Un cuento mío, sobre la foto del maestro Robert Doisneau
Se levantó y buscó con la mano derecha el vaso de agua colocado en la mesa de luz. Tenía sed. Su cara alargada mostraba las ojeras de una mala noche. Los gemidos de Natasha no lo habían dejado dormir. Se juramentó que esa sería la última noche.
Caminó hasta el baño ayudado por el bastón y en las tinieblas se enjuagó la boca. Después inclinó el cuerpo flaco y se echó agua sobre la cabeza. En sus oídos aún estaban presentes los gritos del placer y se preguntó en qué momento la empezó a perder.
Cruzó con torpeza hasta el comedor de paredes descascaradas y tomó el acordeón. Los dedos largos comenzaron hacer sonar la melodía que despertó a la mujer.
Ella se despabiló y pidió a gritos que la dejen dormir. Michel presionaba con mayor fuerza cada botón del acordeón. Natasha, saltó de la cama y corrió hasta él.
-Eres un maldito, ni el día de mi descanso me dejas en paz- gritó enfurecida
-Sos la mucama más puta de Francia- le respondió con ironía, mientras olía el aroma de su piel. Sabía que estaba frente a él, desnuda.
Ella fue hasta la cocina y preparó el té. Después buscó las galletitas saladas y las colocó en un plato hondo. Tomó una bandeja y le acercó el desayuno.
-Eres el hombre más desagradecido del mundo- dijo ella, mientras sentía en la planta de los pies el frío de las baldosas. Él sonrió con sorna, bebió el té y partió hacia la plaza del pueblo.
Caminó despacio junto a las paredes hasta llegar a la esquina frente a la parroquia y se acomodó sobre el estuche del instrumento. Entre las rodillas apretujó una cajita metálica con tapa, donde los transeúntes soltaban las monedas. Colocó el bastón blanco sobre las piernas y los dedos comenzaron a presionar los botones del acordeón.
Las melodías fluyeron suaves, en la mañana clara. Su voz seca arrancó canciones en francés, que solo algunos se pararon a escuchar. Cuando el badajo de la campana de la iglesia golpeó once veces, cargó los bártulos y emprendió el regreso. Hizo un alto en la fonda y, entre gritos, pidió un trago. Con dificultad encontró una silla, después de tropezar con dos clientes. Maldijo la ceguera.
Sólo, entre la muchedumbre de varones, recordó la redondez de los pechos de Natasha, cuando ella lo despertó en el sexo. Fue una tarde, cuando su madre viajó por tres días a la campiña y él se dejó llevar por el desparpajo de la mucama que lo cabalgó hasta alcanzar un único gemido. Después rieron y él cantó para ella.
“Mis ojos conocían su mirada”, murmuró y pidió por otra copa que se empinó rápido. Dejó tres monedas en la mesa, tomó el acordeón y con la ayuda del bastón buscó la salida.
Me siento triste, pensó. Caminó tres cuadras. Los pasos eran cortos y aletargados. Llegó hasta la esquina de la casa y esperó el sonido del silbato del policía de tránsito para cruzar. Lo escuchó dos veces y avanzó. El golpe del auto impacto en el cuerpo y lo arrojó con violencia al asfalto. Una mujer adulta lo ayudó y colocó un buzo debajo de la cabeza ensangrentada.
Michel, abrió despacio los parpados y creyó reconocer la piel de ella. La encontró igual que la tarde en que se amaron por primera vez. Levantó una de las manos y buscó tocar la cara. Después sintió la garganta seca y pidió agua. “Acá no tenemos”, le dijo la mujer. Entonces, él, recordó su promesa de que sería la última noche.
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