Ella estaba sentada junto a una baja pared. No muy lejos de allí se encontraba un niño que parecía entretenido con un juguete.
Más allá, un hombre de unos 50 años, con lentes, leía el diario tratando de adivinar la letra impresa cuando de pronto, la voz de embarque sonó para comenzar a subir por la explanada en busca del barco. No preguntó nada y fijó su mirada en las figuras demacradas de los viajeros que se atropellaban entre sí.
Las encorvadas mujeres llevaban pañuelos sobre la cabeza y en sus manos atados con ropa. Las más jóvenes insinuaban su belleza, su inocencia, su soledad, y su dolor en las marcas de sus rostros. Los hombres con sacos desgastados, caminaban junto a sus niños varones con pantalones cortos. La humildad de las prendas contrastaba con el uniforme de los empleados de la aduana, los sacerdotes y los oficiales del barco.
La espera en el puerto de Villagarcía se había convertido en otro desafío para la abuela y su nieta, después de haber abandonado la aldea Roxos. El tren las había depositado en el lugar junto a soldados, marinos y obreros. En la dársena convivían historias de vida: buscadores de propinas, funcionarios del puerto, ladronzuelos de migajas; uniformados de opereta sin más muda de recambio que el fulgor de sus botones, emigrantes sumisos o altaneros.
La espera se tornaba inaguantable mientras los pasajeros consumían su tiempo en modestas posadas, en sucios tugurios o en la periferia de la ciudad. Sus magros ahorros se volaban, como las esperanzas.
Mercedes caminó unos pasos entre la muchedumbre y vio a unos señores muy bien vestidos que después supo eran inspectores que levantaban actas por excesos de pasaje a una familia numerosa.
Formando una rueda, mujeres solas que se iban a trabajar a América de sirvientas, de limpiadoras, de planchadoras, de amas de cría o quizás de prostitutas, charlaban entre sí.
Los sombreros y los largos y elegantes vestidos de las señoras pudientes se distinguían entre la multitud de hombres pobres que esperaban ansiosamente la partida.
Como muchos otros, Mercedes junto a su abuela habían pasado dos noches al aire libre. No podían mantenerse en pie, extenuadas por el sueño y el cansancio. Agotadas por la humillación, veían a su alrededor que seguían llegando obreros, peones, jornaleros, desocupados y campesinos. Delante de una pequeña mesa, el sobrecargo que permanecía sentado reunía a las personas en grupos, apuntaba sus nombres en una hoja impresa para que con ella en la mano, fueran a buscar la comida a la cocina antes de zarpar.
Un cartel, -en distintas gamas de color verde-, pegado sobre una húmeda pared recordaba las futuras partidas de buques, sus nombres y sus destinos. La compañía Mala Real Inglesa enumeraba sus naves y un gráfico explicaba el trayecto sobre un mapa distorsionado. Inglaterra, Francia y España eran los países por donde pasarían los buques, para luego avanzar sobre el océano atlántico hasta Sudamérica.
El saco que llevaba la abuela apretujado bajo uno de sus brazos sería el único abrigo en la incierta travesía. En él llevaba el alba, el aroma de la huerta y de los arbustos; y las noches de lunas y estrellas de la aldea.
Mercedes, con sus zapatos manchados de tierra, seguía los firmes pasos de su único familiar quien ya sentía los años, motivo de sobra para que un destino poco claro le atemorizara.
Mientras tanto los marineros apuraban el embarque. Baúles y rezos se mezclaban en los días del destierro, mientras las voces desnudas de palabras se apoderaban de viejos labradores que se iban de su patria el 11 de julio de 1925, a las cinco de la tarde en un puerto envuelto en bruma. Mientras subían al imponente barco se llevaban el honor, la palabra y la brisca.
Mercedes siguió en silencio a su abuela. Aún tenía presente la despedida con su hermana en la aldea. Como ironía de la vida el buque en que zarparían se llamaba “Deseado”. Al abordar la nave, Mercedes giró su cabeza y posó sus ojos sobre una niña que abrazada a una mujer lloraba desconsoladamente. La pequeña tenía las mejillas enrojecidas y la mirada llena de lágrimas. Cerca de ambas, hombres y mujeres de distintas edades expresaban alegrías y tristezas. Un padre alzó a su pequeña hija de pelos enrulados y con sus manos torpes recorrió su cara, la línea de su boca y el perfil de su nariz. Un beso profundo en la mejilla selló el adiós. Mercedes escapó de la escena y buscó algo de paz en el cielo. Descubrió que después de días de cerrazón y bruma, la luz del sol se había hecho camino entre las nubes y su calor golpeaba con lentitud la cubierta del barco. Su mirada buscó al horizonte, pero no lo pudo divisar. Tampoco alcanzaba a divisar a dónde irían, qué comerían y dónde dormirían. El buque de once mil toneladas se preparaba para partir. Despacio la nave movió las aguas tranquilas y Mercedes sintió que España le dolía en todo el cuerpo.
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