Oír esa canción me desplomó sobre el sillón; cuando inserté el CD en el equipo fue por curiosidad. En la portada decía: “música varios”. No recordaba su contenido ni quién lo grabó.
La segunda pista tenía ese tema de Génesis que me llenó de nostalgia. Miré la ventana y detrás de las cortinas ví sacudirse las ramas de los árboles. El viento las zamarreaba y la música sacudía mi vida. Volví a recordarla.
Me sentí lejos y la sentí lejos como la tarde en que nos despedimos en un bar de Buenos Aires. Ese día sus ojos claros lo dijeron todo. No hizo falta leer la carta que dejó sobre la mesa.
Unos años antes, en otro bar frente a una playa, comenzamos a enamorarnos. Caminar en la arena cuando el día de verano amanecía era nuestro paseo preferido mientras el murmullo de las olas rompía el silencio.
“Sólo te besaré en Buenos Aires”, me dijo desafiante antes que sus vacaciones terminaran. Unas semanas después no resistí. Y en un bar de la calle Río de Janeiro, con mesas antiguas de madera, el amor remató la noche. Después caminamos por veredas angostas y en el medio de una avenida desierta grité que la amaba, mientras el olor del subterráneo invadía la ciudad.
Cuando el viento sacude con rabia las ramas siento miedo. Es que su mirada clara me sigue persiguiendo. Y si escuchó esa canción de Génesis todo se vuelve más confuso y difícil.
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