El 15 de setiembre la Escuela 54 cumple 98 años. Ese día van a reencontrarse los alumnos egresados en 1957. Esa tarde caminarán por la calle Alem con su vereda llena de fresnos y cruzarán la doble puerta por donde emigraron hace 50 años. A la derecha podrán leer la misma frase de aquellos tiempos escrita en letras metálicas: “Este edificio ha sido construido por el gobierno nacional” y por las ventanas podrán observar el jardín con sus palmeras, pinos y arbustos. Más allá el mástil y la bandera argentina.
En el fondo de una de las aulas los antiguos pupitres están guardados en un rincón. Sobre sus tapas de madera gastada permanecen tallados nombres de otras épocas. Recuerdos dibujados en letras imperfectas. En un tiempo ocuparon cada aula bautizada con apellidos de próceres: San Martín, Belgrano o Moreno perduran en retratos colgados arriba de los pizarrones.
Sobre los pupitres colocaban su tintero y su pluma. En al mueca de la madera el lápiz. En la pared del fondo colgaban sus ropas. En los armarios guardaban los útiles y mapas. En pocos días esos ojos ahora adultos volverán sobre las miradas de la infancia.
El aroma de los recuerdos los llevará a ese viernes de 1957. Cuando el ancho pasillo que estaba repleto de familiares. Sobre el escenario montado en el fondo maestras y alumnos iniciaron la despedida. Los nombraron de a uno para entregar el boletín y el diploma que acreditaba la terminación de la escuela primaria. Algunos saltaron. Otros corrieron. Calificación del alumno: “suficiente”, decía el boletín de Hugo, Rodolfo, y Jorge. También los de Mabel, Noemí y Estela. Junto a ellos otros boletines y otros suficientes. En total 39. Después colgaron su guardapolvo blanco, guardaron sus cartucheras, archivaron manuales.
El día del reencuentro seguramente retornarán las anécdotas y las historias. Muchos continuaron la vida en el pueblo. Otros emigraron. Algunos ocuparán el lugar de la ausencia. Por su memoria marchará el portafolio lleno de cuadernos y el sonido de la campana. Esa que las manos del portero hacía sonar puntualmente para anunciar la hora del recreo o la salida. La misma que hoy luce en una vitrina y cuyas letras en relieve destacan: “Consejo Nacional de Educación”.
Cuando egresaron las calles de tierra rodeaban el edificio de la escuela. Y los juegos juveniles eran otros juegos. La rayuela dibujada en el piso o la pelota rebotando en paredes grises unía a los varones. Las mujeres saltaban el elástico enganchado en sus piernas. Otros, en una ronda sentados en el piso con las piernas cruzadas lanzaban cinco piedras al aire que las palmas de las manos trataban de atajar. Una demostración de destreza y habilidad en campeonatos de payanas interminables.
Cuando el calor del sol asomaba con fuerza las hamacas balanceaban los cuerpos. En invierno, las salamandras alimentadas a leña apiñaban a los niños que traían leña pequeña desde sus hogares.
Hoy, las calles lucen asfaltadas y los calefactores entregan calor a las aulas. Los chicos llegan a clase en bicicleta portando mochilas en la espalda. Pero el aroma a fresno permanece como hace décadas, quizás señalando que el mejor camino siempre es la escuela.
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