lunes, 14 de abril de 2014

La habitación ocho

Ocurrió cuando tenía unos 9 o 10 años.  Cursaba el cuarto grado en un colegio de curas en Miramar, cuando una neumonía amenazó con echarme de este mundo casi sin cometer pecados. Me rescataron de las sábanas sudadas donde deliraba de fiebre. En un Fiat 1500, me llevaron como pudieron hasta una clínica en Mar del Plata. Era una piltrafa humana.  El médico de la familia ordenó cuidados extremos y supongo que hasta algún rezo.

Un tío que vivía más para los demás que para él cedió la planta alta de su chalé, y en una habitación armaron un dispensario privado para mí. Un enfermero me custodiaba día y noche. Por el goteo de la memoria se me escurrieron la cantidad de veces que me colocaron inyecciones.  El médico, en el tiempo en que visitaban pacientes casas por casa, no dejó de pasar un solo día, hasta que di muestras de sobrevivir. Entonces, los padrenuestros y las oraciones aflojaron.

Cuando pasé a ser una piltrafa moderada, el enfermero trastocó las inyecciones para enseñarme a jugar al ajedrez; trebejos que por lo menos alcanzaba a mover.  Mi padre me regaló un Mecano para que el ingenio no se me duerma, y mi madre se convirtió en una santa de los cuidados. Después de cuarenta días o más, logré salir del refugio sanitario privado para regresar a mi casa, donde me esperaban cuadernos forrados de azul y deberes acumulados por los días que falté a la escuela.  

Aquel episodio relacionado con mi salud, en el año que en el hombre pisó la luna por primera vez, había sido lo único que alteró mi organismo de manera severa, hasta que cuarenta y cinco años después el mundo se me vino abajo.  Una inflamación provocada por una hernia inguinal se convirtió en la espada de Damocles.  En un principio, pensé que algún milagro podría suceder y la protuberancia desaparecería de la noche a la mañana. Aunque sabía que eso no sucedería, mantenía la ilusión sin claudicar.

Como la magia no me aportaba ningún alivio, tuve que recurrir a los médicos. El primero no dudó en decirme que tenía que visitar el quirófano. El segundo, tampoco. Busqué una tercera opción y escuché una definición similar: “Lo aconsejable es que se opere”. Las palabras eran mazazos en mi cráneo.

 Aún montado en mi ilusión, recurrí a una cuarta opinión profesional con la ilusión de encontrar al médico que me dijera lo que nunca escucharía: que esa hernia maldita podía dejar de molestarme con un tratamiento naturista, yoga, meditación en la madrugada, remedios caseros, té de hierbas o tirándome en parapente de las Sierras de Comechingones, pero jamás encontré esa respuesta.

Le dije al cuarto médico que el  bisturí era la prueba mayor del fracaso de la medicina, un pensamiento perteneciente al doctor Juvenal Urbino, pero mí médico no había leído El amor en los tiempos del Cólera. Como respuesta a mi ironía, me dijo que me dejara de pendejadas mientras llenaba recetarios y las órdenes para los exámenes de mi cuerpo.

Acorralado por la realidad, me dispuse a comenzar con los estudios prequirúrgicos. Me llevó días y noches iniciar la espera en las salas de esperas. Como hacia cuarenta y cinco años que no sabía lo que era estar ni un día enfermo, no había razones para sospechar que mi organismo no estaba apto para una simple cirugía de hernia inguinal. Y así sucedió.  Las placas radiográficas mostraron los pulmones limpios. Todos los parámetros de la sangre estaban dentro de lo previsto y mi corazón latía bien.

En esas entrevistas breves, intentaba que se filtre alguna esperanza de hallar una respuesta no quirúrgica a la maldita hernia. Hasta llegué a soñar una noche que la médica cardióloga llamaba a mis espaldas al cirujano para revelarle que mi corazón sufría algún tipo de herida de amor incurable que era incompatible con la operación, pero los golpes de los albañiles en la casa de al lado me regresaron a la realidad.

Con el sobre marrón de la radiografía bajo el brazo, el electrocardiograma que medía hasta los males de amor del corazón, los análisis de sangre con sus globulitos y los tormentos de las dudas, fui en busca de quien pudiera llegar a operarme. Unos días antes, otra voz médica (ya había perdido la cuenta de los galenos consultados a los cuales aburría con las definiciones del doctor Juvenal Urbino) me había dicho que lo más importante para una cirugía era tener “el propio convencimiento”. Además, por supuesto, de obra social al día o los recursos genuinos.Un viernes a la noche, tras dos whiskys y un susto silencioso de dolor punzante, llegué a mi propio convencimiento quirúrgico.

