Rodrigo corre a buscar su mochila donde tiene los elementos para el jardín de infantes. Saca un cuaderno y muestra sus dibujos. En una de las páginas hay palabras sueltas y números. En otras, la anotación de una partida de cartas que los adultos dejaron estampadas. Rodrigo mete de nuevo su bracito en la mochila para mostrarme su osito y su cepillo de dientes. Ironía de la vida para él cuya casita casi no tiene baño y el agua la sacan de una manguera. Me mira fijo y se sonríe. Habla sin parar. Aún en la pobreza extrema se muestra alegre.
La casita donde vive Rodrigo junto a sus hermanos y primitos tiene las paredes oscuras. El lugar está en penumbras porque están sin energía eléctrica. No tienen luz ni ventanas. En una de las paredes está colgado un afiche de Jesús con sus manos abiertas. Parece estar implorando o suplicando.
La mujer que me abrió su casa me cuenta que tiene tres hijos y está sin trabajo. Su hermana tiene 27 años y vive con ella en ese diminuto sitio. No puede trabajar porque está enferma. Tiene dos hijos. Las dos madres y sus cinco hijos duermen apilados en la única habitación. La abuela de los niños, también.
El hermano mayor de Rodrigo tiene 7 años, pero es más petiso que él. El otro está en brazos de su mamá. En la casa hay sólo mujeres y chicos. No hay hombres. Una de las primas de Rodrigo tiene su nariz apestada y los labios resquebrajados. Necesita ir al médico al día siguiente por una quemadura en su cabecita.
Su mamá me cuenta sobre sus problemas neurológicos y del padre de sus 2 hijos que vive en otro pueblo y los visita poco. Uno de los nenes me muestra las zapatillas gastadas que le recuerdan a su papá, mientras otro reclama por un poco de leche. Alimento necesario que deben ir a buscar al hospital. Me hablan y escucho. Siento que sólo eso puedo hacer.
Por mi cabeza resuenan las palabras del vecino que me alertó sobre la situación de indigencia de esa familia. En su boca las palabras describiendo la situación sonaron angustiantes.
En la habitación contigua una salamandra desprende algo de calor. Los agujeros en techo de chapas me dejan ver el cielo. No puedo soportar el olor. Trato de disimular, me avergüenzo. Busco aire fresco que me permita hablar en forma natural.
Una antigua cocina sin perillas y una garrafa, junto a una mesa y dos sillas sin respaldo es todo el mobiliario que tienen. Todo es tan gris como sus vidas. El encierro me ahoga. La única puerta de la casa es de chapa a la que le faltan los vidrios. Los agujeros están tapados con bolsas de residuos negras.
Una de las mamás recorre el terreno conmigo. Hay algo de leña en el suelo. A poca distancia un baño. Una construcción de dos metros cuadrados con una letrina, y una improvisada puerta de madera. Más allá, un alambre sostenido por dos palos es el tendal para la ropa que lavan a mano.
El viento frío sacude las ramas de los eucaliptos y sus hojas caen sobre el piso de tierra. En la misma manzana hay estacionados modernos equipos para el campo. De esos que se conducen por sistemas computarizados para sembrar trigo, soja o maíz.
A poca distancia de la casa de paredes grises hay un barrio y unas cuadras más allá la municipalidad. Pensé cómo en un pueblo que tiene un frigorífico modelo, el tambo más moderno de Latinoamérica y miles de hectáreas que generan alimentos, cinco chicos no tengan que comer.
Sobre la noche, los platos hondos celeste con algo de guiso es la cena tempranera iluminada por dos velas. Cada niño bebe agua en vasos distintos y comparten hasta las cucharas. Después los espera la habitación oscura dónde buscarán algo de descanso y un poco de calor entre las frazadas prestadas.
Me voy caminando los casi 50 metros que separan la casita de la calle de tierra. En mis ropas llevo impregnado el olor a orín y a humo. Me voy pensando en la imagen del afiche de Jesús implorando y me preguntó dónde está Dios que no ve a esos niños. Me voy preguntando dónde están los gobernantes.
A cuatro cuadras de la municipalidad de Trenel, un pueblo ubicado en la llanura pampeana, el hambre golpea todos los días en una casita de paredes grises sin ventanas. Parece que nadie se dio cuenta. Y siento que la penumbra nos invadió a todos.
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