La presencia del cabo Arnaldo Ríos todas las noches esperando a su nueva novia en la vereda del negocio de la verdulería, alteró la tranquilidad del barrio. Cuando la luz del día se desvanece, suele estacionar su bicicleta al cordón y comienza la guardia. Espera que ella entre los tres cajones de frutas y salen juntos por la ancha avenida. Yo los observo desde unos quince metros a través de mi ventana, pero también los escucho. Imposible no oír esa voz alborotada de la adolescente novia del uniformado que reclama casamiento.
Quizás, las cortinas oscuras de mi ventana puedan ser el telón imaginario de un teatro pueblerino, donde la obra a estrenar cuenta la historia de una pasión amorosa que se desató de la noche a la mañana, con escándalo incluido. Allí estarían como actores principales, el cabo y la verdulera. Claro, que también habrá actores secundarios ocupando el lugar de despechados y las comadres del pueblo desparramando versiones casi todas tan falsas como dañinas.
Para los pobladores de la cuadra es casi como vivir en un country con seguridad privada. Nunca vieron pasar la camioneta de la policía tantas veces por la misma calle. No es el único vehiculo que repite su andar por la calle frente a mi ventana. Los colectivos la eligieron para poder ingresar a la Terminal ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza. El ruido de los motores me es familiar y hasta conozco cuando llegan demorados, algo casi habitual. Tan habitual como los movimientos de la vecina de la casa de enfrente, sacando el tarro plástico blanco con la basura. Justo después de las ocho. Luego el sonido de la persiana me indica que la ventana se cerró. Ella me suele observar con detenimiento los domingos cuando por la mañana barre la vereda y yo, semi vestido, salgo a buscar el diario. Pocas palabras hemos intercambiado en los últimos meses, salvo el saludo de rigor.
Muchas veces cuando el cansancio de estar frente a la computadora se apodera de mí, miro hacia la calle para descansar la mirada en otra parte. El paisaje me es conocido. Los ciclistas, los que salen a caminar para mantener una buena salud, los autos…las camionetas.
La ventana me devuelve fotografías similares todos los días. Pero algo extraño pasó en las últimas semanas. Y nada tiene que ver con el romance entre el policía Reyes y la adolescente que, tanto preocupa al pueblo. Cuando miro en profundidad a través de los vidrios de la ventana, la calle asfaltada vuelve a ser de tierra, los cordones pintados de blanco para la fiesta del pueblo no están y la iluminación desaparece. Y por allí, con andar cansino como cargando la vida lo veo a él. Camina por el medio de la calle con un poncho en el hombro para protegerse del viento frío de agosto. Va hacia el hospital como todos los días. Y al llegar a la avenida cruzará la vía para luego entrar por el sendero rodeado de eucaliptos. Lo veo pasar siempre y aunque lo conozco no me saluda. Su casa está cerca, a la vuelta de la esquina. Somos vecinos en tiempos diferentes. Siempre espero que se de vuelta para mirarme. Espero un gesto, un breve saludo, pero no ocurre. Entonces me doy cuenta que los recuerdos del abuelo entraron de nuevo por la ventana y yo vuelvo a conversar con el silencio.