La noche previa a mi internación me desperté al alba, como hacen los sentenciados o aquellos que perciben que el amor de toda su vida se está por espantar para siempre. Me vestí y preparé con mentalidad de pasajero de hotel, pero iba a una clínica. Disimulé mi impaciencia hasta que me harté. Mi mujer, que para las cuestiones de salud tiene temple, sabía de mis debilidades y lo mal que me caía el olor a ácido fénico y al hervor de los vegetales de los sanatorios.
Además, ella se cansó de escuchar mis alardes y parrafadas nocturnas en pos de la sanidad, la ausencia de males físicos y la consideración implacable de que nadie está enfermo si no quiere. Aquellas verdades propias conformaban una especie de enciclopedia ilustrada sobre el ser humano y sus padecimientos, hasta que apareció la maldita hernia.

Tomé la mochila, mis pertenencias y me subí al auto. Al lado, mi mujer acomodó sus bolsos y alguna cuota de paciencia en pastillas. Arranqué, y a esa hora del jueves era un hombre que apenas encubría con entereza su terror. Recorrimos poco más de 40 kilómetros desde Villa de Merlo hasta Dolores. En general, no me gusta salir de Merlo. Tampoco me gusta salir de mi casa. Tengo una idea medieval de la vida y añoro los castillos y fortificaciones. Hasta las reuniones con más de doce personas me atosigan.

Con Merlo nos une (a mi mujer y a mí) una suerte de hechizo. Fuimos hijos adoptivos de la ciudad desde el 2002. Comenzamos a venir por unos días de descanso. Después, por otros más; y se convirtió en un lugar que visitábamos cuatro, cinco o más veces al año en cualquier época, hasta que un verano nos mudamos. Como siempre ligué a Merlo con cosas buenas, bajo esa aura marché a internarme, rezando para que esa influencia soplara hasta la ciudad con tonada cordobesa.

En la ruta, pensé que la única manera de zafar de la cirugía y de la maldita hernia era que sufriéramos una abducción y que un OVNI nos llevé al más allá con escala técnica previa en el Uritorco, pero ni la policía caminera nos paró. Abatido, estacioné a 100 metros de la clínica. Tomé mis petates e ingresé al sanatorio con cierto aire de turista que viene a pasar la noche con su pareja y pretensiones de privacidad. En Admisión, mis ínfulas se fueron a la mierda. 

Cumplí los requisitos internos y firmé papeles casi sin leer. Con una leve sonrisa, la secretaría me dio un papelito como para envolver un chupetín donde figuraba la orden de internación para la cirugía. Como era la primera vez, yo creí más conveniente que me dé un diploma o una especie de certificado firmado por los médicos. Antes de mandarme al cuerno, la amable secretaría dijo: “Es por allá”, y me hundió en la realidad del pasillo que llevaba a internación.

Mi mujer estaba consciente de que las primeras horas podían ser peligrosas. Juntos, caminamos hacia la zona de internación quirúrgica y exigí estar en una habitación solo, y si era posible que entrara la cantidad de personas indispensable. Una de las enfermeras tomó el papelito para envolver chupetines, leyó el motivo de la cirugía y me  mandó a la última puerta. “Habitación ocho”, me dijo con media sonrisa de Gioconda.
Como siempre, refunfuñé por lo bajo y me dirigí a la suite. Claro que no era el cuarto que esperaba. Había otras dos camas ocupadas. Estaba en una clínica, no en un hotel, pero yo negaba esa realidad. Saludé en silencio y me acomodé en la primera cama, cerca de la puerta de entrada y del baño. Detrás, tenía una ventana vertical con cortina de enrollar que daba a una especie de patio interno.

Me paré al lado de la cama y luego di unas vueltas. Mi mujer mi miraba desconcertada. Yo tenía que desvestirme y meterme dentro de las sábanas. Sin embargo,  seguía allí como de visita. Mi paseo en torno a la cama de la clínica terminó cuando entró una de las enfermeras y me preguntó qué estaba haciendo.  Entonces, con voz de mando, me envió dentro de las cobijas sin chistar.

Mi mujer buscó una sillita, acomodó nuestros bolsos en un armario y sacó las agujas y la lana. Yo tomé el libro que había llevado y me puse a leer como si estuviera en el solárium de una pileta de natación en pleno enero. Mi lectura fue interrumpida de manera inoportuna por otra enfermera que tuvo el tupé de colocarme un suero.

