jueves, 27 de noviembre de 2008

La mujer del Tren


Un cuento mío...


Gina despertó ojerosa y con los labios secos. El pelo lacio caía sobre la almohada y el olor a sexo inundaba el cuarto del hotel. Acostada cerca del borde de la cama escuchó el agua de la ducha y la voz del desconocido. Se levantó lentamente y mientras se vestía encendió un cigarrillo; luego sorbió el resto de champaña que quedaba en la copa, tomó el dinero y se marchó.
De niña había soñado abandonar el pueblo y conocer la ciudad. A las amigas le repetía que sería bailarina y por eso estudiaba danza. Después de terminar la escuela pública, se hospedó en la casa de su tía, Telma, que acababa de cumplir 34 años y vivía en un coqueto barrio de París. Allí, en una habitación pequeña, acomodó las pocas pertenencias, mientras por la ventana asomaban edificios con fachadas que nunca había visto.
Su tía trabajaba como profesora de historia en un colegio privado del barrio de Faubourg Saint Germain y se ausentaba temprano de lunes a viernes. Tres veces por semana la visitaba el novio. Gina comenzó a buscar trabajo y ordenar la casa en forma cotidiana. Los hombres parisinos seducían sus noches solitarias despertando fantasías. Con 17 años, el cuerpo de Gina urgía. Una torpe experiencia la inició en el sexo. Desde chica estuvo enamorada del hijo del gerente del Banco. Crecieron juntos. La plaza del pueblo se convirtió en el lugar del encuentro la tardecita de los domingos.
Allí, en un banco de mármol blanco, Gina recibió el primer beso. Sintió los labios contra otros labios y la lengua húmeda jugando en la boca de su novio adolescente.
Una noche, después del cumpleaños de una amiga, los jóvenes se encontraron detrás de la escuela. Allí, Gina, sintió el cuerpo semidesnudo y el de su novio. Los muslos calientes se abrieron para dejar la virginidad. Los dos jadearon contra el suelo del aula y sintieron el aroma de los fresnos que rodeaba el antiguo edificio escolar.
Gina recordó esa mañana de agosto a su novio pueblerino y otros hombres que la hicieron temblar de placer. Caminó descalza hasta la cocina en busca de un yogurt y encontró un mensaje colocado en la puerta de la heladera: “Te espero a las 12 en café Café de Flore, frente a la iglesia. Telma”.
Ese mediodía, Gina escuchó de la boca de su tía la vida oculta que llevaba. Le contó que junto a su pareja regenteaba una agencia de prostitución para atender ejecutivos y políticos. Sin vueltas le ofreció ser parte del staff.
Una tarde regresó al pueblo. Sacó un boleto, desplegó el cuerpo de hembra sobre el asiento de cuero y repasó su vida. Llevaba puesto un vestido corto y tenía los labios pintados. Las piernas largas lucían medias transparente y ligas. Cuando el guarda le pidió el pasaje pensó que era una modelo entristecida de amor.
Al bajar del tren, Gina caminó por las calles arenadas con los zapatos altos que se clavaban en el suelo. A dos cuadras de la casa paterna, un joven muchacho que manejaba un auto con vidrios polarizados detuvo la marcha al reconocerla. El conductor bajó la ventanilla y le echó una mirada a la joven de andar provocativo.

“Gina, pareces una ramera”, dijo

“Se dice, puta”, respondió y siguió su andar.

G.M.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El acordeonista y la mucama


Un cuento mío, sobre la foto del maestro Robert Doisneau



Se levantó y buscó con la mano derecha el vaso de agua colocado en la mesa de luz. Tenía sed. Su cara alargada mostraba las ojeras de una mala noche. Los gemidos de Natasha no lo habían dejado dormir. Se juramentó que esa sería la última noche.
Caminó hasta el baño ayudado por el bastón y en las tinieblas se enjuagó la boca. Después inclinó el cuerpo flaco y se echó agua sobre la cabeza. En sus oídos aún estaban presentes los gritos del placer y se preguntó en qué momento la empezó a perder.
Cruzó con torpeza hasta el comedor de paredes descascaradas y tomó el acordeón. Los dedos largos comenzaron hacer sonar la melodía que despertó a la mujer.
Ella se despabiló y pidió a gritos que la dejen dormir. Michel presionaba con mayor fuerza cada botón del acordeón. Natasha, saltó de la cama y corrió hasta él.

