La mujer de mediana edad se dirigió ale fondo del colectivo y se sentó en el suelo. Fue la mejor comodidad que pudo conseguir. A su lado, apoyó la muleta que la ayuda a caminar y que tiembla con los primeros sacudones del viaje. Es lunes, el reloj de mi celular marca las 7 y 45.
Tuvimos que esperar más de media hora la llegada del colectivo. En la Terminal de ómnibus muchos vecinos esperaban fastidiados. Aunque casi todos nos conocemos no hay muchas conversaciones. Sólo un tímido buen día se escucha cada vez que alguien entra al edificio.
Un mecánico de maquinas agrícolas se apoyó en el mostrador de la cantina y pidió un aperitivo. “Es para calentar el cuerpo” me dijo, mientras miraba la pantalla del televisor sintonizada en un canal de noticias.
El cantinero, un hombre de hablar muy pausado pronunció su frase preferida: “está todo sospechosamente bien, pero más tarde se complica”. Después volvió a su silla y a su rutina.
El frío y la llovizna son los pocos comentarios para romper el silencio y matizar una espera que altera el humor. Algunos viajan por trabajo, otros por estudio. Muchos van al hospital. Una joven embarazada me mira nerviosa. En una de sus manos lleva un sobre con una radiografía. Explica que perderá el turno en el médico. Su enojó se apacigua cuando los vidrios de la Terminal vibran: es el colectivo que se acerca al andén.
En fila esperamos el turno para que el chofer corte los boletos. Algunos pasajeros se acomodaron como pudieron en los pocos asientos libres. Unos veinte quedamos parados en el pasillo, muchos con gestos que muestran desagrado.
Los aromas corporales se sienten en la mañana aunque la calefacción despide poco calor.
Las ventanillas están empañadas. Afuera una llanura extensa espera por la lluvia que alimente el suelo solitario.
Tres señoras mayores permanecen aferradas con fuerza a los asientos, paradas y de mal humor. Varios jóvenes que venían en viaje tienen los ojos cerrados, como dormitando. Disimulan mal la situación. Nadie cede su lugar. No importa la edad, ni la condición de salud de los pasajeros. El monótono viaje por la ruta provincial 4 desde el pueblote Trenel a General Pico, llevará más de media hora y la marcha es lenta.
Por los parlantes del ómnibus comienza a escucharse el programa de Juan Ramón, por FM Alegría. La música cuartetera se apodera de la mañana. Después, el locutor lee las necrológicas y algunos titulares de los diarios.
Un trabajador con un bolso a sus pies viene de lejos y se balancea de un lado a otro molestando a los demás en forma involuntaria. Tiene la cara hinchada por el alcohol. Imagino que su mañana se inició cuando aún era de noche, y en algún bar del pueblo hizo su primera parada: su aliento a caña inunda el ambiente.
En el interior del micro se siente el hacinamiento, la incomodidad y el peligro de viajar bajo esas condiciones.
Dos niños pequeños duermen juntos en el mismo asiento tapados con sus camperas. Su mamá se mantiene atenta a sus movimientos, y en voz baja se queja de las incomodidades. Sus hijos deben llegar a tiempo para ser atendidos en el hospital. El colectivo pasó por su pueblo a las 5 de la mañana con más de 20 minutos de retraso.
Una pareja de adolescentes enamorados están más que juntos y parecen ausentes a todo lo que ocurre a su alrededor. Para ellos el tiempo del viaje no tiene importancia, pero para la mujer que viaja delante de ellos sí. En pocos kilómetros miró más de seis veces el reloj, e intentó hablar por su celular. Está nerviosa y su rostro es de un mal humor creciente.
Afuera, el paisaje que se asoma por las ventanillas no se modifica. Los sacudones persisten en el trayecto, y la amortiguación del colectivo hace temblar los vidrios de las ventanillas. Los números indicadores de cada asiento titilan y otros ni siquiera tienen luz. Igual están de adorno: nunca venden los pasajes con numeración.
