miércoles, 19 de septiembre de 2007

Cicatrices en el agua

Sentado en la cocina, junto a su padre compartiendo unos mates, Jorge Lucero escuchó por la radio los números del sorteo para el Servicio Militar Obligatorio. La voz del locutor oficial indicó el 969. Percibió desde ese momento que estaba condenado a servir en la Marina. Corría el año 1980. Jorge, ya había completado los estudios secundarios y decidió trabajar de albañil hasta el llamado para cumplir con la “colimba”. El 1 de octubre de 1981 fue parte de la última incorporación de conscriptos y dos meses después lo destinaron al crucero General Belgrano.
Formó parte de la División Nácar integrada por 6 hombres. Llevaban entre sus manos las cartas de navegación hacia el Puente de Comando. Ordenes confidenciales en pleno conflicto bélico. “Éramos mensajeros de información muy reservada”, recordó. La navegación del buque se modificaba según indicaciones del Comando Mayor.
El domingo 2 de mayo el “Belgrano” luchaba contra el fuerte viento y el clima hostil. El periscopio del submarino enemigo británico Conqueror ya lo había localizado.
Jorge, en su puesto de combate, miró el reloj. Marcaba las 15.45. El cambio de guardia se demoraba. Desde lo alto de la torre del Puente de Comando decidió ir hasta la popa de la nave. Bajó cientos de peldaños y buscó los dormitorios. Despertó a sus compañeros para que tomen la guardia. Para que lo releven. Desando el largo trayecto. Apuró los pasos. Corrió unos metros. Cuando estaba subiendo, sintió una gran explosión. Había pasado un minuto de las cuatro de la tarde. Un torpedo había impactado en la sala de maquinas de la popa. Jorge Lucero cayó sobre sus rodillas. Golpeó su cuerpo contra los escalones. Diez segundos después otra explosión terminó de herir a la nave. La iluminación se apagó. Chorros de petróleo, humo, gases, fuego, vapor, y cientos de voces que gritaban, entre gemidos de dolor. Algunos marinos escapaban con sus cuerpos llenos de quemaduras. Los ruidos de los motores se apagaron y un silencio mortal cundió por el buque.
“Pude mantenerme en pie. Corrí en busca del casco y un salvavidas. Con una de mis manos tomé la bolsa para llevar a la balsa. Volví a correr. El aire estaba enrarecido. Pensaba que debía llegar hasta la proa del barco” dice Jorge.
La tripulación conocía por los entrenamientos donde estaban las estaciones de abandono de la nave en caso de hundimiento. “Llegué hasta allí no sé cómo. Tuve que volver a bajar escaleras y alcance a presentarme ante mi superior. Miré hacia los costados y no encontré a los compañeros que debían estar allí” recuerda Jorge. Nunca más los volvería a ver, mientras, minuto a minuto, el crucero se inclinaba. El combustible se comenzó a derramar por el mar.
Las balsas fueron arrojadas al agua y se inflaron. Cada marinero debía saltar “de panza” hacia su salvación. Muchos caían al mar helado y debían ser rescatados. Nadie podría sobrevivir más de cinco minutos en esas aguas. En la balsa, con forma de nuez y con sus techos anaranjados, quince marinos buscaban escapar del horror. “Con nosotros estaba un tripulante herido. Sus quemaduras eran graves. Me tocó asistirlo. No pudo sobrevivir” narra Jorge. Su voz se apaga. Hace una larga pausa.
La balsa era arrastrada por la corriente junto a otras. En ellas llevaban un botiquín y un Evangelio. Tabletas de vitaminas y latas con agua potable; una brújula y linternas. “Esas horas fueron terribles e interminables. La balsa se hundía en las olas. Nos sacudía. Nos tambaleaba. Sentíamos el viento y la lluvia golpear en el techo de la balsa” prosigue Jorge.
A una hora del ataque, el Crucero Belgrano retorcía su armazón en el profundo océano y el Atlántico sur se convirtió en un cementerio de agua. Los sobrevivientes en sus balsas debían mantener sus cuerpos calientes. El temporal desató olas de diez metros y la noche sembró más temor.
Después de treinta horas se escucharon las hélices de un avión sobrevolando las balsas. Jorge alzó su cabeza por sobre la escotilla del toldo y escrutó el horizonte. La silueta del buque Piedra Buena asomó ante su mirada. Sonaron sirenas. “Nos ubicaron a la una de la tarde del lunes, y como a las dos comenzó el rescate. Yo subí al destructor Piedra Buena, que era una de las naves escoltas del Crucero Belgrano que había escapado del ataque de los ingleses, a las ocho de la noche” dice
Hoy, sobre la calle España, en la última cuadra pavimentada, hacia el sur del pueblo de Trenel, hay un taller de chapa y pintura ubicado en el fondo de un terreno. El galpón está ocupado por algunos autos en reparación. En su interior se respira aire a pintura en aerosol, mientras las chispas de las soldaduras conviven con golpes de martillos, amoladoras y lijas. Allí, cada día, Jorge Lucero, le pone empeño a su labor cotidiana. Enfundado en su ropa de trabajo, está muy lejos de ser aquel joven muchacho que vestía de marinero en abril de 1982. Por su cara corren las muecas de la historia, y de sus labios se desprenden pocas palabras. Sus silencios largos dejan huellas en la conversación. Un domingo tormentoso, 25 años atrás, Jorge le escapó a la muerte sumergido en una balsa con forma de nuez.

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