miércoles, 27 de julio de 2011

El cordel en mi cuello

A veces los dedos mayor y pulgar resbalan por ambos lados de los cristales para desparramar el líquido limpiador, en un movimiento horizontal que luego da paso a un papel absorbente que secan las últimas gotas. Otro día, es un pañuelo el que se desplaza despacio por los dos vidrios buscando más transparencia, quitando manchas y sombras grises.


La limpieza de mis lentes es una rutina que me acompaña varias veces al día, como parte de una tarea de mantenimiento. Ellos cuelgan de mi cuello desde hace cuatro años; esa tarde cansado de que las letras del diario se esfumen ante mi mirada, caminé hasta el oculista que llega al pueblo todos los martes, o casi todos.


Me atendió después de una espera entre medio de silencios, revistas viejas apiladas en una mesa bajita y personas que hablaban entre susurros, como si estuvieran en un velorio. A mi turno, el hombre, con su chaqueta blanca desabrochada, me hizo sentar y colgó un cartel con letras de distinto tamaño para probar lo que ya sabía.


En un breve trámite, el oculista -bajo, casi calvo y gordo- con más pinta de cocinero de fonda que de profesional de la oftalmología, me sentenció a vivir con los anteojos. Para escribir, leer, atender el celular o sintonizar la radio. Con una sola palabra que sonó a nombre de mujer: Presbicia, me recordó mi edad y llamó al próximo paciente.


Con la receta en la mano, llena de palabras ilegibles, en cinco días obtuve mis primeros lentes. Probé marcos y patillas. Algunos redondos, otros, más ovalados, asomaron en mi cara que se reflejaba en un espejo de tres tramos colocado encima de un mostrador. Ya sea, con marco dorado o plateado, supe que serían parte de mí para siempre. Y así sucedió.


Cada noche, cuando termino la lectura quedan encima de la mesa de luz, arriba de algún diario o un libro. Los dejo con las patillas abiertas y el cordel negro colgando, cerquita de reloj y el velador. Por la mañana se donde ubicarlos. Entre dormido los tomó y los apoyó en el mueble del baño; luego pasan a la mesa de la cocina. Es una rutina para poder hallarlos con facilidad y no olvidarlos antes de salir a trabajar.


Su ayuda aparece apenas necesito calentar el café en el microondas o para abrir el paquete de galletitas Lincoln, a través de una tirita de celofán que no encuentro. Es una recordación cotidiana de que el tiempo se consumió mi vista.


La mayor comprobación llega cuando olvido los lentes y llegando al diario comienzo a sentirme disminuido, casi inútil. Por eso guardo en un cajón de mi escritorio esos anteojos baratos, endebles, descartables, que un día compré en un polirrubro para salir del apuro y que me vendieron en un estuche ordinario.


Esos lentes que aparecen salvadores de vez en cuando, son un mal muleto de los titulares. Al finalizar el día de trabajo, durante la cena, viene mi pequeña revancha personal: me quito los lentes con ambas manos, tomándolos de las patillas casi a la altura de los cristales, los elevó por encima de mi cabeza, pliego sus patas y enrolló el cordel.


Por algún rato estarán allí, solitarios, en el mueble ubicado en el esquinero del comedor, o en el mantel que cubre la mesa rectangular. Será el rato en que mi nariz no sienta la presión de su calce.


A pesar de su simpleza - armazón metálica, solo recubierta con plástico al final de las patillas, para calzar con suavidad en las orejas- de vez en tanto necesitan un servicio de mantenimiento. Es el momento de actuar del óptico del pueblo que, sin lentes, toma un diminuto destornillador y ajusta los cuatro tornillos milimétricos que regulan la apertura. Después con las dos manos encuadra los lentes. Toda la tarea no lleva más de cinco minutos hasta que vuelven a mis ojos para ver cómo se sienten.


Los lentes solo se sumergen en la oscuridad bajo situaciones especiales. Fiestas o salidas, en que decido que solo me acompañen guardados en un bolsillo de la camisa o de alguna campera y dejen de colgar de mi cuello.


