sábado, 16 de enero de 2010

¿Quién los ayudará?


Miles de haitianos esperan, algunos con resignación y otros con rabia, que llegue la ayuda que se acumula en el aeropuerto de Puerto Príncipe. El periodista Pablo Ordaz, de El País de España, narra la tragedia de un país sumergido en la destrucción.




Por Pablo Ordaz. Tomado de elpais.com



Al parecer están aquí, pero no han llegado. Dicen que unos bomberos han rescatado a unos niños con vida de entre los escombros, y debe ser verdad, pero uno puede recorrer durante cinco horas la ciudad destruida sin encontrarse ni un rastro de ayuda internacional. Dicen que sí, que en el aeropuerto de Puerto Príncipe ya hay muchos aviones con víveres y alimentos, costosos equipos de comunicaciones y la mejor voluntad del mundo, pero nadie se ha acercado a ayudar a Louise, que busca a su marido y a la esperanza que aún guarda entre los escombros. Ni a Malen, que dirige un hospital que hasta el día del terremoto tenía más de 100 médicos y ahora sólo dispone de 20 y un número que ni ella sabe de enfermos. Ni a Lionel, que confunde al periodista con un médico y le implora un calmante para el dolor de su pierna amputada. Ni, desgraciadamente, nadie ha llegado a tiempo a Haití para ayudar a Antoine… Aunque también es verdad que cualquier ayuda para él llegaría ya definitivamente tarde.



Antoine llega al cementerio de Puerto Príncipe a eso del mediodía, cuando el sol ya está en todo lo alto y el olor a descomposición lo inunda todo. Trae el cadáver de su hijo de siete años para darle sepultura. Ha caminado durante una hora, utilizando un viejo pupitre del hijo como camilla y una sabana raída como sudario. Antoine quiere enterrar a su niño con sus propias manos, y para eso dispone de un palustre y de dos ramitas de hierbabuena en los orificios de la nariz. Pero los sepultureros le cierran el paso. Le dicen que tendrá que pagar unos centavos o tirar a su hijo en una de las muchas fosas comunes de la ciudad.



A Antoine le puede la rabia. Enseña su palustre en señal de lo que puede llegar a hacer un hombre desesperado y finalmente consigue entrar en el camposanto con su hijo muerto. De camino a un trozo de tierra libre tiene que pasar junto a cadáveres que nadie se preocupó de enterrar. Antoine se pierde llorando por un paisaje de espanto.



No muy lejos, Louise busca a su marido entre los escombros del palacio de Justicia. El edificio se ha venido abajo por completo. Sólo queda la estatua de un tal Guy Malary y la placa que da fe de que en 1993 fue asesinado por defender la democracia y la justicia. Nada más. Louise cuenta que su marido era juez, tenía 44 años y tres hijos, uno de ellos de ella y los otros dos nacidos de otras relaciones simultáneas. Lo demuestra contando que su hija de 14 años tiene otra hermana de la misma edad pero de distinta madre. “Aunque yo me encargo de todos”, aclara Louise en medio de la pena. Hay testigos que vieron a Jean Cloude Rigueur, que así se llamaba el juez, entrar en el edificio minutos antes del terremoto. Ya no salió. El caso es que Louise no sólo lo busca desesperadamente para darle sepultura, sino por algo más: “Cuando él salió de casa llevaba en el bolsillo los visados de mis hijos para entrar en Francia. Esos visados son el futuro de ellos. Tenemos que encontrar a mi marido. En su traje están los visados”.



De camino al estadio nacional, convertido en improvisado sanatorio, hay que pasar por una calle donde se amontonan los cadáveres abandonados. Uno de ellos fue dejado encima de un colchón, apenas tapado por una sábana sucia. Como otros muchos, tiene los brazos abiertos e hinchados. Otro es por fin cargado en una carretilla y un tercero es trabajosamente acarreado por sus familiares sobre el somier de una cama vieja. Ése y no otro sigue siendo el paisaje de Puerto Príncipe. Un paisaje que en las televisiones y en los periódicos aparece amputado porque le falta el olor insoportable a muerte y el calor asfixiante. Un paisaje que en algunas crónicas aparece desvirtuado porque se incluye la palabra pillaje una palabra caliente y buena para titular, pero falsa e inoportuna si se aplica a la gente de Haití. ¿Es pillaje amañársela para que un pollo se acerque a la reja de una casa abandonada y meterlo luego en un saco en una ciudad donde no hay comida ni agua? ¿Es pillaje esperar a que uno de los guardias que custodian el supermercado más grande de la ciudad se despiste y trepar luego entre sus ruinas en busca de un cartón de leche? Jean Menard tiene la respuesta.



