El olor a orín de los perros impregna el lugar y el murmullo del agua, que corre por el canal, compite con los ladridos. A pocos metros de la esquina de las calles 9 y 108, detrás del hospital Centeno, una mujer de 54 años y su hijo de once han hecho su hogar, como han podido, en un antiguo vagón de ferrocarril abandonado.
Desde hace ocho días, el furgón es el sitio que los cobija. Adentro, Estela muestra cómo vive. Una cocina a garrafa, una heladera vacía de alimentos y cajas de pertenencias apiladas son parte del mobiliario. En una mesa plástica, apoya el termo y el mate, mientras corre una cortina y deja ver un pequeño espacio, que hace las veces de dormitorio. En la cama, sobre un colchón semi humedecido, descansa acurrucado su hijo.
El vagón es un antiguo vehículo de carga, de paredes de metal carcomidas por el óxido. En los días de calor, su techo abovedado convierte al interior en un volcán. Cuando hace frío, se asemeja a una caja térmica, con gotas que caen desde la cubierta.
Estela explica que alquilaba una vivienda por un monto mensual de 500 pesos. De esa suma, 400 eran aportados por el municipio, a través de Acción Social. El resto del dinero era completado por ella.
Según la mujer, la ayuda de la comuna se redujo en enero a 300 pesos, que fueron pagados recién a mediados de febrero. Esa demora sería uno de los motivos que llevó a la propietaria de la casa que alquilaba a pedirle que abandonara el lugar.
“Salí a buscar una vivienda con mi niño y llegué hasta acá. Un hombre que vive en la casilla que está adelante me ofreció el vagón”, cuenta Estela, que además tiene otros cuatro hijos, todos mayores y casados. “Esos ya volaron”, dice al hablar de ellos.
Estela asegura que vive de un plan social y de limpiar terrenos. El “patio” de acceso al vagón tiene unos diez metros cuadrados de suelo de tierra. Está prolijamente cuidado y barrido. La mujer ha colocado algunas macetas con plantas, cerca del alambrado de púas que da al canal de agua. Algunas jaulas con aves también cuelgan de allí.
“Si yo fuera sola, no molesto a nadie, ni reclamo nada a las autoridades, pero tengo un nene y por él estoy dispuesta a luchar, para conseguir un sitio digno donde vivir”, explica. A su alrededor, da vueltas una jauría. Algunos perros muestran sus dientes. Otros, sus cuerpos flacos. Son todos del vecino.
“Con una pieza, cocina y baño nos arreglaríamos. No pido otra cosa”, dice Estela y le tiemblan las manos. En su cuerpo, aparecen tatuajes y huellas de una vida poco apacible. Después, cuenta que hace diecinueve años que vive en General Pico y convida con un mate, a la espera de una respuesta oficial. Su pequeño sigue durmiendo, quizás soñando despertar en otro lugar.
Desde hace ocho días, el furgón es el sitio que los cobija. Adentro, Estela muestra cómo vive. Una cocina a garrafa, una heladera vacía de alimentos y cajas de pertenencias apiladas son parte del mobiliario. En una mesa plástica, apoya el termo y el mate, mientras corre una cortina y deja ver un pequeño espacio, que hace las veces de dormitorio. En la cama, sobre un colchón semi humedecido, descansa acurrucado su hijo.
El vagón es un antiguo vehículo de carga, de paredes de metal carcomidas por el óxido. En los días de calor, su techo abovedado convierte al interior en un volcán. Cuando hace frío, se asemeja a una caja térmica, con gotas que caen desde la cubierta.
Estela explica que alquilaba una vivienda por un monto mensual de 500 pesos. De esa suma, 400 eran aportados por el municipio, a través de Acción Social. El resto del dinero era completado por ella.
Según la mujer, la ayuda de la comuna se redujo en enero a 300 pesos, que fueron pagados recién a mediados de febrero. Esa demora sería uno de los motivos que llevó a la propietaria de la casa que alquilaba a pedirle que abandonara el lugar.
“Salí a buscar una vivienda con mi niño y llegué hasta acá. Un hombre que vive en la casilla que está adelante me ofreció el vagón”, cuenta Estela, que además tiene otros cuatro hijos, todos mayores y casados. “Esos ya volaron”, dice al hablar de ellos.
Estela asegura que vive de un plan social y de limpiar terrenos. El “patio” de acceso al vagón tiene unos diez metros cuadrados de suelo de tierra. Está prolijamente cuidado y barrido. La mujer ha colocado algunas macetas con plantas, cerca del alambrado de púas que da al canal de agua. Algunas jaulas con aves también cuelgan de allí.
“Si yo fuera sola, no molesto a nadie, ni reclamo nada a las autoridades, pero tengo un nene y por él estoy dispuesta a luchar, para conseguir un sitio digno donde vivir”, explica. A su alrededor, da vueltas una jauría. Algunos perros muestran sus dientes. Otros, sus cuerpos flacos. Son todos del vecino.
“Con una pieza, cocina y baño nos arreglaríamos. No pido otra cosa”, dice Estela y le tiemblan las manos. En su cuerpo, aparecen tatuajes y huellas de una vida poco apacible. Después, cuenta que hace diecinueve años que vive en General Pico y convida con un mate, a la espera de una respuesta oficial. Su pequeño sigue durmiendo, quizás soñando despertar en otro lugar.