En las vacaciones, es el momento en que más me alejó de ver parte de la vida a través de cristales con aumento. Es el tiempo del descanso físico y mental. El período en que mi pensamientos se alivianan, se aleja de las noticias que me apabulla escribir todos los días y pienso en otras cosas. Pienso, por ejemplo, en el puto oculista con pinta de cocinero que me condenó una tarde de martes a que de mi cuello cuelgue un cordel con cristales para enfocar mejor mi vida.

martes, 26 de julio de 2011

Cosechadora, esa puta

La cosechadora es la médula de la maquinaria agrícola y, exhibida como aquí se exhibe, con esa histeria de juguete rabioso, con ese erotismo de lo inalcanzable, se vuelve un oscuro objeto del deseo chacarero. Y no sólo la cosechadora: el pulverizador, el compactador de suelos, la tolva de descarga, los fierros en general seducen en la Expoagro 2008 como seducen las chicas que se llevan un dedo a la boca. Y ahí va entonces el pequeño productor a masturbarse un rato frente al stand de John Deere o Massey Ferguson, a pasar un poco la mano sobre el cabezal de trigo de una 9870, y a lamentarse porque no tiene de dónde sacar 800 mil pesos para llevársela a casa.
Los cartelitos que rodean la majestuosidad pornográfica de las máquinas no hacen más que rubricar su condición lujuriosa: Banco Galicia financia, Credicoop financia, Banco Francés financia. Te están diciendo: vamos, que te ayudo a que este bebé sea tuyo. ¿Te imaginás si este bebé fuera tuyo? Tienen que ver a los chacareros derritiéndose frente a cuatro toneladas de hierro cromado. Como Mario Restónico, que tiene 20 hectáreas en Clarke, entre Rosario y Sante Fe, y 78 años en el cuerpo. Probablemente ya no se le pare y el correlato de esa impotencia es el suspiro que le dedica a una Apache de 260 mil dólares. “Lo que daría por tenerla”, dice Mario, y no hace falta que diga más.

La Expoagro 2008 está vendida por sus organizadores, los diarios Clarín y La Nación, como la más grande expo de la industria en el país. Aquí, en estas 60 hectáreas de campo abierto al costado de la ruta 9, a ocho kilómetros de Armstrong, provincia de Santa Fe, se condensa ese mundo que ha sido a veces patricio, a veces hegemónico y rabiosamente corporativo y antiindustrial y rico y lobbista y de paso un poquito negrero, y otras veces pequeño o mediano productor, superavitario como productor de alimentos, impulsor drástico de la economía nacional, exportador, desarrollador de agrotecnología, que hoy vive un momento histórico estelar y que conocemos como campo argentino.
Con ochenta mil visitantes en sus dos primeros días y récord de expositores, la Expoagro saca chapa de marca argentina hacia el mundo, y empieza a convertirse en uno de esos nombres por los que nos reconocen afuera, como Ginóbilli o el furor de la Buenos Aires gay. 
Una caminata rápida por las calles anchas va a dejar algunas cosas: en principio, la ropa embutida en tierra suficiente como para sembrar girasol en los pantalones; después, la teatralidad de algunas proezas más de kermese que de feria global, como el tipo que, sin despeinarte, te saca la gorra con los dientes de una retroexcavadora y que es anunciado como el mejor piloto de retroexcavadoras del planeta; o el tractor de John Deere que se maneja por satélite y que lleva en su cabina a un peón leyendo el diario; o el apasionante torneo de pulverizadores autopropulsadas, que son como unos aviones de alas gigantes que nunca despegan y, en cambio, aplican fungicidas o cosas así; toda esta espectacularidad boba sucede en medio de un polvorín político: lo que realmente deja una caminata rápida es el oído abrumado por las quejas de los productores, que siguen sin poder creer que el gobierno de Kirchner (el que más te guste de los dos) se quede, en concepto de retenciones, con el 35 por ciento de lo que producen.
Dice Restónico, que no se le parará pero la furia la conserva: “¡Son unos ladrones! No hay otra manera de llamarlos a estos. Nos sacan la plata para dársela a esos negros que no laburan, para que los voten ¿A usted le parece?”. Restónico expresa buena parte del campo más conservador, cuadradito. El problema no es tanto lo que dice sino que es muy fácil encontrar aquí a mucha gente que diga lo mismo y más o menos de la misma manera. El jueves estuvo Lilita Carrió, y a Restónico le cae simpático que haya venido. Del otro lado, todo el otro lado imaginable, antípoda furiosa por concepción del negocio y capacidad de producción, está la no tan nueva gran estrella de la patria agrícola: Gustavo Grobocopatel, cuyas 100 mil hectáreas sembradas lo convirtieron en el rey de la soja, apodo que detesta públicamente.
Nunca en su historia el campo había dado un famoso, ya saben, un personaje con el metraje mediático suficiente como para ser invitado de Mirtha Legrand. Gustavo, cara visible del grupo Los Grobo, es un regordete colorado de sol, vestido con ropa sin marcas visibles, con una barbita de tres días y que se ríe con facilidad. Sigue viviendo en Carlos Casares, por más que Grobo Agropecuaria haya facturado, sólo en el primer semestre de 2006, 14 millones de dólares. Sus hijos, los tres, siguen yendo a la escuela pública y para la oligarquía estanciera (la que queda) Grobo es “el judío”. Le pregunto por qué es una estrella. Me dice que no tiene la menor idea. Y obvio, me lo dice riendo.
Detrás del señor Grobocopatel va quedando la estela de periodistas con preguntas en el aire: por qué no fustiga al kirchnerismo, por qué hizo negocios con Venezuela, por qué le vendió acciones a los brasileños. La cara del señor Grobocopatel pierde distensión. Yo le pregunto si es lo que ha querido ser. El tipo se para, me mira, y me dice que no le disgusta en lo que se convirtió, pero tiene pensado dejarlo todo en unos años más.
-¿Cuántos?
-Pocos.
-¿Para hacer qué?
-Para cantar.
Porque el señor Grobocopatel canta, tiene un grupo o algo de eso. Y es así como el mayor productor de granos de la Argentina, en plena efervescencia expoagraria, dice que lo deja todo para ponerse a entonar a Yupanqui. Me faltó preguntarle si de verdad las vaquitas son ajenas.