“Parece que trabaja poco”, me dijo cuando en el brazo izquierdo no encontraba la venita para canalizar el suero. Su búsqueda fue infructuosa. Le dije que se trataba de una señal y que significaba que no era mi día. Sin embargo, ella no lo entendió así, giró hacia el otro lado de la cama y en el brazo derecho colocó la cánula para que comience el goteo del suero por mis venas. Ya no podía leer con comodidad. Tomaron nota de mi presión, pulso, temperatura de mi cuerpo y todo dio normal.

Al lado de mi cama,  estaba acostado un hombre de unos 80 años rodeado de hijos y nietos. Se había operado la pierna izquierda y le habían colocado una prótesis. Estaba de buen humor y decía pocas cosas. Tenía el pelo blanco como Siberia y la costura de su pierna iba desde encima de la rodilla hacia abajo. Con el correr de las horas, supe que era de un pueblito cercano, que conocía mucho de política y más aún de fútbol. En la otra cama estaba un muchacho, al que poco vi porque lo cambiaron de habitación. Después, el lugar fue ocupado por otro anciano que no paró de hablar hasta que los sedantes lo aplastaron.

Así estaba yo, en ese cónclave tripartito de internados, entre paredes aguamarinas y con personas que entraban y salían como si fuera un supermercado, ya que era la hora de las visitas. Mi mujer seguía tranquila tejiendo y yo cada tanto hacía preguntas relacionadas a cómo estaba distribuida la clínica. Las enfermeras venían  y miraban el suerito que goteaba y colocaban algún tipo de medicamento aconsejable para mi cirugía.

A esa hora estaba muy tranquilo. En el fondo, era un hombre entregado. Mi mujer no se movía de la habitación ni para comprar medialunas. A esa altura, y tras mis preguntas, creo que sospechó que algún comando de las fuerzas de liberación merlinas podía ingresar por la guardia al sanatorio y extraerme de ese lugar para liberarme de la operación. Pero nada de eso ocurrió. Mi estómago crujía por el ayuno y, como pude, me sumergí en la lectura sosteniendo el libro con la mano izquierda.

Me confirmaron la hora en que ingresaría al quirófano y descubrí por dos veces cómo era caminar hacia el baño con un suero a cuestas. Todo un arte. Después del ingreso de las bandejas con comida que a mí no me correspondían, se hizo el silencio de la siesta. Ya no había visitantes y solo quedaba una persona por paciente en la habitación. Creo que el cansancio me hizo entredormir cuando el ruido de fricción de unas ruedas de camilla me sacó de la ensoñación.

Todo fue rápido como el cambio de neumáticos en un Fórmula 1. Dos enfermeras ingresaron a la habitación ocho y estacionaron la camilla frente a mi cama en forma perpendicular. Yo las miré, me levanté y caminé envuelto en una sábana cual emperador romano  hasta la camilla, mientras una de las enfermeras llevaba mi suerito. Me acosté, me colocaron un gorro, mi mujer me dio un beso y salí del box a una velocidad no permitida en zona urbana.

Como en las películas, vi pasar el techo y las paredes de la clínica en el trayecto entre la habitación y la sala de cirugía. Fue un viaje vertiginoso, como si las enfermeras se hubiesen entrenado en un Ferrari. Yo tenía todos mis sentidos muy atentos. En segundos, la camilla con motor de Fórmula 1 se topó con una puerta vaivén doble que tenía en los vidrios pegadas cruces verdes y rezaba “Terapia Intensiva”.

Ingresamos y seguimos derecho. Se abrió otra puerta doble que atravesamos sin escollo. Luego, giramos a la derecha y nos encontramos con otra puerta vaivén. Por un lapso brevísimo, piloto y copiloto dudaron de hacia dónde girar, pero recibieron la orden de hacerlo de nuevo a la derecha. Así, entramos al quirófano, donde maniobraron con habilidad para colocar la camilla al lado de la mesa de operaciones. El emperador romano fue levantado como una hoja de papel y quedó acostado en la mesa de operaciones con los brazos “bien pegados al cuerpo”.

