Por María Moreno
(periodista y ensayista argentina)
¿Puede un muñeco despertar malos pensamientos? Sacudir fervores libidinales con su inmovilidad sombría? De lo que estoy segura es que mi muñeca alemana era bien pura. Parecía una giganta de Baudelaire, vestida a la moda victoriana, intimidatoria y de risa gélida.
Tenía las mejillas frías como un azulejo de baño público. Su marcha militar, debida a un tosco juego de poleas que se ocultaba con un calzón alforzado, iba acompañada por un ruido de relojería. Su cabeza giraba en dirección a la pierna que sostenía en alto y su mirada fija parecía dominar a una tribuna invisible. Su pelo de elefante (sí, eso decía en la caja donde vino) arreglado en tirabuzones secos, sus ojos de vidrio celeste y llenos de rayos de rueda de bicicleta y sus botas blancas de fajina daban miedo. ¿Sería nazi la alemana? ¿A quiénes miraba en su marcha? ¿A la tropa en formación?
La alemana Lili se acostaba en su caja cada atardecer y desaparecía en el fondo del ropero. Ella sabía morir bajando los párpados con el secreto de dos plomadas y, al revés del conde Drácula, erguirse a la salida del sol: una sonrisa helada a los Garbo detrás de una tapa de cartón.
¿Cómo ensayar con esa hija elefantiásica mi destino de madrecita?
No. No era obscena la alemana: era siniestra. En la penumbra de su boca, cerca por dientes de mica, había una lengua de yeso pintado, sujeta al paladar falso por un trapito. Si se colocaba a la alemana boca abajo, la lengua se acercaba a los labios. Era un gesto de niño tonto, impropio de alguien que por su altura parecía tener doce años.
Fue efímera aquella muñeca. Manoseada, peinada hasta el infinito y la calvicie, bañada, oxidada, hundidos los ojos, ligeramente hedionda debido a la comida que yo le metía en la boca y que, en su condición de hija falsa, no podía drenar, era un imperio en decadencia y sus ropas, arruinadas por mi inhabilidad de modista y mi tozudez creativa, reemplazaron pronto la franela de los muebles.
Sin embargo la muñeca alemana, sin atributos, adquirió una humanidad accesoria. Su corte a la garçon, realizado para reparar el deterioro de sus bucles, las cuencas huecas de sus ojos y sus dedos cachados le dieron el aire de una Juana de Arco. Debo confesarlo: mediante la ropa de un primo generoso, la alemana giró hacia la virilidad.
Para entonces ya éramos grandes. Se bailaba el vals al compás de unos discos de pasta. La alemana cambió de sexo porque, en realidad –lo habíamos comprobado--, no tenía ninguno. Al revés de lo que sucede en la vida “real”, como varón perdió poder. Aprendimos a torturarlo con besos torpes a los que nos oponía débilmente sus labios finos. Una vez lo tuvimos dos semanas bajo la lluvia, con gorra de jockey y anteojos negros, sentado ante el volante de un coche a pedal.
¿Cómo puede ser obsceno un muñeco?
Reflexionemos: un muñeco es incapaz de ser. Pero puede ser, en cambio, considerado asexuado. Es pura posibilidad de sexuarse. ¿Radicará en eso su obscenidad?
Su cuerpo articulable señala toscamente todo lo que hay de fetiche en un cuerpo humano (¿femenino?). Un muñeco es igual a una muñeca en la lisura que calla la diferencia.
¿Otra forma de obscenidad?
Propuesta: la única manera de evitar que un muñeco resulte obsceno es que tenga sexo.
(tomado del libro A tontas y a locas)
jueves, 19 de febrero de 2009
martes, 17 de febrero de 2009
Las ganas de escribir
Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto, aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. En general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia; uno oficia ciertos ritos dilatorios; uno, por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento descubre que está sumergido hasta los pelos, que los problemas del mundo exterior han desaparecido, y que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.
En literatura y periodismo no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro que una cara. “Dijo que estaba harto”, no equivale a “Estaba harto”, dijo. La palabra ramera no tiene la dignidad de la palabra puta. Decidir cuál música, qué textura, cuánta carga de afecto o de violencia debe guardar una palabra o una frase, dar con una sintaxis; ir tanteando –ir sosteniendo- el ritmo interno de un relato, eso y no otra cosa es el oficio de escribir.
La primera versión de un texto es sólo un mal necesario. Suele estar tan lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha concebido, que ir construyéndola provoca cierta inquietud. Lo bueno es lo que viene después: trabajar sobre ese primer borrador, y los que siguen, hasta ir acercándose lentamente a eso que se busca. Cuando uno descubre que ése es, de verdad, el acto creador, que corregir no es otra cosa que ir encontrando el Moisés dentro del bloque de mármol, cuando uno se desentiende del tiempo que lleva ese acercamiento y sólo le importa hasta qué punto el texto va aproximándose a la forma que le corresponde, entonces ya no necesita que otros le confirmen que es escritor y/o periodista.
La espontaneidad no es un valor a la hora de escribir. Aferrarse a una frase o una palabra simplemente porque ha salido así del alma es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Edgar Alan Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leitmotiv al final de cada estrofa. Y, naturalmente, el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene sacrificar al loro.
La inspiración no existe, en eso se parece a las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, sólo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.
Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo quien, a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.
En literatura y periodismo no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro que una cara. “Dijo que estaba harto”, no equivale a “Estaba harto”, dijo. La palabra ramera no tiene la dignidad de la palabra puta. Decidir cuál música, qué textura, cuánta carga de afecto o de violencia debe guardar una palabra o una frase, dar con una sintaxis; ir tanteando –ir sosteniendo- el ritmo interno de un relato, eso y no otra cosa es el oficio de escribir.
La primera versión de un texto es sólo un mal necesario. Suele estar tan lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha concebido, que ir construyéndola provoca cierta inquietud. Lo bueno es lo que viene después: trabajar sobre ese primer borrador, y los que siguen, hasta ir acercándose lentamente a eso que se busca. Cuando uno descubre que ése es, de verdad, el acto creador, que corregir no es otra cosa que ir encontrando el Moisés dentro del bloque de mármol, cuando uno se desentiende del tiempo que lleva ese acercamiento y sólo le importa hasta qué punto el texto va aproximándose a la forma que le corresponde, entonces ya no necesita que otros le confirmen que es escritor y/o periodista.
La espontaneidad no es un valor a la hora de escribir. Aferrarse a una frase o una palabra simplemente porque ha salido así del alma es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Edgar Alan Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leitmotiv al final de cada estrofa. Y, naturalmente, el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene sacrificar al loro.
La inspiración no existe, en eso se parece a las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, sólo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.
Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo quien, a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.
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