Sobre la calle del fondo, en la frontera con el resto de pampa santafesina, cuatro chicos con trapitos naranjas le sacuden el polvo a una fila de Audis. A la izquierda del stand, una camioneta que ronda el medio millón de dólares espera comprador. Y si esa camioneta está allí, es porque alguien creyó que debe haber alguien más en esta Expoagro con medio millón  de dólares para gastarse en un auto. En general, la riqueza es un concepto, un dato estadístico y su materialidad queda en reserva de sus dueños. Pocas veces se la puede ver, como acá, tan expuesta, tan guaranguita.
Una cuenta rápida puede explicar, si bien no toda, una parte de esa riqueza que anda en la Expoagro dando vueltas. Veamos: una tonelada de soja vale 1100 pesos. Una hectárea rinde cuatro toneladas, que es lo mismo que decir que una hectárea rinde 4400 pesos. Un campo chico tiene 100 hectáreas, lo que equivale a 440 mil pesos. Y con el tratamiento adecuado, el suelo resiste dos campañas al año. Ahí ya estamos en los 880 mil pesos. En resumen: un pequeño productor (bien pequeño) levanta casi un millón de pesos al año. Después llegará, una vez más, la ferocidad de la discusión y, una vez más, la palabra retenciones, que tiene y retiene a todo el mundo crispado. Eso es otra cuestión. Mientras, los Audi siguen ahí, hasta que ya no estén más, porque alguien sembró, cosechó, cobró y fue y se lo compró.

Ahí está hablando Juan José Becerra, presentando su libro La vaca, viaje a la pampa carnívora, en la sala de conferencias. Becerra no será el presidente de la Cámara de Sembradores de Formosa, por decir uno de los tantos señores con cuentaganado y cinturón de cuero crudo que se suben a decir lo mal que les va, lo bien que les va, pero tiene bastante más cosas interesantes para decir de la vaca argentina que la mayoría de los empresarios de la carne. Becerra habla para, los cuento a dedo, siete personas. Y se la banca.