La pachanga sigue sonando, la llanura no cambia Las mujeres y los hombres que están parados se irritan cada vez más. Una joven madre comienza a darle el pecho a su bebé, tierna imagen para ilustrar una mañana ajetreada.
Hay pasajeros parados hasta en el estribo. Sobre el torpedo del colectivo descansa un mate con su bombilla. Al lado dos recipientes plásticos amarillos -uno con cuchara- que contienen yerba y azúcar; una bolsa con chizitos y un paquete de galletitas saladas desparramadas. Se parece mucho a una mesada de cocina.
Varias mujeres llevan sus hijos sobre sus faldas. El movimiento del pavimento desparejo bambolea al colectivo y a los que viajamos parados. La luz del sol comienza a pegar en el parabrisas y el chofer cuelga una toalla de color naranja para atajarse de la resolana.
Cuando el colectivo llega a la rotonda de acceso descienden algunos pasajeros haciendo malabares con sus cuerpos para salir. En pocos minutos el antiguo colectivo estaciona en el andén 3 de la moderna Terminal de la ciudad de General Pico. A las 8 y 35 de la mañana el viaje finaliza.
El sol se muestra entre las nubes, mientras el aire refresca los rostros pálidos de los pasajeros que uno a uno descienden los tres escalones que los separa del piso. Una mujer joven se queja en forma airada, y otros la siguen en el reclamo. Una sola frenada brusca hubiera impactado la cabeza de algunos de ellos en el parabrisas.
La voz de un canillita ofreciendo el diario se mezcla entre los gritos quejosos. Después los maltratados pasajeros se dispersan en la gran ciudad que los devolverá a los pueblos cuando asome el ocaso. Y una nueva aventura cotidiana será parte de nuestras vidas: viajar en un colectivo interurbano en La Pampa.
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martes, 8 de enero de 2008
El viaje de la mañana
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miércoles, 19 de septiembre de 2007
Antes de partir para siempre
Ella estaba sentada junto a una baja pared. No muy lejos de allí se encontraba un niño que parecía entretenido con un juguete.
Más allá, un hombre de unos 50 años, con lentes, leía el diario tratando de adivinar la letra impresa cuando de pronto, la voz de embarque sonó para comenzar a subir por la explanada en busca del barco. No preguntó nada y fijó su mirada en las figuras demacradas de los viajeros que se atropellaban entre sí.
Las encorvadas mujeres llevaban pañuelos sobre la cabeza y en sus manos atados con ropa. Las más jóvenes insinuaban su belleza, su inocencia, su soledad, y su dolor en las marcas de sus rostros. Los hombres con sacos desgastados, caminaban junto a sus niños varones con pantalones cortos. La humildad de las prendas contrastaba con el uniforme de los empleados de la aduana, los sacerdotes y los oficiales del barco.
La espera en el puerto de Villagarcía se había convertido en otro desafío para la abuela y su nieta, después de haber abandonado la aldea Roxos. El tren las había depositado en el lugar junto a soldados, marinos y obreros. En la dársena convivían historias de vida: buscadores de propinas, funcionarios del puerto, ladronzuelos de migajas; uniformados de opereta sin más muda de recambio que el fulgor de sus botones, emigrantes sumisos o altaneros.
La espera se tornaba inaguantable mientras los pasajeros consumían su tiempo en modestas posadas, en sucios tugurios o en la periferia de la ciudad. Sus magros ahorros se volaban, como las esperanzas.
Mercedes caminó unos pasos entre la muchedumbre y vio a unos señores muy bien vestidos que después supo eran inspectores que levantaban actas por excesos de pasaje a una familia numerosa.
Formando una rueda, mujeres solas que se iban a trabajar a América de sirvientas, de limpiadoras, de planchadoras, de amas de cría o quizás de prostitutas, charlaban entre sí.
Los sombreros y los largos y elegantes vestidos de las señoras pudientes se distinguían entre la multitud de hombres pobres que esperaban ansiosamente la partida.
