Luisa habla fuerte, casi a los gritos y rompe el silencio de la mañana. Su casa bajita, ubicada en la esquina de las calles Alem y San Martín, tiene las paredes pintadas de un verde chillón que se entronca con el tono de voz. Durante media hora o más, cada mañana, la esquina céntrica del pueblo de Trenel es de su propiedad. Luisa se levanta muy temprano y suelta a los tres perros. Después espera por el canillita, al que siempre reta con tono docente, porque el chico le trae tarde el diario.
Por la vereda camina despacio y saluda a los pocos habitantes que a esa hora circulan por el pueblo. Su cara se ilumina cuando el quinielero la visita y según la voz los vecinos se enteran si acertó algún premio.
La casa de Luisa tiene tres ventanas, la única persiana abierta es la del comedor diario. Desde allí asoma la cabeza para mirar hacia la calle. Tres también son los árboles de la vereda que un día de otoño mutiló. “Me cansaba barrer la hojas todos los días”, me dijo una tarde buscando justificar el daño en las plantas. Los árboles ahora lucen desnudos, solitarios y desprotegidos.
La rutina, incluye la conversación cotidiana junto a su amiga y vecina, Lidia. Se juntan cerca del cordón de la vereda y mantienen una larga charla. Luisa apoya el cuerpo en la escoba, Lidia habla sentada en la bicicleta. Las dos mujeres están unidas por la historia familiar y algo más: son maestras jubiladas.
Después, cuando Lidia siga su recorrido por las calles del pueblo, Luisa les grita a los perros para que vuelvan al patio. Luego, se sienta en el comedor diario de la casa cerca de la ventana y desde allí observa toda la esquina. Y también mira los árboles mutilados, tan solitarios como su vida.
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