Afuera, todo es banderitas. Es un imperativo estético. Porque podrían haber sido pancartas, o carteles, pero no: las marcas ponen sus banderitas. Al final de la tarde, con el sol metiéndose, las banderitas pierden nitidez, desaparece lo que anuncian quedan sólo sus siluetas en movimiento. De lejos se ve como los ejércitos de una película de Kurosawa pero avanzando sobre la ruta 9 interprovincial.

En el corazón de la industria agrícola ganadera, alguien que responde a alguien que responde a alguien que responde a Steve Jobs puso un Mac Station, y los ganaderos se acercan a escudriñar iPods. El hombre de campo, el hombre rico de campo, como Grobocopatel o como cualquier otro, no está cruzado por la cultura del consumo de lujo, digo, en general, habrá excepciones. El destino de esa riqueza, cuando no es la generación de más riqueza, se va en poderosas camionetas todoterreno y no mucho más. Sus mujeres deben ser igual, de lo contrario aquí estaría Louis Vuitton, y ya ven que no. Pero están los iPods, y tal vez el hombre de campo, el rico hombre de campo, empiece acostumbrarse a gastarla en algo más.

Christian Bjerg no tiene gorro cowboy de mimbre. Aquí, es top llevar uno. Algunas marcas lo regalan mediante sonrientes promotoras con calzas, pero más bien poco. A la sala de prensa llega gente preguntando si se puede conseguir allí el bendito gorro, y se van decepcionados. Bjerg no lo usa y podría, porque trabaja aquí, en la Expo. Trabajó también en la Expo del año pasado y tiene planes para hacerlo en la del año siguiente. Siempre sin gorro, claro. Bjerg es vendedor de Vassalli, una marca nacional de maquinaria agrícola que pinta sus cosechadores de un rojo furioso. El stand de Vassalli está lleno de grandes banderas rojas al viento, y se parece menos a un punto de venta agroindustrial que a una sede de la Internacional socialista. Le pregunto a Bjerg si vendieron algún fierro. Me dice que ninguno. Le pregunto por qué. Me dice que ya estaba todo vendido desde antes de que empezara la feria. Le pregunto si hubieran vendido algo de haber tenido stock. Me dice que a patadas, que si no venden más máquinas es porque no llegan con la producción. Cerca de nosotros hay una cosechadora DR170. Su precio de lista es de 751 mil pesos. Le pregunto cuántas vendieron el año pasado. Me dice sin mosquearse: “Unas cien”.
Bjerg está acá pero quisiera no estar acá. Y entonces entiendo porqué, pudiendo, no lleva el gorrito que todos llevan. La Expo le hincha soberanamente las pelotas. Pero mejor que lo diga él: “Te juro, esta Expo me hincha soberanamente las pelotas”.
-¿Qué vuelve insoportable a la fiesta de la maquinaria agrícola para un vendedor de maquinaria agrícola?
-Es puro caretaje, puro marketing. Sirve para estar, para que se vea tu marca, para que vengan los gringos que se gastaron 250 mil dólares en un bicho de estos y vos le regales una gorrita de seis pesos. No sabés lo contentos que se van con la gorrita.

Cuando salgo, paso junto al nuevo modelo de Vassalli: la AX 7500, de las cuales hay sólo dos en el país, y otras seis están en construcción. En la cabina, pegada con letras plásticas, se lee: adquirido por Diego y Rodrigo Gullielmi. Hay otras más con el apellido de su comprador puesto a toda pompa en el frente reluciente de la máquina. Como si fuera necesario saber quién. Como si imprescindible saber el nombre del que se lleva las chicas a casa. (Alejandro Seselosvky)


