Gerardo estaba en el jardín de su casa cuando sonó el celular. “Eugenia llamando”, titilaba en la pantalla del Nokia y decidió no atender. El silencio volvió en la tarde. No quiso pensar que hubiera pasado si su esposa descubría la comunicación. En los últimos meses, ella se había vuelto celosa y metida en todos los asuntos, hasta exasperarlo.
Gerardo había logrado a los 50 años estabilidad emocional. De físico delgado y elegancia, había tenido muchas mujeres en su vida, pero todo se había desbarrancado cuando pisó los 30. La novia que más amaba se esfumó. Siempre confesaba a sus amigos lo poco que cuidó a esa pareja, a pesar del amor que le tenía. Solo se dio cuenta del estado de enamoramiento cuando ella le entregó una carta en un bar porteño a modo de despedida. Luego perdió el rumbo, amigos y trabajos. Nada parecía contenerlo. Fueron años de un exilio impuesto por él. Una penitencia a su torpeza con el amor. Sólo se estabilizó pasando los 40 años, cuando regresó de vagar por pueblos alejados y se asentó en su ciudad natal, junto al mar.
Ahora, ya casado, era un hombre respetado por su inteligencia en la escritura. Poseía una de las bibliotecas más completas y su avidez por la lectura parecía enfermiza. Esa actividad solitaria, conjugaba con su personalidad: de pocas palabras pero precisas. Escapaba a los tumultos, a los gritos y no soportaba compartir una comida con más de ocho personas.
“Carajo, quien habrá sido la mujer que te convirtió en semejante egoísta”, le había gritado su esposa meses atrás en la cama. Él no reaccionó y guardó silencio. La vida de Gerardo estaba planchada, como el mar con el viento norte. Pero supo que Eugenia y su temperamento sería capaz de provocar cualquier remolino. Se arrepintió de haberlo dado el número de teléfono. Sabía de la audacia de su ex novia, que lo podría arrinconar. El sonido del celular se repitió y decidió atender. No quería pasar por un cagón, como hace 25 años atrás. (Continuará)
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