Como muchos otros, Mercedes junto a su abuela habían pasado dos noches al aire libre. No podían mantenerse en pie, extenuadas por el sueño y el cansancio. Agotadas por la humillación, veían a su alrededor que seguían llegando obreros, peones, jornaleros, desocupados y campesinos. Delante de una pequeña mesa, el sobrecargo que permanecía sentado reunía a las personas en grupos, apuntaba sus nombres en una hoja impresa para que con ella en la mano, fueran a buscar la comida a la cocina antes de zarpar.
Un cartel, -en distintas gamas de color verde-, pegado sobre una húmeda pared recordaba las futuras partidas de buques, sus nombres y sus destinos. La compañía Mala Real Inglesa enumeraba sus naves y un gráfico explicaba el trayecto sobre un mapa distorsionado. Inglaterra, Francia y España eran los países por donde pasarían los buques, para luego avanzar sobre el océano atlántico hasta Sudamérica.
El saco que llevaba la abuela apretujado bajo uno de sus brazos sería el único abrigo en la incierta travesía. En él llevaba el alba, el aroma de la huerta y de los arbustos; y las noches de lunas y estrellas de la aldea.
Mercedes, con sus zapatos manchados de tierra, seguía los firmes pasos de su único familiar quien ya sentía los años, motivo de sobra para que un destino poco claro le atemorizara.
Mientras tanto los marineros apuraban el embarque. Baúles y rezos se mezclaban en los días del destierro, mientras las voces desnudas de palabras se apoderaban de viejos labradores que se iban de su patria el 11 de julio de 1925, a las cinco de la tarde en un puerto envuelto en bruma. Mientras subían al imponente barco se llevaban el honor, la palabra y la brisca.
Mercedes siguió en silencio a su abuela. Aún tenía presente la despedida con su hermana en la aldea. Como ironía de la vida el buque en que zarparían se llamaba “Deseado”. Al abordar la nave, Mercedes giró su cabeza y posó sus ojos sobre una niña que abrazada a una mujer lloraba desconsoladamente. La pequeña tenía las mejillas enrojecidas y la mirada llena de lágrimas. Cerca de ambas, hombres y mujeres de distintas edades expresaban alegrías y tristezas. Un padre alzó a su pequeña hija de pelos enrulados y con sus manos torpes recorrió su cara, la línea de su boca y el perfil de su nariz. Un beso profundo en la mejilla selló el adiós. Mercedes escapó de la escena y buscó algo de paz en el cielo. Descubrió que después de días de cerrazón y bruma, la luz del sol se había hecho camino entre las nubes y su calor golpeaba con lentitud la cubierta del barco. Su mirada buscó al horizonte, pero no lo pudo divisar. Tampoco alcanzaba a divisar a dónde irían, qué comerían y dónde dormirían. El buque de once mil toneladas se preparaba para partir. Despacio la nave movió las aguas tranquilas y Mercedes sintió que España le dolía en todo el cuerpo.
Más allá, un hombre de unos 50 años, con lentes, leía el diario tratando de adivinar la letra impresa cuando de pronto, la voz de embarque sonó para comenzar a subir por la explanada en busca del barco. No preguntó nada y fijó su mirada en las figuras demacradas de los viajeros que se atropellaban entre sí.
Las encorvadas mujeres llevaban pañuelos sobre la cabeza y en sus manos atados con ropa. Las más jóvenes insinuaban su belleza, su inocencia, su soledad, y su dolor en las marcas de sus rostros. Los hombres con sacos desgastados, caminaban junto a sus niños varones con pantalones cortos. La humildad de las prendas contrastaba con el uniforme de los empleados de la aduana, los sacerdotes y los oficiales del barco.