-Eres un maldito, ni el día de mi descanso me dejas en paz- gritó enfurecida

-Sos la mucama más puta de Francia- le respondió con ironía, mientras olía el aroma de su piel. Sabía que estaba frente a él, desnuda.

Ella fue hasta la cocina y preparó el té. Después buscó las galletitas saladas y las colocó en un plato hondo. Tomó una bandeja y le acercó el desayuno.

-Eres el hombre más desagradecido del mundo- dijo ella, mientras sentía en la planta de los pies el frío de las baldosas. Él sonrió con sorna, bebió el té y partió hacia la plaza del pueblo.
Caminó despacio junto a las paredes hasta llegar a la esquina frente a la parroquia y se acomodó sobre el estuche del instrumento. Entre las rodillas apretujó una cajita metálica con tapa, donde los transeúntes soltaban las monedas. Colocó el bastón blanco sobre las piernas y los dedos comenzaron a presionar los botones del acordeón.
Las melodías fluyeron suaves, en la mañana clara. Su voz seca arrancó canciones en francés, que solo algunos se pararon a escuchar. Cuando el badajo de la campana de la iglesia golpeó once veces, cargó los bártulos y emprendió el regreso. Hizo un alto en la fonda y, entre gritos, pidió un trago. Con dificultad encontró una silla, después de tropezar con dos clientes. Maldijo la ceguera.
Sólo, entre la muchedumbre de varones, recordó la redondez de los pechos de Natasha, cuando ella lo despertó en el sexo. Fue una tarde, cuando su madre viajó por tres días a la campiña y él se dejó llevar por el desparpajo de la mucama que lo cabalgó hasta alcanzar un único gemido. Después rieron y él cantó para ella.
“Mis ojos conocían su mirada”, murmuró y pidió por otra copa que se empinó rápido. Dejó tres monedas en la mesa, tomó el acordeón y con la ayuda del bastón buscó la salida.
Me siento triste, pensó. Caminó tres cuadras. Los pasos eran cortos y aletargados. Llegó hasta la esquina de la casa y esperó el sonido del silbato del policía de tránsito para cruzar. Lo escuchó dos veces y avanzó. El golpe del auto impacto en el cuerpo y lo arrojó con violencia al asfalto. Una mujer adulta lo ayudó y colocó un buzo debajo de la cabeza ensangrentada.
Michel, abrió despacio los parpados y creyó reconocer la piel de ella. La encontró igual que la tarde en que se amaron por primera vez. Levantó una de las manos y buscó tocar la cara. Después sintió la garganta seca y pidió agua. “Acá no tenemos”, le dijo la mujer. Entonces, él, recordó su promesa de que sería la última noche.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Los tres bares y ella

Oír esa canción me desplomó sobre el sillón; cuando inserté el CD en el equipo fue por curiosidad. En la portada decía: “música varios”. No recordaba su contenido ni quién lo grabó.
La segunda pista tenía ese tema de Génesis que me llenó de nostalgia. Miré la ventana y detrás de las cortinas ví sacudirse las ramas de los árboles. El viento las zamarreaba y la música sacudía mi vida. Volví a recordarla.
Me sentí lejos y la sentí lejos como la tarde en que nos despedimos en un bar de Buenos Aires. Ese día sus ojos claros lo dijeron todo. No hizo falta leer la carta que dejó sobre la mesa.
Unos años antes, en otro bar frente a una playa, comenzamos a enamorarnos. Caminar en la arena cuando el día de verano amanecía era nuestro paseo preferido mientras el murmullo de las olas rompía el silencio.
“Sólo te besaré en Buenos Aires”, me dijo desafiante antes que sus vacaciones terminaran. Unas semanas después no resistí. Y en un bar de la calle Río de Janeiro, con mesas antiguas de madera, el amor remató la noche. Después caminamos por veredas angostas y en el medio de una avenida desierta grité que la amaba, mientras el olor del subterráneo invadía la ciudad.
Cuando el viento sacude con rabia las ramas siento miedo. Es que su mirada clara me sigue persiguiendo. Y si escuchó esa canción de Génesis todo se vuelve más confuso y difícil.