Un cuento mío...
Gina despertó ojerosa y con los labios secos. El pelo lacio caía sobre la almohada y el olor a sexo inundaba el cuarto del hotel. Acostada cerca del borde de la cama escuchó el agua de la ducha y la voz del desconocido. Se levantó lentamente y mientras se vestía encendió un cigarrillo; luego sorbió el resto de champaña que quedaba en la copa, tomó el dinero y se marchó.
De niña había soñado abandonar el pueblo y conocer la ciudad. A las amigas le repetía que sería bailarina y por eso estudiaba danza. Después de terminar la escuela pública, se hospedó en la casa de su tía, Telma, que acababa de cumplir 34 años y vivía en un coqueto barrio de París. Allí, en una habitación pequeña, acomodó las pocas pertenencias, mientras por la ventana asomaban edificios con fachadas que nunca había visto.
Su tía trabajaba como profesora de historia en un colegio privado del barrio de Faubourg Saint Germain y se ausentaba temprano de lunes a viernes. Tres veces por semana la visitaba el novio. Gina comenzó a buscar trabajo y ordenar la casa en forma cotidiana. Los hombres parisinos seducían sus noches solitarias despertando fantasías. Con 17 años, el cuerpo de Gina urgía. Una torpe experiencia la inició en el sexo. Desde chica estuvo enamorada del hijo del gerente del Banco. Crecieron juntos. La plaza del pueblo se convirtió en el lugar del encuentro la tardecita de los domingos.
Allí, en un banco de mármol blanco, Gina recibió el primer beso. Sintió los labios contra otros labios y la lengua húmeda jugando en la boca de su novio adolescente.
Una noche, después del cumpleaños de una amiga, los jóvenes se encontraron detrás de la escuela. Allí, Gina, sintió el cuerpo semidesnudo y el de su novio. Los muslos calientes se abrieron para dejar la virginidad. Los dos jadearon contra el suelo del aula y sintieron el aroma de los fresnos que rodeaba el antiguo edificio escolar.
Gina recordó esa mañana de agosto a su novio pueblerino y otros hombres que la hicieron temblar de placer. Caminó descalza hasta la cocina en busca de un yogurt y encontró un mensaje colocado en la puerta de la heladera: “Te espero a las 12 en café Café de Flore, frente a la iglesia. Telma”.
Ese mediodía, Gina escuchó de la boca de su tía la vida oculta que llevaba. Le contó que junto a su pareja regenteaba una agencia de prostitución para atender ejecutivos y políticos. Sin vueltas le ofreció ser parte del staff.
Una tarde regresó al pueblo. Sacó un boleto, desplegó el cuerpo de hembra sobre el asiento de cuero y repasó su vida. Llevaba puesto un vestido corto y tenía los labios pintados. Las piernas largas lucían medias transparente y ligas. Cuando el guarda le pidió el pasaje pensó que era una modelo entristecida de amor.
Al bajar del tren, Gina caminó por las calles arenadas con los zapatos altos que se clavaban en el suelo. A dos cuadras de la casa paterna, un joven muchacho que manejaba un auto con vidrios polarizados detuvo la marcha al reconocerla. El conductor bajó la ventanilla y le echó una mirada a la joven de andar provocativo.
“Gina, pareces una ramera”, dijo
“Se dice, puta”, respondió y siguió su andar.
G.M.
De niña había soñado abandonar el pueblo y conocer la ciudad. A las amigas le repetía que sería bailarina y por eso estudiaba danza. Después de terminar la escuela pública, se hospedó en la casa de su tía, Telma, que acababa de cumplir 34 años y vivía en un coqueto barrio de París. Allí, en una habitación pequeña, acomodó las pocas pertenencias, mientras por la ventana asomaban edificios con fachadas que nunca había visto.
Su tía trabajaba como profesora de historia en un colegio privado del barrio de Faubourg Saint Germain y se ausentaba temprano de lunes a viernes. Tres veces por semana la visitaba el novio. Gina comenzó a buscar trabajo y ordenar la casa en forma cotidiana. Los hombres parisinos seducían sus noches solitarias despertando fantasías. Con 17 años, el cuerpo de Gina urgía. Una torpe experiencia la inició en el sexo. Desde chica estuvo enamorada del hijo del gerente del Banco. Crecieron juntos. La plaza del pueblo se convirtió en el lugar del encuentro la tardecita de los domingos.
Allí, en un banco de mármol blanco, Gina recibió el primer beso. Sintió los labios contra otros labios y la lengua húmeda jugando en la boca de su novio adolescente.
Una noche, después del cumpleaños de una amiga, los jóvenes se encontraron detrás de la escuela. Allí, Gina, sintió el cuerpo semidesnudo y el de su novio. Los muslos calientes se abrieron para dejar la virginidad. Los dos jadearon contra el suelo del aula y sintieron el aroma de los fresnos que rodeaba el antiguo edificio escolar.
Gina recordó esa mañana de agosto a su novio pueblerino y otros hombres que la hicieron temblar de placer. Caminó descalza hasta la cocina en busca de un yogurt y encontró un mensaje colocado en la puerta de la heladera: “Te espero a las 12 en café Café de Flore, frente a la iglesia. Telma”.
Ese mediodía, Gina escuchó de la boca de su tía la vida oculta que llevaba. Le contó que junto a su pareja regenteaba una agencia de prostitución para atender ejecutivos y políticos. Sin vueltas le ofreció ser parte del staff.
Una tarde regresó al pueblo. Sacó un boleto, desplegó el cuerpo de hembra sobre el asiento de cuero y repasó su vida. Llevaba puesto un vestido corto y tenía los labios pintados. Las piernas largas lucían medias transparente y ligas. Cuando el guarda le pidió el pasaje pensó que era una modelo entristecida de amor.
Al bajar del tren, Gina caminó por las calles arenadas con los zapatos altos que se clavaban en el suelo. A dos cuadras de la casa paterna, un joven muchacho que manejaba un auto con vidrios polarizados detuvo la marcha al reconocerla. El conductor bajó la ventanilla y le echó una mirada a la joven de andar provocativo.
“Gina, pareces una ramera”, dijo
“Se dice, puta”, respondió y siguió su andar.
G.M.