El viernes amaneció lluvioso y las calles mostraban el agua acumulada en los cordones. La gente saltaba charcos para poder cruzar de vereda a vereda. Las nubes grises cubrían la ciudad. Algunos corrían. Hacía el mediodía el cielo se oscureció por completo, preciso instante que algunos partían de vacaciones; otros regresaban.
En un momento, una de las rutas que cruzan la llanura pampeana se convirtió en un campo de lápidas y cruces. La noticia sacudió. Sobre el asfalto, a pocos kilómetros de General Pico, mueren 4 niños por un choque desgraciado. Junto a ellos cuatro adultos dejan la vida y se sumergen en la eternidad. La muerte en auto parece no tener freno.
La ciudad se sacude y sus calles se llenan de ausencia. El dolor se nota en las conversaciones en voz baja, las cabezas gachas, los ojos irritados de hombres canosos. Familias destrozadas, abuelos sin nietos, tíos sin sobrinos. Hermanos acompañados solo por la tristeza. Y la ausencia que, estará presentes en aulas o en mesas de café de amigos.
El día sigue oscuro. Y la lluvia no cede. La conmoción entre los vecinos se expresa entre plegarias y abrazos. Cuando la luz del sol se desvanece, en otra ruta pampeana, cerca de un pequeño pueblo llamado Pichi Huinca, dos automóviles paran en la banquina. Sus ocupantes intercambian bolsos y se saludan. Son familiares que decidieron encontrarse en ese lugar. En un momento, en otro breve instante, un viejo automóvil los choca de manera incomprensible. Una abuela y su nieto mueren. Los demás quedan heridos, entre ellos dos niños. Más cruces, otras lápidas. Todo se vuelve más sombrío.
El luto envuelve a familias de ciudades y pueblos pampeanos. En las rutas quedan las marcas de vidas incipientes, adolescentes con sueños, niños dibujando sus primeras palabras, adultos renaciendo al amor, abuelos jugando con nietos. Ya no están. La imprudencia se llevó por delante sus vidas, dejando clavadas las marcas del dolor.