viernes, 15 de enero de 2010

La soledad de Marta

“Durante la siesta yo sueño con muertos a lo pavote; hoy llegué a contar hasta diez”, dijo Marta, una docente jubilada que enviudó joven y dedicó el último tiempo a cuidar a su madre. La mujer estaba sentada en el cobertizo de su casa y conversaba con su vecina Irene, que se mueve por el pueblo en una silla de ruedas eléctrica, con dos luces en la parte trasera, como si fuera un pequeño vehículo.


Una pared baja separaba a las dos. El pueblo estaba casi en silencio y la noche clara dejaba ver los dibujos imaginarios de las estrellas. Por la esquina pasó una mamá arrastrando una bicicleta para niños. El sonido de las rueditas rodando en el pavimento era todo lo que se escuchaba. Salvo la conversación de las dos mujeres, recorriendo en palabras iglesias, cementerios y espíritus. La voz de Marta retumbaba. Nunca pudo hablar sin gritar ni romper la rutina de la soledad.

Cuando la tarde termina ella se acomoda en una silla de caños metálicos y fundas de cuero, a esperar que alguien se acerque a conversar. Su única compañía son tres perros esquilados. A esos animales se suma una perra a la que nadie puede dominar y ha mordido a medio pueblo.

Marta espera por una compañía hace años, pero los prejuicios propios y ajenos la condenaron. Está tan sola, que hasta la perra indomable se apiada de ella.

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