“Dame media hora más”, grita una voz casi infantil a la encargada del ciber mientras sus manos sacuden el teclado de la computadora. Sus ojos están clavados en el monitor. A poca distancia, entre la penumbra y encajonado por tabiques de maderas, otra voz reclama más acción con los auriculares colocados. Los juegos en red despiertan reflejos que los dedos ágiles tratan de expresar en el teclado y en el mouse. Juegan interconectados con otros chicos, que desde otras máquinas participan de la misma competencia. Están cerca, se gritan cosas, pero no se miran. Los ojos siguen fijos en las pantallas.
Otros se sumergen en el mundo del chat, jugando con monosílabos, abreviaturas y símbolos, en citas a ciegas. El idioma irrespetuoso y veloz surca el ciberespacio y se mete en otros monitores, quizás de amigos virtuales. Acumulan un listado de contactos con nombres exotéricos. El desenfado abunda en la conversación. El ciber es una ventana para comunicarse al mundo; un lugar dónde se amigan soledades virtuales y reales. “Te espero en la vereda”, dice una chica a una compañera de colegio. Afuera, algunos adolescentes se apiñan bajo un toldo. Sus dedos presionan las teclas de los celulares. Un mensaje de texto busca su destinatario. En la vereda bicicletas de todos los tamaños esperan desparramadas, informales, como ellos.
Enfrente sobre mesas redondas y cuadradas, las cartas españolas patinan sobre el mantel o el paño. Como hace tres o cuatro décadas, o más. En el club, retumban voces adultas y risas. Hombres canosos dejan su vida en las partidas de escoba. Se desafían y entretienen su tiempo después del almuerzo y antes de la siesta pueblerina. El fútbol o la política despertarán alguna polémica en las charlas. Y si no existe tema, alguien lo provocara. En su vitrina, el club acumula trofeos. Las paredes muestran fotos en blanco y negro. Equipos de fútbol o jugadores de bochas, recuerdan las competencias ganadas. El olor a comedor invade el ambiente. Los diarios están desparramados sobre el mostrador, juntos a vasos, tazas y sifones revestidos de plástico. El club reunía amigos y complicidades. Alteraba rivalidades lugareñas y generaba hechos sociales. Fomentaba bailes y deportes. La música de las orquestas unió parejas y generó casamientos.
En la esquina, un hombre de 90 años, baja de su bicicleta de ruedas petisas, con dos portaequipajes. Domingo, tiene casi tantos años como la vida del pueblo de Trenel. En el manubrio lleva colgada la bolsa plástica de los mandados con raya de colores verticales. Su tienda ubicada en la esquina de San Martín y 9 de Julio supo ser una de las tiendas más importantes de Trenel. Sus paredes altas están erosionadas. Las persianas metálicas permanecen bajas. En una de las vidrieras cuelgan guardapolvos. La puerta lateral, de dos hojas, sobre la calle San Martín tiene un cartel colgando de un hilo de nylon: “Ya vengo”, dice. A su lado calcomanías publicitan a un calzado infantil. Otra redonda recuerda los cien años de Trenel. “Laferrere Campeón”, dice una alargada, con el escudo del club.
Por dentro los tubos fluorescentes rompen la penumbra. Un largo mostrador soporta la antigua caja registradora, cubierta por un nylon. Las estanterías están semi vacías. Cuando las calles en Trenel eran de tierra y los sulkys quedaban amarrados a las argollas de hierro que aún existen en los cordones, los compradores alzaban su mirada, que se posaba sobre las cajas con sombreros en el último estante. Domingo Rivero recuerda la época con nostalgia y lucidez. Recorre la amplitud de la tienda, de piso de madera, y techo alto del cual colgaban carteles de publicidad de ropa.
Las vitrinas de madera y vidrio ocupaban el centro. Telas, pantalones, camisas, calzado, se ofrecían a los compradores que llegaban desde las localidades vecinas. Los dueños y empleados ofertaban la mercadería vestidos con camisa, corbata y tiradores. “La gente llegaba desde el campo y se hospedaba en los hoteles o las fondas. Después salían de compra”, dice Domingo, cuya tienda esta ubicada a pocos metros de la estación del tren, que ya no tiene campana ni vagones. Ahora es un ropero comunitario. La tienda acumula cajitas con muestras de botones, y perchas vacías. Un almanaque de taco recuerda el día y el año. Cientos de familias se vistieron en la “Tienda Casa Rivero” y pasearon su andar, cuando la avenida San Martín era de tierra y tenía un bulevar, que después se quitó, y ahora dicen va a volver. “Algunas cosas vuelven, pocas”, dice Domingo, que llegó a Trenel con 22 años. Un billete de la Lotería de Uruguay le dejó un buen premio y se trasladó al pueblo junto a parte de su familia. Desde aquel tiempo joven, por casi 70 años, Domingo consumió parte de su vida en la tienda, cuyo nombre asoma borroso en el cartel de la esquina. En una de las veredas, junto a las argollas dónde se ataban los sulkys, un antiguo surtidor a manija, pintado de rojo y blanco, recuerda en su globo superior la marca de un combustible americano.
Mientras, Domingo sube a su bicicleta, los chicos en el ciber, abren fotolog que expresan estados de ánimos, junto a fotografías. “Postearan”, y dejaran sus firmas en otros paginas. Sus mensajes tendrán tantas simplificaciones como dibujos, un código que manejan con facilidad, ajeno a otras generaciones, rompiendo reglas de ortográficas y semántica.
La calle San Martín, a una cuadra de la estación de tren, reúne a chicos que se sumergen el ciber y a los adultos que prefieren la contención del club, tratando de sumar quince, para gritar “escoba”. A pocos metros, un hombre de lente marrones y con gorra, los observa entrar y salir. En la esquina de su tienda quedaron marcadas las épocas, cuando el ciber era un antiguo almacén de ramos generales bautizado con nombre italiano, y en el club sonaba la orquesta para alegrar noches alumbradas por solitarios focos en las esquinas, bajo los cuales se dibujan los juegos en la tierra.
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