Cuando Eugenia entró al departamento se maldijo por no haberse quedado callada. Estrujó el papel con el número de celular de Gerardo y lo echó en una cajita de madera, cerca de unos adornos con pececitos. Ella no había podido reprimir las ganas de ofenderlo por un episodio amoroso de 25 años atrás y que pensó olvidado. Estaba rabiosa y furiosa. A veces se reía sola al no poder contener su incontinencia verbal hacia los varones. Pero esta vez era distinto. Entendió que su malestar por su situación sentimental complicada lo había descargado con la persona equivocada. ¿Con qué derecho?, pensó.
Gerardo subió a su auto y lo puso en marcha. Había quedado descolocado por el encuentro casual, pero mucho más por el recuerdo del amor adolescente no consumado, que ella le recriminó. Mientras avanzaba por las calles con aroma a tilos pensó que Eugenia lo consideraba un cagón. Ella desde su juventud había sido resuelta y audaz. Eso la hacía una mujer más bella. Gerardo estacionó cerca de la playa. Observar el mar lo ayudaba a pensar. Media hora después regresó a su casa convencido que el breve encuentro no tendría más repercusiones internas y que las palabras de Eugenia sólo habían sido una provocación, como en sus años jóvenes.
Eugenia despertó a su hijo y luego llamó por teléfono a su pareja para contarle que en 15 días regresaban a Rosario. Luego colgó y rogó para que Gerardo, por el cual mantenía un cariño innato, supiera por dónde volver a empezar. No había razón para echar a perder una relación humana que podría convertirse en una amistad adulta. Ella ingresó al baño y abrió la ducha. Se quitó apresurada la ropa y su desnudez se metió bajo las gotas templadas. Cerró los ojos, alzó la cabeza y dejó que el agua empapara su cara. ¿Y si hubiera sido Gerardo el primero?, pensó. El sonido nervioso del timbre la quitó del trance (continuará).
Ella está enamorada de su marido?
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