Don Emilio Blanco, el anarco, como lo llamaban en el pueblo, había nacido en un aldea llamada Bendoiro, cerca de Lalín, en la provincia de Pontevedra. Una mañana de 1906 se embarcó en el buque Atlantique y partió rumbo a América, junto a uno de sus hermanos.
El trabajo del ferrocarril lo llevó hasta el pueblo de Trenel, dónde se afincó en 1912. Todo llanura, sin ríos ni arroyos. Una muchacha joven lo acompañó y asumió el trabajo de ama de casa. Cocinó y lavó ropa para todos los varones. Cosía y tejía por las tardes, sentada en el patio trasero dónde crecía la verdura que Don Emilio, el anarco, sembraba en su quinta. Días y noches se consumieron en Trenel. Los hijos crecían bajo la voz honda de su padre que pasaba el tiempo entre la carpintería y su herrería. Los vientos arrastraban cardos rusos que rodaba por las calles, y quedaban enganchados en los alambrados. La lluvia creaba lagunas y las ruedas de los carros marcaban sus huellas. Por las noches sólo se escuchaba el sonido del silbato del policía que hacía la ronda a caballo, mientras los focos solitarios de las esquinas se apagaban a la medianoche, cuando el motor de usina dejaba de sacudirse. En los días de calor, Trenel parecía encenderse bajo un fuego de brasas y el viento acercaba el aroma a cosecha. Entonces, las bebidas se enfriaban en el agua de los aljibes. Cuando el frío atravesaba paredes, las cocinas a leña reunían a las familias, jugando a las cartas. Don Emilio, el anarco, vio emigrar a sus hijos jóvenes. Dejaron el pueblo cuando la sequía agrietó la tierra y la miseria obligó a los hombres a internarse en los montes de caldenes para trabajar de hacheros durmiendo en chozas de pajas. Su vozarrón quedó retumbando entre las paredes, mientras en España los sonidos de los disparos de la Guerra Civil sacudían a pueblos y maldijo a los nacionalistas. Sufrió las muertes a la distancia. La casa vacía de varones, rompió en llantos de niñas que la muchacha parió. Cuatro mujeres llenaron el hogar. Don Emilio, el anarco, caminó cada mañana hasta su trabajo en el hospital. Las cartas seguían llegando desde España, y cada una fue guardada sólo por él. La mañana del 10 de setiembre de 1956, sintió su cuerpo pesado. Su pecho se agitó y un dolor fulminante lo atravesó. La muchacha apoyó su mano en la cara arrugada y lo acarició despacio, mientras una vecina corría a buscar al médico; sollozó y salió de la casa. Sus hijas la siguieron. Don Emilio, el anarco, nunca regresó a su tierra y una lápida gris lleva sus fechas fundamentales: diciembre 1888-setiembre 1956.