Menard es policía. De hecho, es uno de los pocos policías haitianos que estos días se ven por la ciudad. Junto a unos cascos azules de Nepal -que ya estaban aquí cuando el terremoto- custodia el cadáver del supermercado. Dice que por el olor está claro que el supermercado, abarrotado a la hora de la catástrofe, guarda mucha muerte dentro, pero también dice que aún no se descarta que haya gente con vida. “Hay quien dice que se oyen ruidos”. Pero ni Menard ni los nepalíes están allí para buscar a los posibles supervivientes -de hecho, nadie los busca- sino para evitar que la multitud que se agolpa en la esquina se abalance sobre el supermercado para rebanar alguna lata de comida. “Pero eso es muy peligroso”, dice el periodista. “Pero ellos tienen mucha hambre”, contesta él, haciendo un gesto con las manos como si pusiera en una balanza el hambre y el peligro. Y cada hora que pasa, cada hora que la ayuda internacional remolonea en el aeropuerto antes de lanzarse a pecho descubierto a las calles pacíficas y doloridas de Haití, el hambre irá pesando más, mucho más. Y también la rabia.



Porque ya hay rabia. Una rabia mansa, a la que todavía le puede más la resignación de este país acostumbrado a las desgracias. La rabia de una mujer joven acampada con su hija frente a la ruina del palacio presidencial, apenas cubiertas del sol por un trapo. Responde a las preguntas de rigor, ¿dónde le sorprendió el terremoto?, ¿perdió a algún familiar?, ¿cuál es su nombre?, pero luego, cuando ve que eso era todo, pregunta con un tono incipiente de rabia: “¿Eso es todo? ¿Sólo querían hablar? ¿Cuándo vendrá alguien que no sólo quiera hablar, que nos traiga un poco de ayuda?”.



No se sabe. Al parecer la ayuda internacional ya está aquí, incluso algunos bomberos llegados de un país lejano se han arriesgado entre los escombros y han logrado sacar con vida a un par de niños que se negaban a morir, pero muchos de los vecinos de Puerto Príncipe ya empieza a repetir una pregunta ante las libretas y las cámaras de medio mundo que le preguntan sin pudor las mismas cuestiones. Primero responden, educadamente, sin una mala mirada hacia caros los artefactos electrónicos, pero luego ya empiezan a repetir: “Oiga, señor, ¿cuándo van a venir a ayudarnos?”.

viernes, 15 de enero de 2010

La soledad de Marta

“Durante la siesta yo sueño con muertos a lo pavote; hoy llegué a contar hasta diez”, dijo Marta, una docente jubilada que enviudó joven y dedicó el último tiempo a cuidar a su madre. La mujer estaba sentada en el cobertizo de su casa y conversaba con su vecina Irene, que se mueve por el pueblo en una silla de ruedas eléctrica, con dos luces en la parte trasera, como si fuera un pequeño vehículo.


Una pared baja separaba a las dos. El pueblo estaba casi en silencio y la noche clara dejaba ver los dibujos imaginarios de las estrellas. Por la esquina pasó una mamá arrastrando una bicicleta para niños. El sonido de las rueditas rodando en el pavimento era todo lo que se escuchaba. Salvo la conversación de las dos mujeres, recorriendo en palabras iglesias, cementerios y espíritus. La voz de Marta retumbaba. Nunca pudo hablar sin gritar ni romper la rutina de la soledad.

Cuando la tarde termina ella se acomoda en una silla de caños metálicos y fundas de cuero, a esperar que alguien se acerque a conversar. Su única compañía son tres perros esquilados. A esos animales se suma una perra a la que nadie puede dominar y ha mordido a medio pueblo.

Marta espera por una compañía hace años, pero los prejuicios propios y ajenos la condenaron. Está tan sola, que hasta la perra indomable se apiada de ella.

jueves, 14 de enero de 2010

Brujería mexicana

Escribió una amiga mexicana, de pluma sensible...




“Estoy bajo el más cruel de los hechizos, uno de esos que provocan un dolor ligero, pero constante; de esos que se aferran a su víctima y le impiden imaginar, tan sólo, que puede compartir.

Desconozco quién puede odiarme tanto para conjurar una brujería de tal magnitud, evidentemente tampoco sé las razones, pero las que fueran son lo bastante poderosas que han hecho de éste, un pesar largo, que no vislumbra fin.