domingo, 1 de mayo de 2011

El día que Ernesto Guevara se despidió de su primer amor

Ernesto Guevara descendía la escalera marmolada de la mansión dominada por voces, risas y la música de la fiesta de casamiento. Se detuvo por un instante en el rellano de un escalón, alzó la vista y cruzó una mirada con los ojos verdes de María del Carmen Ferreyra; una adolescente linda hasta doler en todo el cuerpo. En un instante, los dos quedaron fulminados por un amor inmediato, al que el joven Guevara le dedicó cartas, poemas y ofrecimientos de matrimonio, hasta convertirse en un tackle para su vida.
La historia entre la muchachita aristócrata y el plebeyo comenzó en octubre de 1950. Esa noche el lujoso chalé de la familia González Aguilar, ubicado en el Cerro de las Rosas, lucía sus mejores galas y alteraba al paquete barrio cordobés. Los invitados descendían de sus vehículos y taxis luego de participar de la formal ceremonia religiosa. Las campanadas de la felicidad aún retumbaban cuando los adelantados ya tomaban aperitivos al aire libre.
Como lo exigía la costumbre, las mujeres llevaban vestidos largos con aderezos de alhajas. La mayoría de los hombres mostraban sus dominantes trajes oscuros, con un pañuelo, cuyas puntas asomaban en el bolsillo delantero. Un conserje de gesto adusto recibía la tarjeta de invitación para después indicar el camino hacia los salones de la mansión. Cada varón y cada mujer habían elegido el atuendo para una boda, que había sido la comidilla de la clase alta cordobesa.
En medio de peinados de peluquería y corbatas al tono solo una persona no vestía de gala. Ni tampoco mostró su tarjeta de invitación. Ernesto Guevara cruzó el pórtico de acceso junto a Pepe, el hermano de la flamante esposa e íntimo amigo de María del Carmen Ferreyra. Guevara llevaba puesto una camisa celeste de fibra poliamida, unos pantalones arrugados y unas zapatillas blancas. No tenía medias ni saco. Tampoco llevaba corbata, a las que prefería usar de cinturón antes que anudárselas al cuello.
Aquella noche ese joven musculoso, de pelo corto y flequillo al viento, había entrado en la fiesta con el mismo desparpajo con que años después entraría en la historia. Tenía veintidós años y aunque se llamaba Ernesto Guevara, por entonces le decían Fuser. Era una abreviatura de “Furibundo Serna,” que describía el carácter volcánico y los momentos de estallido. Un apodo nacido entre partido y partido de rugby.
María del Carmen Ferreyra era Chichina para sus íntimos. Tenía dieciséis años y era la niña mimada del empresario Horacio Ferreyra, su padre y de su hermano, al que todos llamaban Cuco. Los Ferreyra eran un imperio económico, dueños de una de las fortunas más grandes de Córdoba. Poseían la cantera de piedra caliza “Malagueño” y un complejo fabril, de los pocos en esos tiempos.
“Malagueño tenía una extensión de dos mil hectáreas, y la estancia comprendía canchas de polo, caballos árabes y un pueblo feudal de obreros de la cantera. Todos los domingos la familia concurría a misa a la iglesia del pueblo y ocupaba una capilla propia a la derecha del altar con una entrada particular y una baranda donde los Ferreyra, comulgaban lejos de la masa trabajadora”, recuerda Dolores Moyano, prima de Chichina.
Chichina era una joven “extraordinariamente encantadora y hermosa”, que para consternación de sus padres se había enamorado de un hombre que detestaba todo lo que representaba la clase social de los Ferreyra. La muchacha tenía el pelo oscuro, tez blanca y labios  gruesos. Las fotos de la época muestran a una Chichina con el cabello más bien rebelde y un mechón a la derecha de la cara, que le tapa a medias los ojos inmensos.
La joven era un sol que tenía enamorada a los chicos que la rodeaban y que pertenecían a su similar condición social. Ninguno había ganado su corazón hasta aquella mirada que la atravesó como un rayo y la conmovió. Fue una atracción desde lo opuesto."Ernesto venía de otro gallinero y conquistó a la princesa de la cual todos estábamos prendados", recordaba Jorge Beltrán, amigo de la familia.
"Me fascinó su físico obstinado y su carácter antisolemne", contaba Chichina en octubre de 1967 a la revista Primera Plana. Aquel mes, Ernesto Guevara fue ejecutado por la CIA en Bolivia y todos los llamaban el Che. "Su desparpajo en la vestimenta nos daba risa y, al mismo tiempo, un poco de vergüenza. No se sacaba de encima una camisa de nailon transparente que ya estaba tirando a gris, del uso. Se compraba los zapatos en los remates, de modo que sus pies nunca parecían iguales. Eramos tan sofisticados que Ernesto nos parecía un oprobio", agregaba Chichina.
Ernesto Guevara había cultivado una amistad con los González Aguilar durante sus años en Córdoba. Y también se vinculó con Tomás y Alejandro Granados. Con este último compartiría su primer viaje por Sudamérica en una motocicleta. Cuando Carmen González Aguilar decidió casarse, él fue el primero en ser invitado, y viajó hasta Córdoba por tres días para asistir a la fiesta. Ernesto y Chichina se encontraron aquella noche del casamiento en la escalera y compartieron una conversación sobre libros y arte, hasta la madrugada.
El acercamiento entre Chichina y Ernesto Guevara alteraron a la tradicional familia cordobesa. La fascinación mutua se tradujo en renglones de hojas de cuadernos y cartas que los dos no dejaban de escribir. Sin embargo fue recién en la Semana Santa de 1951 cuando la atracción y el amor se tradujeron en romance. Fue la formalización de la relación y un beso fugaz, según confesaba la propia Chichina, en el año 2001 en una entrevista realizada en el Hotel Windsor.
