martes, 9 de febrero de 2010

El tonto del pueblo

Un cuento de Camilo José Cela

El tonto de aquel pueblo se llamaba Blas. Blas Herrero Martínez. Antes, cuando aún no se había muerto Perejilondo, el tonto anterior, el hombre que llegó a olvidarse de que se llamaba Hermenegildo, Blas no era sino un muchachito algo alelado, ladrón de peras y blanco de todas las iras y de todas las bofetadas perdidas, pálido y zanquilargo, solitario y temblón. El pueblo no admitía más que un tonto, no daba de sí más que para un tonto porque era un pueblo pequeño, y Blas Herrero Martínez, que lo sabía y era respetuoso con la costumbre, merodeaba por el pinar o por la dehesa, siempre sin acercarse demasiado, mientras esperaba con paciencia a que a Perejilondo, que ya era muy viejo, se lo llevasen, metido en la petaca de tabla, con los pies para delante y los curas detrás. La costumbre era la costumbre y había que respetarla; por el contorno decían los ancianos que la costumbre valía más que el Rey y tanto como la ley, y Blas Herrero Martínez, que husmeaba la vida como el can cazador la rastrojera y que, como el buen can, jamás marraba, sabía que aún no era su hora, hacía de tripas corazón y se estaba quieto. Verdaderamente, aunque parezca que no, en esta vida hay siempre tiempo para todo.

Blas Herrero Martínez tenía la cabeza pequeñita y muy apepinada y era bisojo y algo dentón, calvoroto y pechihundido, babosillo, pecoso y patiseco. El hombre era un tonto conspicuo, cuidadosamente caracterizado de tonto; bien mirado, como había que mirarle, el Blas era un tonto en su papel, un tonto como Dios manda y no un tonto cualquiera de esos que hace falta un médico para saber que son tontos.
Era bondadoso y de tiernas inclinaciones y sonreía siempre, con una sonrisa suplicante de buey enfermo, aunque le acabasen de arrear un cantazo, cosa frecuente, ya que los vecinos del pueblo no eran lo que se suele decir unos sensitivos. Blas Herrero Martínez, con su carilla de hurón, movía las orejas –una de sus habilidades- y se lamía el golpe de turno, sangrante con una sangrecita aguada, de feble color de rosa, mientras sonreía de una manera inexplicable, quizá suplicando no recibir la segunda pedrada sobre la matadura de la primera.
En tiempos de Perejilondo, los domingos, que eran los únicos días en que Blas se consideraba con cierto derecho para caminar por las calles del pueblo, nuestro tonto, después de la misa cantada, se sentaba a la puerta del café de la Luisita y esperaba dos o tres horas a que la gente, después del vermut, se marchase a sus casas a comer. Cuando el café de la Luisita se quedaba solo o casi solo, Blas entraba, sonreía y se colaba debajo de las mesas a recoger colillas. Había días afortunados; el día de la función de hacía dos años, que hubo una animación enorme, Blas llegó a echar en su lata cerca de setecientas colillas. La lata, que era uno de los orgullos de Blas Herrero Martínez era una lata hermosa, honda, de reluciente color amarillo con una concha pintada y unas palabras en inglés.
Cuando Blas acababa su recolección, se marchaba corriendo con la lengua fuera a casa de Perejilondo, que era ya muy viejo y casi no podía andar, y le decía:


-Perejilondo, mira lo que te traigo. ¿Estás contento?


Perejilondo sacaba su mejor voz de grillo y respondía:


-Sí..., sí...


Después amasaba las colillas con una risita de avaro, apartaba media docena al buen tuntún y se las daba a Blas.


-¿Me porté bien? ¿Te pones contento?


-Sí..., sí...


Blas Herrero Martínez cogía sus colillas, las desliaba y hacía un pitillo a lo que saliese. A veces salía un cigarro algo gordo y a veces, en cambio, salía una pajita que casi ni tiraba. ¡Mala suerte! Blas daba siempre las colillas que cogía en el café de la Luisita a Perejilondo, porque Perejilondo, para eso era el tonto antiguo, era el dueño de todas las colillas del pueblo. Cuando a Blas le llegase el turno de disponer como amo de todas las colillas, tampoco iba a permitir que otro nuevo le sisase. ¡Pues estaría bueno! En el fondo de su conciencia, Blas Herrero Martínez era un conservador, muy respetuoso con lo establecido, y sabía que Perejilondo era el tonto titular.
El día que murió Perejilondo, sin embargo, Blas no pudo reprimir un primer impulso de alegría y empezó a dar saltos mortales y vueltas de carnero en un prado adonde solía ir a beber. Después se dio cuenta de que eso había estado mal hecho y se llegó hasta el cementerio, a llorar un poco y a hacer penitencia sobre los restos de Perejilondo, el hombre sobre cuyos restos, ni nadie había hecho penitencia, ni nadie había llorado, ni nadie había de llorar. Durante varios domingo le estuvo llevando las colillas al camposanto; cogía su media docena y el resto las enterraba con cuidado sobre la fosa del decano. Más tarde lo fue dejando poco a poco, y al final, ya ni recogía todas las colillas; cogía las que necesitaba y el resto las dejaba para que se las llevase quien quisiese, quien llegase detrás. Se olvidó de Perejilondo y notó que algo raro le pasaba: era una sensación extraña la de agacharse a coger una colilla y no tener dudas de que esa colilla era, precisamente, de uno...

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