En Trenel, la tardecita del martes huele a tierra mojada, mientras el pavimento de la ruta provincial 4 levanta vapor húmedo. A un costado del asfalto, bajo la sombra de un solitario caldén, y entre los dos accesos al pueblo, está ubicado el pequeño santuario en homenaje al Gauchito Gil, levantado por manos de sus propios pobladores
El día en que se venera al mito popular todo es más rojo. Una mujer joven, con su ropa pegada al cuerpo, llegó hasta el lugar algo cansada. Por su frente bajaban algunas gotas de agua. Dejó su bicicleta tirada sobre el pasto y en silencio descargó su promesa, en una ceremonia intima. Permaneció parada como una estatua, murmurando oraciones.
Según contó, cada 8 de enero repite el rito de venerar a “su santo” porque no puede viajar hasta Corrientes donde está la tumba del Gauchito Gil. “Desde el día que mi hijo se accidentó comencé a rezarle. Fue un milagro que no muriera. Fue el Gauchito quién lo salvó”, dice despacio.
Luego, se acomoda el pelo, su pañuelo rojo, mira hacia ambos lados de la ruta y enfila por el acceso que la devuelve al pueblo. No es la única visitante de la tarde.
Un camionero detiene su vehiculo al lado del cartel que indica la velocidad máxima 40 kilómetros. Una cinta roja está atada al poste que sostiene la señal vial. El transportista camina por el sendero y permanece unos minutos en silencio. Enciende una vela y se sienta a la sombra. Sus ojos ojerosos están semi cerrados. El bocinazo de otro camionero lo altera y decide marchar.
El santuario está enmarcado por dos banderas. Varias cintas cuelgan de las ramas del caldén. A un lado, sus seguidores construyeron asientos y colocaron velas. Para muchos es un sitio para la oración. Todo es rojo.
El mito popular del Gauchito Gil nació en el momento de su muerte. Para algunos sobre fines del siglo 19, para otros a comienzo del 20. Según la leyenda popular Gil, antes de ser asesinado por una patrulla policial, prometió a su verdugo que si rezaba en su nombre su hijo moribundo sanaría, algo que finalmente ocurrió y convirtió al policía en el primer devoto.
Gil era para sus seguidores, una versión vernácula de Robin Hood, alguien que le quitaba a los más pudientes parte de sus pertenencias para repartirla entre los más pobres, pero para las autoridades de entonces, no era más que un gaucho matrero, que buscaron incesantemente hasta concretar la emboscada en la que perdió la vida.
En el día de la recordación de su muerte, el santuario en la ruta 4 recibió más visitas que las habituales, sin distinguir clases sociales. La fé en su figura se convirtió en tan fuerte que, algunos le atribuyen a la lluvia de ayer a un milagro de color rojo.
El día en que se venera al mito popular todo es más rojo. Una mujer joven, con su ropa pegada al cuerpo, llegó hasta el lugar algo cansada. Por su frente bajaban algunas gotas de agua. Dejó su bicicleta tirada sobre el pasto y en silencio descargó su promesa, en una ceremonia intima. Permaneció parada como una estatua, murmurando oraciones.
Según contó, cada 8 de enero repite el rito de venerar a “su santo” porque no puede viajar hasta Corrientes donde está la tumba del Gauchito Gil. “Desde el día que mi hijo se accidentó comencé a rezarle. Fue un milagro que no muriera. Fue el Gauchito quién lo salvó”, dice despacio.
Luego, se acomoda el pelo, su pañuelo rojo, mira hacia ambos lados de la ruta y enfila por el acceso que la devuelve al pueblo. No es la única visitante de la tarde.
Un camionero detiene su vehiculo al lado del cartel que indica la velocidad máxima 40 kilómetros. Una cinta roja está atada al poste que sostiene la señal vial. El transportista camina por el sendero y permanece unos minutos en silencio. Enciende una vela y se sienta a la sombra. Sus ojos ojerosos están semi cerrados. El bocinazo de otro camionero lo altera y decide marchar.
El santuario está enmarcado por dos banderas. Varias cintas cuelgan de las ramas del caldén. A un lado, sus seguidores construyeron asientos y colocaron velas. Para muchos es un sitio para la oración. Todo es rojo.
El mito popular del Gauchito Gil nació en el momento de su muerte. Para algunos sobre fines del siglo 19, para otros a comienzo del 20. Según la leyenda popular Gil, antes de ser asesinado por una patrulla policial, prometió a su verdugo que si rezaba en su nombre su hijo moribundo sanaría, algo que finalmente ocurrió y convirtió al policía en el primer devoto.
Gil era para sus seguidores, una versión vernácula de Robin Hood, alguien que le quitaba a los más pudientes parte de sus pertenencias para repartirla entre los más pobres, pero para las autoridades de entonces, no era más que un gaucho matrero, que buscaron incesantemente hasta concretar la emboscada en la que perdió la vida.
En el día de la recordación de su muerte, el santuario en la ruta 4 recibió más visitas que las habituales, sin distinguir clases sociales. La fé en su figura se convirtió en tan fuerte que, algunos le atribuyen a la lluvia de ayer a un milagro de color rojo.