Los ojos verdes de la jovencita habían encandilado a Ernesto Guevara. “Su paradójica luz me anuncian el peligro de adormecerme en ellos”, escribió el Fuser. La relación entre ellos se alimentó a la distancia y enredada por las propias limitaciones de historias disimiles. Ernesto Guevara vivía en Buenos Aires donde estudiaba medicina y realizaba viajes como enfermero en buques de la marina mercante. Chichina acudía a un colegio de monjas y no dejaba de asistir a misa.
Durante los primeros tiempos el noviazgo esquivó dificultades y los recelos de la familia Ferreyra. Ernesto viajaba a Córdoba cuando podía y se hospedaba en lo de los González Aguilar o en la casa de su amigo Alberto Granado. Visitaba a Chichina en su casa de Cerro de las Rosas, y los fines de semana se mudaban con sus amigos a Malagueño, la estancia que los Ferreyra tenían en las sierras, a mitad de camino hacia Villa Carlos Paz.
Eran tiempos de cabalgatas, asados y un poco de fútbol, y la ocasión de absorber el aire puro que su asma requería a bocanadas. En las sobremesas o al momento del sopor de la siesta, los amigos se juntaban para hablar de literatura, de cuestiones políticas o de filosofía, y escuchaban absortos las anécdotas que Ernesto contaba de sus viajes en el mar. A veces participaba de aquellas reuniones Ferreyra padre, y entonces nadie, excepto Fuser, decía exactamente lo que pensaba. En una de aquellas estancias Ernesto Guevara propuso casamiento a Chichina y una luna de miel viajando por América en una casa rodante. Casi una vida de caracol.
Esa idea de una vida de a dos y llena de vacíos sacudió a los Ferreyra. La familia de la novia no comprendía el enamoramiento de la princesa que todo lo tenía y que había sido criada con la asistencia de mucamas inglesas. El abismo entre el Guevara enamorado y la adolescente refinada era fomentado por un entorno que no soportaba al muchachito desaliñado y provocador. La indiferencia y los gestos de desaprobación crecieron en aquel 1951. A pesar de ello, Guevara participaba de las mesas familiares en Malagueño, donde aún se recuerdan los entredichos y algunas burlas. Pero, el Fuser no pareció sentir las nauseas se sentirse inferior.
El clímax de esas disputas llegó una noche en la estancia, después de cenar, cuando el joven Guevara criticó con ferocidad al primer ministro británico Winston Churchill y su política conservadora. La charla había empezado con la socialización de la medicina y las elecciones en Inglaterra. Pero terminó con un portazo del dueño de casa. Testigos de esa reunión cuentan que Horacio Ferreyra se indignó y dijo: "Esto ya no lo puedo aguantar". El empresario hasta se cuidaba de no llamar a Guevara por su nombre y por su apellido. Era simplemente el “sujeto”.
Guevara, aunque apasionado en la defensa de sus ideas, mantenía una timidez extrema para manifestar el amor. Viajes en barco, estadías en Buenos Aires y Córdoba fueron parte de los últimos meses del 51. Su madre, Celia de la Serna, contó años después: "Cada vez que llegaba al puerto me llamaba por teléfono para ver si había recibido cartas de Chichina, y me pedía que fuera corriendo a llevárselas".
Una danza guerrera bailó Fuser cuando su amigo Alberto Granados le propuso ser la compañía de un viaje en motocicleta por América. El trayecto fue diseñado entre ambos en la casa paterna de Granados y bajo una parra, que los protegía de la luz del sol. Los preparativos se resolvieron en pocas semanas. Salieron a bordo de una moto Norton 500 apodada La Poderosa II, desde Córdoba un 29 de diciembre de 1951. Al mismo tiempo, los Ferreyra iniciaban sus vacaciones de dos meses en la ciudad balnearia de Miramar.
Después de pasar Año Nuevo en Buenos Aires, en casa de la familia Guevara, los dos aventureros partieron hacia el mar. El 4 de enero cruzaron por el Parque Palermo y luego se detuvieron a comprar un cachorro de perro ovejero alemán, “por 70 mangos”, que Ernesto Guevara le puso como nombre “Come Back” (regresaré) para regalárselo a Chichina. El Día de Reyes Granados y Fuser se alojaron en la casa de un tío de los Guevara en Villa Gesell. Allí se aprovisionaron de legumbres y otros alimentos. En algunas horas cubrieron el trayecto hacia Miramar, una ciudad que los Guevara conocían de veranos anteriores. Surcaron la costanera hasta llegar al lujoso chalé de dos plantas frente a la playa, que los Ferreyra habían alquilado.
Aquel verano del 52 se resumió en ocho días. Paseos por la rambla de hormigón y tardes de playa compartidos entre Fuser y Chichina. A pesar de la hostilidad familiar los jóvenes novios surcaron amaneceres felices al arrullo del mar y la música de un piano. La estadía en Miramar debía durar dos días pero se había extendido más allá de la cuenta. La despedida íntima fue en el vivero, desde donde se escuchaba el choque de las olas contra las rocas. Entre altos pinos y médanos, Chichina y Fuser se hundieron en los asientos traseros del auto de los Ferreyra. “El enorme vientre del Buick”, como Ernesto Guevara lo definió en sus cuadernos de viaje.
El destello de felicidad de verano finalizó en una despedida con rastros de lástimas en Chichina. La descangallada motocicleta, que había sufrido cuatro caídas, fue reparada por un mecánico y bicicletero; lista para seguir hacia el sur. El dolor del joven Guevara quedó estampado en el poema del venezolano Miguel Otero Silva, cuyas estrofas toma prestadas para dedicárselas en el comienzo del diario de su viaje:

