A veces los dedos mayor y pulgar resbalan por ambos lados de los cristales para desparramar el líquido limpiador, en un movimiento horizontal que luego da paso a un papel absorbente que secan las últimas gotas. Otro día, es un pañuelo el que se desplaza despacio por los dos vidrios buscando más transparencia, quitando manchas y sombras grises.
La limpieza de mis lentes es una rutina que me acompaña varias veces al día, como parte de una tarea de mantenimiento. Ellos cuelgan de mi cuello desde hace cuatro años; esa tarde cansado de que las letras del diario se esfumen ante mi mirada, caminé hasta el oculista que llega al pueblo todos los martes, o casi todos.
Me atendió después de una espera entre medio de silencios, revistas viejas apiladas en una mesa bajita y personas que hablaban entre susurros, como si estuvieran en un velorio. A mi turno, el hombre, con su chaqueta blanca desabrochada, me hizo sentar y colgó un cartel con letras de distinto tamaño para probar lo que ya sabía.
En un breve trámite, el oculista -bajo, casi calvo y gordo- con más pinta de cocinero de fonda que de profesional de la oftalmología, me sentenció a vivir con los anteojos. Para escribir, leer, atender el celular o sintonizar la radio. Con una sola palabra que sonó a nombre de mujer: Presbicia, me recordó mi edad y llamó al próximo paciente.
Con la receta en la mano, llena de palabras ilegibles, en cinco días obtuve mis primeros lentes. Probé marcos y patillas. Algunos redondos, otros, más ovalados, asomaron en mi cara que se reflejaba en un espejo de tres tramos colocado encima de un mostrador. Ya sea, con marco dorado o plateado, supe que serían parte de mí para siempre. Y así sucedió.
Cada noche, cuando termino la lectura quedan encima de la mesa de luz, arriba de algún diario o un libro. Los dejo con las patillas abiertas y el cordel negro colgando, cerquita de reloj y el velador. Por la mañana se donde ubicarlos. Entre dormido los tomó y los apoyó en el mueble del baño; luego pasan a la mesa de la cocina. Es una rutina para poder hallarlos con facilidad y no olvidarlos antes de salir a trabajar.
Su ayuda aparece apenas necesito calentar el café en el microondas o para abrir el paquete de galletitas Lincoln, a través de una tirita de celofán que no encuentro. Es una recordación cotidiana de que el tiempo se consumió mi vista.
La mayor comprobación llega cuando olvido los lentes y llegando al diario comienzo a sentirme disminuido, casi inútil. Por eso guardo en un cajón de mi escritorio esos anteojos baratos, endebles, descartables, que un día compré en un polirrubro para salir del apuro y que me vendieron en un estuche ordinario.
Esos lentes que aparecen salvadores de vez en cuando, son un mal muleto de los titulares. Al finalizar el día de trabajo, durante la cena, viene mi pequeña revancha personal: me quito los lentes con ambas manos, tomándolos de las patillas casi a la altura de los cristales, los elevó por encima de mi cabeza, pliego sus patas y enrolló el cordel.
Por algún rato estarán allí, solitarios, en el mueble ubicado en el esquinero del comedor, o en el mantel que cubre la mesa rectangular. Será el rato en que mi nariz no sienta la presión de su calce.
A pesar de su simpleza - armazón metálica, solo recubierta con plástico al final de las patillas, para calzar con suavidad en las orejas- de vez en tanto necesitan un servicio de mantenimiento. Es el momento de actuar del óptico del pueblo que, sin lentes, toma un diminuto destornillador y ajusta los cuatro tornillos milimétricos que regulan la apertura. Después con las dos manos encuadra los lentes. Toda la tarea no lleva más de cinco minutos hasta que vuelven a mis ojos para ver cómo se sienten.
Los lentes solo se sumergen en la oscuridad bajo situaciones especiales. Fiestas o salidas, en que decido que solo me acompañen guardados en un bolsillo de la camisa o de alguna campera y dejen de colgar de mi cuello.
En las vacaciones, es el momento en que más me alejó de ver parte de la vida a través de cristales con aumento. Es el tiempo del descanso físico y mental. El período en que mi pensamientos se alivianan, se aleja de las noticias que me apabulla escribir todos los días y pienso en otras cosas. Pienso, por ejemplo, en el oculista con pinta de cocinero que me condenó una tarde de martes a que de mi cuello cuelgue un cordel con cristales para enfocar mejor mi vida.