Trenel, el pueblo de calles anchas
El día recién asoma en el pueblo de Trenel y el aire huele a tierra mojada, a rosas y fresnos. En una casa bajita una señora coloca una silla en la vereda y sobre ella un jarro de aluminio. Sabe que en algún momento pasará como todos los días el lechero con su carro. A 50 metros, los galpones de chapas del ferrocarril lucen abandonados y sin vida. En la esquina de la estación de servicio Shell dos vecinas conversan en voz alta. Llevan en la mano sus bolsas plásticas para hacer los mandados.
Los rayos del sol alumbran la espalda de la iglesia San Antonio de Padua, y los habitantes principales de la mañana son los escolares que llegan al colegio de la calle Devoto. Lo hacen caminando o en bicicleta y con cierto aire de desgano.
Algunos chacareros recorren las calles anchas del pueblo en sus camionetas rumbo a sus campos. Muchos llevan perros en la parte de atrás de sus vehículos. Dos, tres o más.
A esa hora temprana ya hay un montón de autos mal estacionados. En el pueblo pocos conductores respetan las reglas de transito. Por la calles no sólo circulan camionetas, motos, camiones, autos y bicicletas. El pavimento también es ocupado por los habitantes que caminan por las calles y no por las veredas.
En Trenel, no hay casas altas. El antiguo edificio del Banco de Italia es ahora un teatro; donde estaba la municipalidad, hay una fachada restaurada; el viejo Prado español es un lugar que ya no está y la esquina de la Sociedad Italiana es un pub.
El pueblo tiene dos accesos, por los cuales circulan los obreros que desafían la madrugada para ir a trabajar al frigorífico y por dónde la gente camina para adelgazar. La comida abundante es parte de la cultura del pueblo, como los chacinados caseros.
La lluvia, como la bombilla y el mate, es tema obligado de conversación. Trenel, está rodeado de miles de hectáreas que en una época invadían avestruces, pumas, caballos salvajes y guanacos. Hoy conviven la soja, el ganado vacuno y un tambo lechero. Toda la actividad económica depende del clima.
Aunque en un tiempo se organizaba la Fiesta Provincial del Arbol muchos vecinos sacaron sus plantas de las veredas y colocaron arbustos.
La estación de trenes con sus vías abandonadas y andenes vacíos, es el símbolo de nacimiento del pueblo y todavía se discute el significado de su nombre. Trenel también tiene sello inglés. En el cambio manual de vías sus letras en relieve dice “Rail Way Signal Company. Liverpool. England”.
Desde el tren y sus vagones con asientos de madera descendieron cientos de inmigrantes para poblar el suelo inhóspito hace cien años. Un sólo pozo de agua con un molino, y un caserio precario de casas de adobe formaban el pueblo. Españoles e italianos piamonteses, levantaron paredes y vidas familiares, mientras por las calles de tierra rodaban con el viento los cardos rusos. Los caballos y sulkys aparcaban frente a las fondas, y las casas de ramos generales vendían desde yerba y azúcar hasta herramientas.
En el Trenel de los primeros años las luces se encendían hasta la medianoche, y las bebidas se enfriaban en el agua de los aljibes. Sólo una lamparita alumbraba las esquinas donde los chicos saltaban la rayuela dibujada en el piso de tierra, mientras los policías a caballo hacían sus rondas. Después, el silbato de la usina anunciaba que se apagaban las luces y la oscuridad regresaba a los hogares y a las calles.
Los bolseros llenaban los galpones del ferrocarril y unos pocos autos levantaban polvareda. Al ritmo de las cosechas creció el pueblo. Los avatares del clima y de la economía produjeron olas de emigración. Cuando la pobreza arrasaba los hombres se iban a los bosques de caldenes para hachar leña.
Ahora, los montes casi han desaparecido. Y las fondas también. Los ciber son el nuevo lugar de encuentro de los jóvenes; antes eran los clubes. Mientras los adolescentes ocupan las computadoras y sus miradas se sumergen en el monitor, enfrente y a la vuelta de la esquina, los que ya no son jóvenes juegan a las cartas. Por un rato será el entretenimiento antes de la siesta.
Cuando la tarde imponga su hora la plaza reunirá a jóvenes. Y cuando la noche atrape al pueblo, las luces casi naranjas del alumbrado público se encenderán en forma automática. Después, el sueño acompañará el descanso de cada habitante hasta que el sonido de un camión o algún tractor circulando por las calles anchas vuelvan a despertar al pueblo. Entonces, la señora, sabrá que es hora de sacar el jarrito para la leche.