En aquel diciembre del 2009 Gerardo descubrió que el olvido no existía. Fue cuando se encontró con María Eugenia en la puerta del departamento que ella ocupaba cada verano, cuando en compañía de sus padres elegían el mar para disfrutar de las vacaciones. Un beso en la mejilla y un leve abrazo los unió por un instante. Eugenia mediaba los 40 años y él era ya un hombre de medio siglo. En los años jóvenes, habían sido novios, a pesar de la resistencia de los padres de Eugenia. Ahora ambos cargaban un matrimonio frustrado, hijos en edad escolar y parejas actuales sin pasión. Ella lo invitó a compartir un desayuno liviano y algunas palabras para sacudirse la sorpresa. Frases de compromisos lanzaron los dos para no quebrar el momento. Gerardo quedó impactado por el cuerpo adolescente que Eugenia mantenía. Un vaquero descolorido y una blusa informal acompañaban a la belleza reposada de la ahora mujer.
En el comedor cambiaron apuradas anécdotas de sus vidas, resumidas y parciales. Amores, trabajos, logros y frustraciones. Eugenia ya no usaba flequillo, pero mantenía su pelo largo y brillante. Los ojos claros y la mirada incisiva siempre la hacían sobresalir.
El inicio del amor juvenil había sido cuando ella apenas tenía 16 años y él 22. Solo se veían a escondidas y alejados de las miradas de los padres de Eugenia, que ya no podían contener la audacia de la adolescente. Largas horas compartieron en las noches de verano, descubriendo la piel del otro. Pero, el tiempo y la distancia los había separado. Hasta aquella mañana de diciembre en la que conversaron por una hora y media. Gerardo se levantó con una excusa cualquiera y ella lo acompañó hasta la puerta del ascensor.
¿Por qué no me hiciste el amor aquella tarde?, dijo ella y él descubrió un lejano dejo de reproche en la pregunta. Gerardo empujó la puerta corrediza del elevador y marcó planta baja. (continuará)
Muchas gracias, pero comenta lo que contuniará.
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