Sobre la mesa del bar, cubierta con un mantel plástico transparente, descansan juntos un sifón y una botella de Cinzano, al lado esperan ansiosos dos vasos.
Eligió para nuestro encuentro la fonda de Don Demarchi, más conocida en el pueblo como “el cojudo grande”. Tal vez porque a pocos metros él tiene su casa y su taller. Antes fue carpintero, él mismo hizo las sillas plegables sobre las que estamos sentados pero ahora se dedica a la herrería, oficio que todavía dice amar.
Cuando me senté su rostro y su postura me conmovieron. Parecía apesadumbrado, su cara roja por el calor de la fragua -que acababa de abandonar- le marcaba con crudeza las arrugas. Sus ojos celestes parecían más claros, y el pelo blanquecino estaba despeinado.
Le había costado llegar hasta allí, a pesar de que su casa estuviese a pocos metros. Yo tuve que caminar casi la misma distancia, y confieso que tampoco fue fácil.
El dueño de la fonda nos dejó un plato con aceitunas sobre la mesa y se marchó. Las estanterías estaban abarrotadas de bebidas, donde sobresalían una botella de anís 8 Hermanos, tres de ginebra Bols, y varias sidras. Sobre el mostrador, se encontraba el diario La Prensa doblado junto a varios mazos de cartas y a un frasco con porotos. Un acordeón que seguramente había sonado durante toda la noche, apoltronaba sus fuelles sobre el despintado mueble
El calor agobiante se metía en el lugar que había sido abandonado por los parroquianos. Sólo moraban los interrogantes.
El sonido de un trueno alteró nuestras miradas, y anunció la esperada lluvia. Las palabras demoradas en la boca salían como pidiendo permiso. Sus explicaciones sonaban vanas, superficiales, imprecisas, desdibujadas, falsas, verdaderas. Un grito de la calle alteró la pesada paz: Adiós don Emilio! Sólo respondió el saludo con un ademán hecho con la cabeza.
Las primeras gotas caían sobre la tierra encendida como fuego, y el viento arrastraba a un cardo ruso, mientras el aroma a cosecha se dispersaba.
Siempre esperó que mi escritura fuera mejor que la suya, y que mis párrafos fuesen más elocuentes Aunque él, solo había llegado a quinto grado en su España natal, poseía una cultura ilimitada. Era dueño de un saber que sólo horas dedicadas a la lectura pudieron dárselo.
Su pluma quedó estampada en el semanario Claridad que fundó en 1933 para difundir sus ideas socialistas, que solía gritar en las esquinas del pueblo en los mítines políticos. La voz profunda lo ayudó a convertirse en un buen orador. No me supo explicar en que momento se alejó de la política. Su memoria parecía frágil, y la mella de los años se marcaba en sus manos algo temblorosas. Al fin de cuenta, llegar a la Argentina de 1904 con solamente 16 años, no fue tarea fácil.
En la soledad del barco, en la soledad de un país, pasó un tiempo hasta que un tren lo llevó al pueblo en 1912. Allí plantó su vida. Ahora frente a frente, y 40 años después, nos encontramos, quizás para dejar su testimonio y aclarar los puntos oscuros.
La tormenta ya estaba encima de los techos del pueblo, y el aire claro había desaparecido. Un nuevo chorro de soda en el vaso para refrescar la garganta y así poder retomar las palabras, entre gotas de sudor que recorrían la frente.
Un niño en pantalones cortos y con el pelo empapado deja el pan en la puerta de la fonda, mientras el segundo vaso de Cinzano muere en el día. La lluvia apura sus gotas, pero no las palabras. El tiempo parece detenerse. “La pipa, algunos diarios viejos, una libreta de tapa azul y las cartas las dejo en un cajón del mueble que están en la habitación. Esta es la llave que lo abre. Las respuestas a tus preguntas las tendrás que buscar vos”. Respiró profundo y se levantó muy despacio; bebió el último sorbo del vaso y me dio la mano. Lo miré a los ojos, y me pareció más alto. Por la ventana seguí su figura hasta que desapareció entre la lluvia y el tiempo. Sobre la mesa quedó la solitaria llave.
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