El detenido Carlos F. cumple sus días de condena en el Correccional Abierto de la Unidad 25, al que define como un palomar. La asociación no es caprichosa con esa ave que vuela y retorna. Los internos tienen libertad para moverse, ir a trabajar o para estudiar, pero siempre hay que regresar. El detenido (su nombre fue modificado por una cuestión legal) cumple el último año de una sentencia por “robo calificado”. Pero, por sus andanzas anteriores ya conocía la cárcel, el sonido de las puertas de rejas y el calzar de las esposas en las muñecas. Según sus cómputos, ocho años de su vida los pasó en celdas. “Buscaba plata fácil”, admite.
Carlos F. es un muchacho joven de 30 años, de ojos grandes, pero sin brillo. A la entrevista se presenta prolijo y educado, con ropa deportiva. De todos los internos, fue uno de los pocos que se animó a contar su historia de desaciertos y abandonos.
Nueve hermanos formaron parte de su familia, que se criaron en el barrio Rucci, de General Pico. Uno de ellos terminó trágicamente muerto. Otros también caminaron por la senda de los ilícitos. Su mamá es la persona a la que más nombra durante el reportaje. “Es a la única mujer que escucho”, dice Carlos que, por otra parte, está intentando reestablecer alguna relación más fluida con su padre biológico, al que ve “algunas veces al año”.
Carlos no terminó la escuela primaria, educación básica que completó en prisión. En su infancia tiene como referencia adulta a quien era su padrastro. Una familia numerosa, que convivía en pocos ambientes y que padecía necesidades cotidianas, al extremo. “Me sentía desatendido, discriminado, como si fuera poca cosa”, cuenta Carlos cuando sale de esa guarida hecha de miedos, que parece ser más sórdida que la cárcel.
Cuchetas. Una Escuela Hogar fue el sitio donde Carlos F. fue alojado, para poder encontrar contención social. Allí conoció el régimen de las comidas compartidas codo a codo bajo el aroma de las sopas, el descanso en cuchetas crujientes y las clases rigurosas de lunes a viernes. Pero, fuera de esos muros Carlos F. se rodeo de “malas juntas”, que poco a poco lo acercaron al mundo del delito. Al de la “plata dulce”. Desarrolló como cualidad personal el poder la palabra y la comunicación de la calle. Asegura que hacía de intermediario de cosas robadas. Más tarde se dedicó a robar, aunque aclara que “nunca” uso un revolver. Se fue haciendo conocido. La Policía le puso el ojo. Lo atraparon de joven. Recuperó la libertad y volvió a las malas artes y a la bruma. Parecía no tener familia ni un oficio para defenderse en la vida. Y las amistades eran malas amistades que vivían solo del robo. Un infierno. Más pronto que tarde volvió a caer. La última cuando “algo salió mal”, junto a un compinche y una persona terminó herida. Lo condenaron a seis años de prisión de efectivo cumplimiento. Se dispuso que fuera trasladado a la Colonia Penal Unidad 4, de Santa Rosa. De esos años, Carlos F. no tiene buenos recuerdos, como tampoco de la convivencia en los pabellones. Es el momento de la entrevista en que se atrinchera y las palabras salen en cuenta gotas, como texto de un telegrama.
El cumplimiento de los reglamentos, la disciplina individual y el buen comportamiento, le dio la chance a Carlos de terminar de cumplir su condena en el Correccional Abierto, un edificio que en sus orígenes fue el primer hospital de General Pico.
Culpa. El edificio reúne a 25 internos, todos condenados por diferentes delitos. Desde robos hasta homicidios. Llegan al último estadio de cumplimiento de su sentencia para preparase hacia la libertad. Carlos F. comparte uno de los amplios dormitorios. Bochas, tenis de mesa o partidos de fútbol forman los momentos de recreación. No hay rejas ni muros altos que impidan los desplazamientos. Carlos logró un permiso de salida laboral y cumple tareas de desmalezamiento y limpieza de espacios públicos. Trabaja de lunes a viernes, desde temprano. En el Correccional se cumple con todas las obligaciones que imponen las autoridades, que dependen del Servicio Penitenciario Nacional.
Carlos F. asegura que su “meta” es la libertad y poder “vivir en familia”. Desde hace tiempo recibe asistencia espiritual y acude de manera periódica a la iglesia. “Es muy bueno para mí tener un Pastor al lado mío”, confiesa. Al recordar episodios, no deja de repetir las palabras familia y hogar. Asegura que las visitas al Correccional de su mamá no lo hacen sentir bien, ya que siente culpa. “Soy yo el condenado, no ellos”, afirma. Después cuenta orgulloso que colaboró en la realización de 1000 escarapelas, que se usaron en la última celebración del Bicentenario. Al final de la entrevista dice que tiene claro que para estar bien con los demás, lo primero estar bien con un mismo. “Yo trabajo todos los días por mi libertad y por reintegrarme a la sociedad”, agrega.
Luego se despide y traspasa una doble puerta vaivén, hacia el interior. Lo espera la rutina, las obligaciones y los demás internos. En pocos minutos servirán la cena, los guardias recordarán las normas de convivencia y el cumplimiento de las normas. También, la realización de trabajos sociales para instituciones de la ciudad. A pesar de las controversias, la tarea de re inserción social sigue su curso. Algunos que un día se equivocaron trabajan por otra oportunidad, como Carlos F.