Allí estaba yo. Las conductoras de la camilla-Ferrari se fueron y quedé en ese lugar cerrado en compañía de personal femenino. La pared de la izquierda estaba toda azulejada y hacia atrás alcancé a ver un muro de pintura apagada con un reloj. Por encima de mi cabeza cruzaban dos cordeles que sostenían cuatro ganchos con forma de “s” para colgar los sueritos y dos luces redondas como platos voladores. La pared de enfrente tenía un cristal que conectaba a otra sala.

A pesar de los temores anteriores, ahora estaba en calma. Mi preocupación no era la cirugía, sino los que quedan fuera del quirófano y esperan por el resultado. Es un plantón interminable. Siempre tuve, y tengo, una particular aprehensión hacia las personas que se descuidan y toman comportamientos que pueden tener consecuencias para la salud. No me gusta escuchar esa frase egoísta: “Si me pasa algo, me llevan al hospital”. A los enfermos los cuidan los sanos. Una cosa es terminar internado por un imprevisto, y otra muy diferente llegar a una clínica como consecuencia de los desarreglos personales.

Tres mujeres estaban dentro de la sala de operaciones. Dos parecían ser enfermeras especializadas; la restante, de una jerarquía mayor. Minutos después, comprobé que sería la ayudante del cirujano.  Las dos enfermeras hacían algún tipo de labor con instrumentos metálicos y conversaban con calma sobre cuestiones mundanas. Esas charlas fueron sedantes. Una de ellas estaba feliz porque se había mudado a un departamento lindo y ubicado más cerca de la clínica. Su compañera estaba atravesando una mini crisis de pareja: estaba enojada con su novio. Como método de reconciliación le exigiría esa noche que a partir del jueves la cena la tenía que preparar siempre él. Se trataba de una emboscada gastronómica para retomar el amor.

Esas conversaciones de cuestiones de la vida cotidiana me hicieron dar cuenta de la tranquilidad con la cual ejecutaban su trabajo. No se percibían tensiones. Todas ellas conocían Merlo y en especial sus casinos. Minutos después, ingresó un hombre de unos 60 años vestido todo de azul. Era el anestesista. Su voz y explicaciones terminaron por aplacarme. Me sentía cuidado. Me preguntó edad, peso y nombre. Le dije que era la primera vez que me operaban y me respondió que ya llevaba dieciséis. Yo no tengo aspiraciones de romper ese récord. Con una cirugía está bien.

El médico anestesista hizo todo despacio y con explicaciones de maestro de escuela. Esas frases terminan por trasmitir mucha serenidad al paciente. Detalló qué hacían cada una de las enfermeras, mencionó sus nombres y hasta bromearon. Luego, me hizo sentar en la camilla con los hombros hacia adelante, los que eran sostenidos por una enfermera parada frente a mí. Me aplicó un pinchazo casi indoloro. Punzadas peores me da el ver jugar al Boca de Bianchi versión 2014.

Después, me acomodaron acostado en la camilla y lentamente comencé a no sentir mi cuerpo desde la altura del estómago hacia los pies. “Mové las piernas”, me dijo el anestesista. Era un desafío imposible de concretar: pesaban doscientos kilos. Cada una de las sensaciones del cuerpo y lo que hacían en él, me fueron detalladas. Sentí paz en ese trato. Luego de unos minutos, colocaron una sábana verde sobre unos soportes, para tapar la zona de la cirugía e ingresó el médico cirujano.

Por unos segundos, me taparon la cabeza con esa sábana y tuve la sensación de ser un apicultor. Cuando el cirujano se acomodó a mi izquierda y la ayudante frente a él, me destaparon y quedé con la cabeza mirando al techo. Mi brazo derecho, estirado y apoyado en un soporte desde donde llegaba el suero y medían el pulso de mi corazón. El brazo izquierdo era para controlar la presión.
El anestesista me colocó un tubito en la nariz con oxígeno. Un bigote plástico. Me hizo una broma sobre la importancia de ese elemento químico de número atómico 8 y que constituye la quinta parte del aire atmosférico de la tierra. “Pregúntale a los astronautas de la Apolo 13 si no es importante el oxígeno”, le respondí y se sonrió. 

Comenzó la cirugía y estaba en absoluta calma. El cirujano me saludó y dijo solo dos o tres frases certeras. El anestesista se convirtió en mis ojos y demás sentidos. Recordé en ese momento un apotegma del periodismo escrito y la literatura. Alguna vez alguien me dijo que el lector era una persona ciega y que la escritura debe guiarlo. Si yo digo, por ejemplo, “Frente a la plaza había una casa con una puerta”, no estoy diciendo nada nuevo. Todas las casas tienen puertas. Ahora, si yo escribo que la puerta era de madera, despintada y que no tenía cerradura, el lector tiene una aproximación distinta a esa casa.