¿Qué me han hecho? Me han quitado toda posibilidad de querer y ser querida, no sé si para siempre y no sé qué debo hacer para romper el maleficio, lo único certero es que las personas que he querido, he deseado, he tenido ya no están, han desaparecido de una forma rápida y misteriosa: sin previo aviso, sin un adiós, sin un quizá, sin nada. Simplemente se van.

La primera vez fue lo normal, la segunda vez algo molesto, la tercera algo inevitable, la cuarta algo incomprensible, la quinta algo esperado, la sexta aún no encuentro la razón, la séptima fue un alucine, la octava un grave error y la novena ni siquiera se dio, antes de que eso ocurriera se fue.

Debo comentarlo, tengo sospechas de quién o cuándo pudo comenzar eso, pudo ser hace siete años cuando besé al hombre equivocado o hace cinco cuando, por seguir besando al hombre equivocado, rompí el corazón del correcto. Y no es precisamente que ese buen hombre, al que dejé sin más, haya querido regresarme todo ese dolor, lo dudo, pero comienzo a creer que alguna fuerza extraña lo hizo por él.

¿Hasta cuándo sucederá esto?¿qué debo hacer para romper el maleficio?



Quién me quería ver sufrir lo ha logrado, regocíjate pues.



...



...



Pero te advierto, no he desaparecido, sigo aquí y seguiré de pie”.

miércoles, 13 de enero de 2010

Haití duele


Guillén -poeta negro y cubano- imaginó a Haití como un país de cobre ensangrentado. El gran novelista haitiano Jacques Roumain (autor de una inolvidable novela llamada Los gobernantes del rocío, fundador del Partido Comunista de ese país, intelectual y finísimo escritor), rechazó el despojo que ha padecido un país tantas veces humillado, saqueado y deliberadamente empobrecido. Ambos (Guillén y Roumain) defendieron la dignidad de la negritud en la isla y soñaron con un futuro mejor para esa tierra triste. Pero el sueño no se concretó. Leo las noticias de hoy. Cien mil muertos, más de tres millones de afectados, la humanidad doliente que no está como está por culpa de un terremoto. El movimiento sísmico que permanece en el trasfondo de la dolorosa historia haitiana se llama indiferencia y capitalismo salvaje.

martes, 12 de enero de 2010

La peor enfermedad periodística

La peor enfermedad de los nuevos cronistas y de los no tan nuevos es creer que las buenas historias deben ser escritas necesariamente en primera persona. El ‘yoísmo’ es una enfermedad periodística.



Las mejores historias no tienen al cronista de protagonista, de estrella. El periodista es parte de la historia, el periodista mira y experimenta, pero no tiene por qué introducir el YO en cada párrafo.


Una historia es buena cuando SE SIENTE que el periodista estuvo allí. Una historia es débil cuando SE VE que el periodista estuvo allí. Para lograr lo primero hay que manejar muy bien las técnicas narrativas, el sentido común, el buen gusto y la humildad. Para lo segundo simplemente hay que buscar la fama, y el reconocimiento fácil (pero, sobre todo, no dejes de hacer buenos amigos).


Luis Miranda es de los primeros. Es un cronista que SE SIENTE. Por eso, El Pintor de Lavoes y otra crónicas, de Ediciones del Erizo, es un libro imprescindible para quienes esperan construir historias perdurables.


Miranda sorprende con sus entradas (lead) elaboradas con alma de catchascanista, y sus finales de pintor que baila salsa en las bravas calles del Callao. Y aunque sabe ser delicado, por lo general el Oso Miranda te golpea con frases que nunca sabes cómo pudo inventarse, para esos finales que nunca se te ocurrieron. Por último, el mejor cronista tiene una presencia invisible

Acerca de la crónica periodística

Tomado de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano




Dentro de este género literario que solemos llamar periodismo y que está determinado, si acaso, por el pacto de lectura –que asegura que lo que uno está contando de algún modo sucedió– hay una serie de subgéneros. La crónica es uno de ellos. Me gusta la palabra crónica. Defiendo la idea de crónica y supongo que la defiendo tanto más cuanto que la crónica es un anacronismo. Me gusta ya para empezar que en la palabra crónica esté la palabra cronos, es decir, tiempo. Obviamente todo lo que se escribe es sobre el tiempo, pero en el caso de la crónica es esa especie de inútil intento de atrapar el tiempo en el que uno vive, por supuesto está condenado al fracaso pero es absolutamente digno intentar una y otra vez.



