Una madrugada descendí de un colectivo cargando un pequeño bolso. Recuerdo la fría noche y la calle sin nombre por la que caminé hasta el hospedaje. Tuve que golpear varias veces hasta que el joven sereno despertó. Con una voz ronca me pidió los datos para anotarme en el desprolijo libro de ingresos de pasajeros: un cuaderno de 16 páginas.
-Es viajante, verdad, dijo con seguridad.
-No, periodista, le respondí.
Levantó la vista y pude ver con claridad su cara marcada por la tela de la almohada y una mueca de sorpresa.
-Aquí sólo vienen viajantes, dijo mientras se desperezaba.
Después me entregó la llave de la habitación. En el diminuto cuarto revestido en machimbre acomodé mis pertenencias y busqué el calor de las frazadas. Cansado por más de 10 horas de viaje por la chatura de la llanura pampeana, sólo quería dormir. Sentía la necesidad de anclar mi vida. Me pesaban años de turbulencia personal.
En la penumbra y el silencio profundo recordé que era la segunda vez que pisaba el pueblo. La primera fue muchos años antes, cuando aún funcionaba el tren y las cantinas servían sopa de verduras.
No sé cuanto dormí. Pero cuando desperté el hospedaje estaba sin empleados. Un cartel escrito en un cuaderno decía que el café y las tostadas estaban en la cocina. Me serví una taza, mordí el pan y volví a caminar por la calle sin nombre.
En la Terminal de Ómnibus, frente a la plaza, no demoraron muchos segundos para saber que no era del pueblo. Compartí una breve charla y me dieron las indicaciones que buscaba.
Caminé despacio y descubrí que el aire estaba claro y el cielo muy celeste. El viento suave y frío me acompañó hasta uno de los accesos. En mi andar crucé pocos autos, muchos camiones, algunos ciclistas, casi ningún peatón. Todos percibieron que era foráneo.
Al llegar a la ancha calle de tierra supe que allí debía doblar. Una cortina de álamos cubría el lugar. Mis pies quedaban marcados sobre el piso algo arenoso y el silencio era alterado por el aleteo de algún pájaro.
Al llegar, empujé despacio la puerta de hierro y entre tumbas antiguas busqué la de mi abuelo. Sobre una lápida gris leí las dos placas. Una de 1956, el año de su muerte. Otra de 1970 dedicada por sus nietos. Recordé que fue ese el año en que recorrí el pueblo por primera vez junto a mis hermanos y padres. Delante del monumento le confesé en silencio mis temores y mis inseguridades. Sentía el alma perdida.
“Dame una señal”, le murmuré. O le rogué. Y me alejé de la piedra gris y del frasco de vidrio colocado como florero.
Después retorné muy despacio y noté que la luz del sol de la mañana se colaba entre las ramas de los álamos dibujando sombras. Las piernas me dolían.
La tranquilidad del lugar aplacó mis pensamientos y el aire refrescó mi cara. Por la calle sin nombre busqué el hospedaje, tomé mis cosas y me marché hacia la Terminal. Después de dos horas de espera, informaron que el colectivo no pasaría. Un desperfecto lo dejó al costado del camino. La noticia no me alteró. Pensé que quizás fuera una señal. En esa paz del pueblo sentí que la vida estaba en otra parte, tal vez aquí, y que debía darle una oportunidad.
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