La espera en el puerto de Villagarcía se había convertido en otro desafío para la abuela y su nieta, después de haber abandonado la aldea Roxos. El tren las había depositado en el lugar junto a soldados, marinos y obreros. En la dársena convivían historias de vida: buscadores de propinas, funcionarios del puerto, ladronzuelos de migajas; uniformados de opereta sin más muda de recambio que el fulgor de sus botones, emigrantes sumisos o altaneros.
La espera se tornaba inaguantable mientras los pasajeros consumían su tiempo en modestas posadas, en sucios tugurios o en la periferia de la ciudad. Sus magros ahorros se volaban, como las esperanzas.
Mercedes caminó unos pasos entre la muchedumbre y vio a unos señores muy bien vestidos que después supo eran inspectores que levantaban actas por excesos de pasaje a una familia numerosa.
Formando una rueda, mujeres solas que se iban a trabajar a América de sirvientas, de limpiadoras, de planchadoras, de amas de cría o quizás de prostitutas, charlaban entre sí.
Los sombreros y los largos y elegantes vestidos de las señoras pudientes se distinguían entre la multitud de hombres pobres que esperaban ansiosamente la partida.
Como muchos otros, Mercedes junto a su abuela habían pasado dos noches al aire libre. No podían mantenerse en pie, extenuadas por el sueño y el cansancio. Agotadas por la humillación, veían a su alrededor que seguían llegando obreros, peones, jornaleros, desocupados y campesinos. Delante de una pequeña mesa, el sobrecargo que permanecía sentado reunía a las personas en grupos, apuntaba sus nombres en una hoja impresa para que con ella en la mano, fueran a buscar la comida a la cocina antes de zarpar.
Un cartel, -en distintas gamas de color verde-, pegado sobre una húmeda pared recordaba las futuras partidas de buques, sus nombres y sus destinos. La compañía Mala Real Inglesa enumeraba sus naves y un gráfico explicaba el trayecto sobre un mapa distorsionado. Inglaterra, Francia y España eran los países por donde pasarían los buques, para luego avanzar sobre el océano atlántico hasta Sudamérica.
El saco que llevaba la abuela apretujado bajo uno de sus brazos sería el único abrigo en la incierta travesía. En él llevaba el alba, el aroma de la huerta y de los arbustos; y las noches de lunas y estrellas de la aldea.
Mercedes, con sus zapatos manchados de tierra, seguía los firmes pasos de su único familiar quien ya sentía los años, motivo de sobra para que un destino poco claro le atemorizara.
Mientras tanto los marineros apuraban el embarque. Baúles y rezos se mezclaban en los días del destierro, mientras las voces desnudas de palabras se apoderaban de viejos labradores que se iban de su patria el 11 de julio de 1925, a las cinco de la tarde en un puerto envuelto en bruma. Mientras subían al imponente barco se llevaban el honor, la palabra y la brisca.
Mercedes siguió en silencio a su abuela. Aún tenía presente la despedida con su hermana en la aldea. Como ironía de la vida el buque en que zarparían se llamaba “Deseado”. Al abordar la nave, Mercedes giró su cabeza y posó sus ojos sobre una niña que abrazada a una mujer lloraba desconsoladamente. La pequeña tenía las mejillas enrojecidas y la mirada llena de lágrimas. Cerca de ambas, hombres y mujeres de distintas edades expresaban alegrías y tristezas. Un padre alzó a su pequeña hija de pelos enrulados y con sus manos torpes recorrió su cara, la línea de su boca y el perfil de su nariz. Un beso profundo en la mejilla selló el adiós. Mercedes escapó de la escena y buscó algo de paz en el cielo. Descubrió que después de días de cerrazón y bruma, la luz del sol se había hecho camino entre las nubes y su calor golpeaba con lentitud la cubierta del barco. Su mirada buscó al horizonte, pero no lo pudo divisar. Tampoco alcanzaba a divisar a dónde irían, qué comerían y dónde dormirían. El buque de once mil toneladas se preparaba para partir. Despacio la nave movió las aguas tranquilas y Mercedes sintió que España le dolía en todo el cuerpo.
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