La crónica tuvo su momento y ese momento pasó. América se hizo a base de crónicas. América se llenó de nombres y de conceptos y de ideas sobre ella a partir de esas crónicas, que eran como un intento increíble de adaptación de lo que se sabía a lo que no se sabía. Hay estos ejemplos notables en que un cronista de indias describe una fruta que no había visto nunca y dice: es como las manzanas de Castilla, solo que es ovalada y adentro tiene carne anaranjada. Obviamente no tenía nada que ver con la manzana de Castilla, pero tenía que partir de algo, no podía empezar de la nada. Partía de lo conocido para llegar a lo desconocido.



Así fue como se escribió América: en esas crónicas que partían de lo que esperaban encontrar aquí y chocaban con lo que sí encontraban. Creo que nos pasa un poco todo el tiempo. Cuando vamos a un lugar a tratar de contarlo o cuando nos enfrentamos a una situación y tratamos de contarla, vamos con lo que creemos que vamos a ver y chocamos con lo que vemos. Me parece que es en ese choque donde se producen cuestiones bastante ricas.



La crónica es un género altamente latinoamericano para el cual los latinoamericanos no estamos del todo equipados. Me resultaba curioso, sobre todo cuando viajaba por ahí, pensar que tenía una gran ventaja –al mismo tiempo gran desventaja– y es que yo como argentino no tengo una mirada programada. Si fuera francés vería todo a través del racionalismo cartesiano; si fuera inglés miraría con los ojos de un lord del imperio; si fuera norteamericano miraría con los ojos del patrón. No perteneciendo a ninguna de estas culturas fuertes, tenemos unos ojos que deben inventarse todo el tiempo a sí mismos. No sabemos desde dónde estamos mirando y eso por un lado es una debilidad y por otro es interesante porque nos obliga a crear el lugar desde el que estamos mirando.



Pero, insisto, la crónica es un anacronismo. Era una forma de contar en una época en que no había otras. Cuando empezó la fotografía, a finales del siglo XIX, comenzaron a aparecer estas revistas ilustradas en que las crónicas ocupaban cada vez menos espacio y las fotos cada vez más. Entonces lo que hacían era mostrar los lugares que antes describían. Antes de eso había algún grabado, algún óleo, alguna acuarela, pero era muy difícil su reproducción, casi imposible. La forma más fácil de reproducir una mirada sobre un lugar era la forma escrita, prácticamente la única forma de contar el mundo era la escrita.



La fotografía empezó a disputarle ese lugar, luego el cine, luego la televisión. Y quedó claro que la forma escrita es como la más pobre desde un punto para contar el mundo, la que da menos sensación de inmediatez, la que da menos sensación de verosimilitud, la que deja más en claro que uno está mirando a través de los ojos de otro. Esos que son en principio puntos en contra también pueden ser una ventaja y es sobre lo que hay que trabajar: el hecho de que hay una mirada que cuenta, que hay una capacidad de sugerencia de la palabra que la imagen no tiene (la imagen no sugiere, muestra), que hay la oportunidad de entrar a una cantidad de lugares que la cámara no tiene. Las posibilidades de registro de nuestro cerebro por suerte son todavía mejores que las de una cámara. No tenemos que sacar la cabeza y encender la luz roja: estamos en una situación que queremos contar y la recordamos y la contamos. Podemos actuar al escribir.



La crónica se definiría, entre otras cosas, por ocuparse de lo que no es noticia, de lo que no nos enseñaron a considerar noticia. La noticia en general tiene dos posibilidades: o habla de los poderosos o de los que se cayeron por alguna razón (un tipo que cometió un delito, o la víctima, o el accidentado). Pero la gente normal, con perdón de la expresión, no entra en el concepto de noticia que en general manejamos. La información, curiosamente, supone interesar a muchísima gente de lo que pasa con poquita, de los tejes y manejes de los pocos señores del poder. Esa es una decisión política fuerte de la información. Postular que lo que importa es lo que le pasa a ese pequeño sector está de manera tácita imponiendo un modelo del mundo en el cual lo significativo es lo que les sucede a unos pocos y los demás lo que deben hacer es consumir aquello que les sucede a esos pocos.



Me parece que la crónica se revela contra eso e intenta contar lo que le pasa a la gente más parecida a aquellos que leerían esa noticia. La crónica es una forma de pararse ante esa estructura de la información que habla de unos pocos y decir que vale la pena contar lo que le pasa a todos los demás. A veces es más importante, más noticioso, más informativo para mucha gente enterarse de lo que pasa con unas personas en una plaza cualquiera que leer las declaraciones de un ministro. Puede hablar más de sobre su vida, su país y sus circunstancias. Es una lástima que los medios no tomen la idea de que sería mejor contar vidas cotidianas. El periodismo tendría que dedicarse a la vida de todos.