silencio, dolor y padecimientos. Esa tarde, esas manos, que impresionaban por su fortaleza, no temblaron a pesar de su edad. Aún muchos ojos seguían hinchados por el llanto espontáneo. Despacio, muy despacio, vecinos, docentes, amigos, políticos rodearon a estos padres que con entereza envidiable soportaron los años de indiferencia y ahora estaban allí para recordar lo que muchos quisieron hacer olvidar. Uno a uno fueron tomando la pala para ayudar a plantar el ceibo y enterrar la apatía. Las nubes grises comenzaron a despedir una leve llovizna. Ellos dos permanecían firmes recibiendo abrazos silenciosos que, quizás, pedían perdón. Las manos de esa madre se elevaron un poco para secarse las lágrimas. Un día, esas mismas manos ataron un pañuelo blanco para colocarlo sobre su cabeza para pedir por su hija. Manos que habían preparado la comida favorita de su hija y abotonado su guardapolvo para ir a la escuela caminando por la plaza. Cuantas veces la habrá cruzado llevando el portafolio marrón que aún está guardado en algún rincón de la casa que no alcanzó a conocer
Cuando el silencio se hizo más profundo, una voz rompió la tarde con un grito: ¡Liliana Molteni, presente! Y otras voces respondieron: ¡ Ahora y siempre!.
El cielo se terminó de oscurecer, la llovizna se convirtió en lluvia, y la tristeza terminó de invadir las calles. El árbol de la memoria como lo bautizó esa madre, ya estaba plantado. Y a pesar de no ser la época, a las pocas semanas dio los primeros brotes, señal de las buenas raíces y los buenos cuidados. Esa madre, esa mujer, nunca dudó que el árbol crecería. Y cuando puede camina desde su casa hasta la plaza. Con sus manos coloca tres pequeñas flores en el monolito que recuerda a su hija desaparecida en junio de 1976. A pocos metros, el ceibo, que venció el mal clima y la indiferencia ciudadana, la acompaña en la ceremonia intima de rendir tributo a quién no está.
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