En la penumbra de la celda un cuerpo desgarbado estaba acurrucado en un rincón. Tenía los labios hinchados y se quejaba por los golpes ocasionados por la milicia. Aunque el dolor por la traición era el que más profundo sentía. Vestía la misma ropa que llevaba cuando lo sacaron de su casa a punta de fusil.
Apenas balbuceó unas palabras y sus ojos se movieron lentamente. Su compañero de celda, Emilio, de diecinueve años, aprendiz de periodista le ayudó a acostarse sobre un colchón maloliente. El cuerpo de Federico se desplomó. Una frazada le cubrió las piernas. Las mismas que un día caminaron por las calles de Londres y de París. Las que recorrieron Nueva York, Montevideo y Buenos Aires.
No era político, se consideraba un poeta revolucionario. Sus detractores lo encerraron por artista extraño o quizás por considerarlo un homosexual. Cualquiera de las dos condiciones era una molestia para los fascistas españoles. En su pueblo de Fuentevaqueros, en la provincia de Granada, creía estar seguro. Pero terminó siendo una víctima de la ingratitud humana.
Uno de los milicianos nacionalistas alcanzó una jarra con agua y la dejó en la puerta de la celda como apiadándose. Bebió el líquido elemental despacio y repasó los años en que escribió su Romancero Gitano, “Cuando yo me muera mira que te encargo…”.
La pasión sexual, la vida y la muerte resumidas en su poesía: eternos temas.
Encerrado entre paredes de piedras el poeta dejó de ser jovial y alegre. Él, un hombre libre, estaba ahogado por la opresión. Le contó al periodista sobre los juegos infantiles en las calles de Granada, las lecciones de piano y de guitarra, su intimidad con Salvador Dalí y su admiración por Mariana Pineda. Esa mujer que se convirtió en su obsesión y a la que consideraba un prototipo de coraje.
El joven Emilio escuchó del poeta su devoción por los pobres y la necesidad de que la cultura llegara al pueblo. Le contó cuando creó el teatro universitario ambulante La Barraca para recorrer España y llevar el arte a los obreros y estudiantes.
La conversación entre el poeta y Emilio sólo se sobresalta por los disparos que se escuchan en la lejanía o la risa de los milicianos que se burlan de la sexualidad del artista extraño.
Por la claraboya con barrotes de hierro del cuarto de cuatro metros de lado, la luz del sol penetra iluminando el piso, rompiendo sombras.
En la cárcel, Federico proyecta su dolor por vivir. En una de las paredes escribió la palabra “Gallo”, revista literaria editada sólo dos veces pero que revolucionaría a toda España.
El joven, le cuenta de su abuelo escapado hacia argentina. El poeta recuerda que allí conoció a Pablo Neruda y que sus obras Bodas de Sangre y La Zapatera Prodigiosa fueron aclamadas por miles de personas. Le agradó Buenos Aires. Destetó la vida en los Estados Unidos y la sociedad capitalista. Sólo entre los negros del barrio de Harlem, se sintió cómodo para redactar su prosa. Volvió a escribir desde el desamparo.
Sus conferencias en la Universidad de Columbia despertaron críticas, amores y odios. Adhirió al movimiento estético surrealismo y escribió Poeta en Nueva York, un libro considerado de protesta y de reivindicación social. Cruzó el mar para conocer Cuba donde dejó huellas con sus palabras.
En la noche del 18 de agosto de 1936, el poeta se arrodilló en la celda y rezó. Aunque renegaba del catolicismo, sus oraciones pedían por su madre, quién le enseñó a escribir y por su padre agricultor. Pidió por España, por su Granada natal mientras el sonido de las balas y los gritos traspasaban las paredes. Entendió que despertaba La Guerra Civil.
Ante la convulsión se sentía católico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y monárquico. De hecho nunca se afilió a ninguna de las facciones políticas. Le dijo al periodista que él era íntegramente español y que así debía escribirlo algún día.
En la mañana, cuando la luz del sol asomó, el poeta caminó entre fusiles por una calle larga. En el horizonte aún se veían las estrellas de la madrugada. Los verdugos cerraron los ojos y dispararon. El poeta cayó muerto. Una muerte que asume con toda serenidad, cara a cara: “Si muero, dejad el balcón abierto” al aire de la vida sin límites.
Desde la cárcel, Emilio escuchó el sonido y entendió el significado de la palabra dolor. En una de las paredes grabó: Federico García Lorca (1898-1936).
Cuando fue un hombre libre de las rejas en un país dominado, Emilio buscó un lugar dónde rendirle un homenaje. Le dijeron que el cadáver fue arrojado a un barranco. Escuchó que lo asesinaron junto a un maestro nacionalista y que ambos fueron enterrados en una fosa común. También, le contaron que el poeta estaba loco internado en una iglesia. Nunca lo halló.
Regresó a su casa caminando por la empinada calle. Al llegar su cuerpo se desplomó en la cama y escuchó el crujir de los resortes. El cansancio lo sumió en un túnel de silencio. Los gritos de un guardia civil asustado lo despertaron en la mañana. Entonces, supo que Federico estaba en todos lados y que el sueño había terminado