"Yo escuchaba chapotear en el barco /los pies descalzos /y presentía los rostros
anochecidos de hambre. Mi corazón fue un péndulo entre ella y la calle. Yo no sé con
qué fuerza me libré de sus ojos /me zafé de sus brazos. Ella quedó nublando de
lágrimas su angustia /detrás de la lluvia y el cristal. Pero incapaz de gritarme:
¡Espérame, yo me marcho contigo!"
Una carta recibida en la fría Bariloche cerró el romance. Letras de una despedida obligada. Quizás por un relámpago de madurez que surcó a la adolescente o por las propias ordenes impuestas desde la familia. Guevara regresó de su viaje por Sudamérica meses después, pero Chichina ya no lo esperaba. La vida le había tacleado a su primer amor.

jueves, 21 de abril de 2011

El pasado, por Luis Gruss

La memoria tiene una enorme fuerza de gravedad. Atrae tanto como una mujer desnuda y en lo oscuro. Es inútil tratar de ignorarla. Se la puede negar por un tiempo. Incluso por un tiempo extenso. Pero a la larga la memoria termina ganando la carrera. Y nos chupa hacia adentro como un remolino. Y nos dejamos hundir porque hemos escuchado consejos al respecto. Resistir el remolino significa hundirse y ahogarse. Si en cambio nos dejamos llevar seremos disparados hacia arriba, es decir, nos salvaremos. La memoria salva.

