Dominga tiene 98 años y parece conocer todas las leyes de la vejez. Esta mujer de pelo corto y ojos de porcelana susurra cada palabra al repasar una vida donde el dolor familiar la emboscó cuatro veces. Recuerda que nació el 31 de marzo de 1912, el mismo día que el Titanic realizaba su viaje de prueba, para preparar la pomposa travesía hacia la América. En otra América, la pequeña localidad bonaerense que limita con La Pampa nació Dominga. Allí se casó muy joven cuando un destello de amor le atravesó el corazón. Tres hijos nacieron del matrimonio, pero un mal trueno la sacudió a los 27 años, cuando le comunicaron la muerte de su esposo. Viuda, joven y con niños de 10, 9 y 6 años debió sortear la bruma del sufrimiento.
Alzó sus chicos y partieron hacia La Plata, en busca de otros aires. “Yo quería que estudien o aprendan un oficio, para formarse en la vida”, dice Dominga, una de las 43 personas – 19 mujeres y 24 varones- que están en el Hogar de Ancianos “Don Bosco” de esta ciudad. Muchos los llaman abuelas o abuelos por puro cariño, pero la Organización Mundial de la Salud recomiendan llamarlos “adultos mayores”, que es como se debe denominar a quienes han cruzado la marca de los sesenta años. A esta institución, creada por la obra salesiana hace más de medio siglo, muchos han llegado por su propia voluntad. Algunos convencidos por hijos o sobrinos. Otros por las razones de la soledad.
Con el paso del tiempo, la zancadilla que generan las adversidades pareció ensañarse con Dominga. Rompiendo las leyes que los hijos deben enterrar a sus padres debió asistir a la muerte de cada uno de ellos, que se fueron jóvenes. Cada recuerdo deja rastros de lágrimas en sus ojos. A pesar de su casi centenaria vida, mantiene la lucidez y la libertad para los movimientos. Sólo se ve afectada por una visión dañada y gastada. Cuenta que le gusta caminar y quedarse en la habitación compartida. Ese lugar de cuatro paredes donde se atesoran las pertenencias: Dos o tres mudas de ropas, imágenes de la Virgen o de Jesús. También, fotografías de cada anciano con familiares y amigos. O regalos que duermen de día en sus almohadas.
Alrededor de Dominga se mueve el personal del Hogar de Ancianos: cocineras, asistentes, enfermeras, mucamas, lavanderas. En total 16 colaboradores. También un plantel completo de profesionales, desde médicos hasta kinesiólogos. En las paredes cuelgan retratos de Juan Pablo II. En tres sillas, una al lado de la otra como butacas de cine están sentadas otras mujeres. A pocos metros, alrededor de una mesa redonda una abuela acerca el diario hasta rozar casi los lentes. Su compañera permanece entretenida con un jarro y una cuchara. El sonido del televisor rompe el silencio y se mezcla con la voz de un locutor de radio. Una mucama acomoda tazas en un mueble.
Dominga cuenta que recibe algunas visitas. Que le gusta el desayuno y las meriendas, tanto como añora las novelas. Antes de ingresar al hogar vivió en una casa de las calles 26 y 33 de General Pico, ciudad a la que retornó hace tres décadas. Ahora espera por un día otoñal, para pasear por el parquecito con palmeras.
De los cuarenta y tres ancianos que hay en el hogar muchos tienen problemas para desplazarse. Algunos cruzan las salas y pasillos en sillas de ruedas. Otros acuden a un bastón para evitar caídas. Quienes los cuidan saben que el trabajo con los músculos es una labor tan importante como la de mantener arriba el ánimo: cuando el entusiasmo se apaga, el organismo empieza a desconectarse por partes. Relevante como moverse es ejercitar la memoria, por eso se proponen actividades que ayuden al desarrollo mental.
Amor adulto. “Yo vine solito”, dice Francisco García, a quien todos llaman “Pancho”. Tiene 87 años y una sonrisa permanente. Hace casi una década decidió abrigarse en el Hogar y compartir sus días en la ensenada de la vejez. Aquel día que cruzó el umbral, un 13 de mayo, Pancho lo recuerda como si fuera una fecha de cumpleaños. Cuenta que nació en Quemú Quemú y que conformaron una familia de cinco hermanos. Trabajó en el campo. Hizo de peón y más tarde de contratista rural. “Me gustaba trabajar con la herramientas”, recuerda. Pancho asegura que llegó al Hogar de Ancianos por “propia voluntad” y que se siente “muy acompañado”. En su relato traza una línea de distinción entre sus amigos y los “compañeros del hogar”. Dice que se levanta a las cinco de la mañana, que ayuda a preparar el mate y colabora para organizar las mesas para el desayuno. Con serenidad acepta los designios de la vejez, mientras con su mano izquierda juega con una gorra. Pancho nunca se casó. Se mantuvo soltero, pero no lejos del amor. Un sentimiento que renació en la adultez, marcada por los cabellos blanquecidos. Fue una tarde en la que Pancho descubrió que florecía una especie de juventud otoñal al escuchar el buen humor de Blanquita, una mujer sensible de 94 años, para quien él sólo tiene palabras tiernas. “Yo acá la paso muy bien, me gusta como me tratan; la comida es rica y abundante. Las enfermeras son muy atentas”, dice Pancho. Luego recuerda que antes colaboraba arreglando secadores de pelo y otros elementos caseros que se rompían. La visita de sus sobrinas le alegra más algunos días, mientras lucha contra la erosión de la memoria, que provoca los años. En torno a Pancho hay otros hombres. Muchos entretenidos con las imágenes de la televisión. Otros con unas ganas irremediables de hablar y contar cosas. Quizás, de la época de los valses en los clubes y el tumulto de parejas ruborizadas. O de los recuerdos de familia. En la contención del Hogar de Ancianos cuarenta y tres adultos mayores comparten sus horas, cada uno interpretando las leyes que la vejez de manera inexorable alumbra.