El viento arrastraba el polvo de las calles y sentado en la soledad de su jardín, de suelo desparejo, tomó conciencia que habían pasado 23 años desde aquel beso urbano. Fue para él un torbellino interno que lo sacudió de la modorra en que había caído. Recordaba los labios, la cavidad de la boca y el gusto del paladar compartido.
Se frotó los ojos y se alzó hacia la habitación. Entre cajas de cartón desordenadas, que guardaba debajo de la cama, busco fotos. Arrodillado, extrajo recortes, imágenes familiares y recuerdos. Pero aquel retrato con la cara de ella sonriente y un sombrero que caía hacia un costado, pareció esfumarse.
Maldijo su mala fortuna y volvió hacia el jardín. Las nubes en el cielo se cruzaban entre sí y las ráfagas de la ventisca las hacían bailar sin ritmo. Volvió a preguntarse por qué después de tanto tiempo aún pensaba en ella. Qué cara tendría y si seguiría usando polleras largas fue lo primero que se le ocurrió. Quizás tuviera más de un hijo, pensó.
Había perdido la noción de cuando el amor de fue de él para no regresar. Entre hojas que volaban y ramas que se sacudían como brazos, tomó la serena determinación que aún en ausencia se podía amar.
Al día siguiente se levantó al alba, enjuagó su cara y cumplió en afeitarse con más prolijidad. Se sonrió ante el espejo del botiquín. “Este el primer día”, dijo en voz alta, mientras secaba las manos con la toalla.
Se prometió que nadie sabría jamás que la seguía amando y, en forma reservada, comenzó a preparar su vida por sí solo el destino le daba la posibilidad de volver a verla. Y si así ocurría, quería que ella se sintiera orgullosa por el hombre que la amó por primera vez.