Ardor en el pecho

Entonces en la penumbra de la habitación se despertó sobresaltado. A tientas buscó la perilla del velador, que logró encender. El ardor en el pecho le crecía y sentía su respiración agitada. Miró hacia la ventana y observó que las ramas se sacudían. Se frotó las manos. No tuvo ganas de levantarse. Otra vez, como cada mes el ardor le regresaba. Era la señal inequívoca que el amor por ella no había muerto.

viernes, 1 de abril de 2011

El hechizo

Me habló de un sueño y el mar. De un tío que siempre recordaba. Dijo algo de una cajita de alfajores y la necesidad de respirar aire urbano. Ella ya era otra, la noche de aquel día, de palabras lanzadas con la velocidad del telégrafo. Dejó un sobre con sus escritos dedicados a las flores y el amor. Entre los papeles, una foto de su cara con un sonrisa picara y un sombrero.  “Es para cuando te ataque la nostalgia de mí”, dijo desde la puerta y lanzó un beso. Su hechizo estaba en marcha.  

martes, 15 de febrero de 2011

Una calle sin nombre

Una madrugada descendí de un colectivo cargando un gastado bolso. Recuerdo la fría noche y la calle sin nombre por la que caminé hasta el hospedaje. Tuve que golpear varias veces hasta que el joven sereno despertó. Con una voz ronca me pidió los datos para anotarme en el desprolijo libro de ingresos de pasajeros.

-Es viajante, verdad - dijo con seguridad.
-No, periodista - le respondí.

Levantó la vista y pude ver su cara marcada por la tela de la almohada y una mueca de sorpresa.

-Aquí sólo vienen viajantes-  dijo mientras se desperezaba.

Después me entregó la llave de la habitación. En el diminuto cuarto revestido en machimbre acomodé mis pertenencias y busqué el calor de las frazadas. Cansado por más de 10 horas de viaje por la chatura de la llanura pampeana, sólo quería dormir. Sentía la necesidad de anclar mi vida. Me pesaban años de turbulencia personal.
   En la penumbra y el silencio profundo recordé que era la segunda vez que pisaba el pueblo. La primera fue muchos años antes, cuando aún funcionaba el tren y las cantinas servían sopa de verduras.
   No sé cuanto dormí. Pero cuando desperté el hospedaje estaba sin empleados. Un cartel escrito en un cuaderno decía que el café y las tostadas estaban en la cocina. Me serví una taza, mordí el pan y volví a caminar por la calle sin nombre.
   En la Terminal de Ómnibus, frente a la plaza, no demoraron muchos segundos para saber que no era del pueblo. Compartí una breve charla y me dieron las indicaciones que buscaba.
   Caminé despacio y descubrí que el aire estaba claro y el cielo muy celeste. El viento suave y frío me acompañó hasta uno de los accesos. En mi andar crucé pocos autos, muchos camiones, algunos ciclistas, casi ningún peatón. Todos percibieron que era foráneo.
   Al llegar a la ancha calle de tierra supe que allí debía doblar. Una cortina de álamos cubría el lugar. Mis pies quedaban marcados sobre el piso algo arenoso y el silencio era alterado por el aleteo de algún pájaro.
 
 Al llegar, empujé despacio la puerta de hierro y entre tumbas antiguas busqué la de mi abuelo. Sobre una lápida gris leí las dos placas. Una de 1956, el año de su muerte. Otra de 1970 dedicada por sus nietos. Recordé que fue ese el año en que recorrí el pueblo por primera vez junto a mis hermanos y padres. Delante del monumento le confesé en silencio mis temores y mis inseguridades. Sentía el alma perdida.
“Dame una señal”, le murmuré. O le rogué. Y me alejé de la piedra gris y del frasco de vidrio colocado como florero.
   Después retorné muy despacio y noté que la luz del sol de la mañana se colaba entre las ramas de los álamos dibujando sombras. Las piernas me dolían.
La tranquilidad del lugar aplacó mis pensamientos y el aire refrescó mi cara. Por la calle sin nombre busqué el hospedaje, tomé mis cosas y me marché hacia la Terminal.  
Después de dos horas de espera,  informaron que el colectivo no pasaría. Un desperfecto lo dejó al costado del camino. La noticia no me alteró. Pensé que quizás fuera una señal. En esa paz del pueblo sentí que la vida estaba en otra parte, tal vez aquí, y que debía darle una oportunidad.

La Pelota, un texto de Felisberto Hernández

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita –pronto para correr- yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi como ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa: pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma; me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquél era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo.) En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces.  Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quiso mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda.
   Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.