jueves, 17 de enero de 2008

Las aspas de la libertad


Las aspas del ventilador alteran la noche calurosa. Mi cuerpo sudado entre sábanas de colores da vueltas sobre el colchón. El sonido monótono me ha vuelto a despertar. Pienso que es el clima tórrido que no me deja dormir; pero de nuevo asoman sus ojos de mirada clara que me desvelan.
Enciendo el velador y alcanzó a ver el reloj. Las agujas marcan las 2 y 45. Busco los anteojos sobre el cajón de esterillas que hace de mesa de luz, donde se apilan algunos libros, junto a señaladores cursis, un alicate para uñas y diarios mal doblados. Me incorporo y mis pies descalzos se apoyan sobre la alfombra rústica que cubre parte del piso de madera; pienso en qué lugares habrá dormido ella. Qué ruidos alterado su sueño abrumado por imágenes del pasado; cuántas pesadillas carga en su interior.
La luz de la luna que entra por las ventanas de la casa me ayuda a caminar en la penumbra hasta la cocina. El bidón con agua que guardo en la heladera refresca mi garganta. Por miles de día y de noches, ella no pudo calmar su sed como yo lo hago en la soledad de la madrugada.
La imagino recostada sobre una improvisada hamaca, sus dedos largos espantando insectos que se acercan, mientras el ruido del agua del río, sirve de remanso a otras voces lejanas. Su cuerpo está dolorido. Su mente llagada siente la agonía y retumban en sus oídos los disparos de la tarde. Sintió más miedo que nunca y notó manchas en su piel. La muerte le rozó cerca.
Sus ojos vuelven en la noche y escurren palabras.
La mirada clara en la tarde de la liberación, acompañaba la sonrisa entre labios ajados. Las ojeras cavadas en el cara mostraban el paso de los años, las huellas de la ausencia. La tupida selva con fauna y flora ajena a su vida cotidiana fue sacudida por las aspas. El día del regreso, el sonido de las hélices de los helicópteros erizó su piel. Ella, se levantó y posó su mirada por sobre los árboles. Los pájaros blancos con cruces buscaban descender cerca de las señales. El viento de los rotores sacudían ramas y las hojas sueltas volaron libres.
Varones y mujeres humanitarios bajaron de las naves. Ella caminó en busca de otros brazos, otros aromas, alguien que le recuerde el sabor de la libertad. En la profundidad de la selva, cientos quedaban aferrados a la ilusión del rescate. Sus manos acariciaban su pelo atado. Las venas se marcaban en sus brazos, quizás como señal que otras venas siguen abiertas en América Latina.
Clara está llena de cicatrices que no afloran en la piel. Calan en su interior. Supo parir un hijo en el medio de la selva. Un llanto que rompió la noche de un 16 de abril. Emmanuel, lo bautizó. Después de 8 meses, perdió también el rastro de su niño.
Las aspas del ventilador siguen girando. La casa bajita sigue calurosa y me atormenta pensar que mujeres y varones, en un país lejano, están engrillados, sujetos a árboles o a camastros: esperan por retornar a la libertad, mientras conviven con la muerte. Sienten las bombas, las ráfagas de ametralladoras, el silbido de las balas y la indiferencia humana.
Dicen que de un lado están los malos y del otro los buenos. Cuesta entender la perfidia del malo y la apatía del bueno. Sobre la cama aún caliente recuesto mi cuerpo. El aire fresco del ventilador enfría mi piel. Mi mano se extiende, mis dedos presionan la perilla y apagan el velador. En pocas horas amanecerá. Mis ojos están cansados, la mente turbia. Ellos siguen en la selva y pienso que la única esperanza es la mirada clara que, ilumine a los que deben frenar el horror de no poder ser libres.

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