El ruido de las personas plásticas que se levantaban en la mañana naciente era casi el único sonido que se escuchaba en la calle Sarmiento. El leve crujir competía con algunos ladridos de perros que vagabundean hundiendo hocicos en tarros plasticos con basura. El cielo negro se degradaba hacia el celeste y las estrellas titilaban.
Al cruzar frente a su casa bajita escuché que cerraba la puerta de la cocina. Con un poncho marrón colocado en los hombros enfiló hasta la vereda, agachando su cuerpo robusto para que su cabeza no golpeara contra las ramas de la parra. En el aljibe sin agua estaba colocada la cacerola para el lechero.
Caminó a mi lado hasta la calle Roca, apoyando una mano en mi hombro, gesto cálido y desusado en él. Al llegar a la esquina cruzó el terreno por el sendero que los pasos de los vecinos abrieron entre el pasto. “Buen viaje”, me dijo, como todas las mañanas. “Chau, abuelo”, le respondí. Y lo ví perderse entre árboles desnudos camino al hospital. Yo seguí mi recorrido dos cuadras hasta la Terminal de Omnibus, inaugurada en Trenel hace cinco días.