La luz del sol cae impiadosa en el suelo del pueblo de Trenel, en el norte de La Pampa, Argentina. La tierra está agrietada por el calor y la sequía avanza en los campos. Los girasoles están achicharrados y las vacas flacas. No hay pasto para que coman.
Los días son cada vez más calurosos y el viento arrastra la tierra por las calles. Por las noches, a veces hace frío. El clima se parece cada vez más al desértico. Pero a la ausencia de lluvia y de pasto, se suman otras ausencias, quizás imperceptibles para muchos pobladores. Ya casi no hay mariposas, los pájaros han emigrado al punto que ni gorriones se ven volar. Tampoco se notan los insectos y los sapos dejaron de croar.
Mientras ello ocurre, un enemigo silencio avanza y nadie lo detiene. Los suelos de los campos están penetrados por el herbicida glifosato, que poco a poco penetra en la tierra. La muerte de la fauna silvestre y animal está en marcha. Lo único sobreviviente en tierra, luego de utilizar este químico, es la soja transgénica, especialmente creada en laboratorios para resistir sus consecuencias.
Un estudio de la Universidad de Buenos Aires (UBA) señala: “El glifosato posee efectos negativos sobre los microorganismos del suelo, reduciendo la habilidad de ciertas bacterias en fijar nitrógeno, y aumentando el crecimiento de hongos patogénicos, capaces de liberar toxinas”.
Un hecho a tener en cuenta es el envenenamiento producido por este herbicida en las personas, cuyos síntomas son: irritaciones dérmicas y oculares, mareos, náuseas, edema pulmonar, reacciones alérgicas, pérdida de líquido gastrointestinal, pérdida de la conciencia, alteraciones cardiológicas y daño renal.
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