Durante el tiempo que duró la cirugía, el anestesista fue quien describió algunas situaciones y me di cuenta de que todo era muy normal.  Cada tanto controlaba mi presión, que se mantuvo en los parámetros normales. Si se escuchaba algún sonido, el anestesista lo traducía. “Todo está más que bien”, me dijo en un momento, mientras a mis oídos llegaba el ruido de algún tipo de pulverizador en aerosol. 

Cuando podía, alzaba mis ojos para ver el reloj. Los minutos pasaban sin sobresaltos. “Ya estamos casi terminando y está todo muy bien, Gustavo”, agregó el anestesista. El cirujano ya había colocado en la zona de mi hernia una malla para reforzar mis tejidos, porque cuando uno de opera de hernia nada se quita del interior del cuerpo, solo se recompone la zona debilitada del organismo donde se forma la inflamación. No someterse a tiempo a este tipo de reparación puede derivar en un estrangulamiento de los intestinos, un dolor muy agudo y punzante, y en llegar al quirófano de urgencia. Eso es lo que yo no quería para mí ni para los míos, porque a los enfermos los cuidan los sanos.

Desde que ingresé al quirófano hasta que salí pasó una hora y media, o quizá unos minutos más. “Todo excelente, Gustavo”, dijo el cirujano, que agradeció a su equipo. Salió de la sala de operaciones y luego le comunicó a mi mujer que, tal cual se preveía, todo había salido muy bien. Yo permanecí un rato más en la mesa de operaciones hasta que llegaron las conductoras de la camilla, que con ayuda me alzaron y colocaron en la tabla con cuatro ruedas que me llevaría a la habitación ocho.

El regreso también fue a toda velocidad. Las puertas vaivén se abrían y se cerraban, y sorteamos con éxito cada curva hasta que tomamos la recta hacia la habitación. Vi de nuevo el techo y sus luces. Giré la cabeza hacia mi izquierda y le sonreí a una parejita. Con el casco plástico, ingresamos a la habitación y, envuelto como emperador romano, me acomodaron en la cama. La cara de mi mujer tenía un semblante de calma y paz, y yo vivía momentos de euforia. La cirugía había pasado. Me sentía algo cansado. Hice breves comentarios sobre mis vivencias en el quirófano y pedí mi libro para leer. Las piernas comenzaron a tener sensibilidad con el correr de los minutos.

La habitación tripartita se convirtió en un ir y venir de personas cuando se habilitó la hora de las visitas. Desde la cama del fondo llegaba la voz de un hombre de pelos encanecidos que no dejaba de hablar. A pesar de estar en mi mundo de la lectura, percibí que ese personaje era culto y tenía un  vocabulario amplio. Mi mujer había abandonado el tejido y estaba sentada a mi lado. Vencida por el cansancio que generan los sanatorios, había apoyado la cabeza en la cama e intentaba dormir.

Las enfermeras seguían con el protocolo de medir mis signos vitales. Por el suero ingresaban los antibióticos para evitar infecciones y calmantes. El efecto de la anestesia desaparecía despacio, sin sobresaltos. Mi próximo objetivo era estar la menor cantidad de horas internado y regresar a casa. Para eso necesitaba que nada se complique. El cirujano me hizo una visita y confirmó que todo había salido más que bien.

Mi herida estaba cubierta por una venda dispuesta en forma oblicua, de manera tal que cuando mis piernas apuntaban al norte, el corte era como noreste a suroeste. En un momento, luego de la euforia y el despertar total de mi cuerpo, comprendí que estaba agotado. Los murmullos me incomodaban. Cada tanto levantaba la vista para mirar el goteo paciente del suero. Quería que llegue la noche y el día después. Solo pensaba en irme. 
Las enfermeras demostraban un trato tan amable como profesional. Hace falta conocimiento, vocación y algo más para lidiar con los enfermos y los sanos que están a su alrededor. Como a las 19:00, alguien de la cocina se apiadó y me trajo un té. Más tarde comí un postre de gelatina y mi vientre se sorprendió. A esa hora, la vigilancia había despejado las habitaciones y los murmullos eran menos. Quedaban los pacientes  y un acompañante por cama.

La última medición de mis parámetros indicó que todo era normal. Las horas pasaban lentas. En la habitación tripartita se hacía difícil dormir. Sentía mi cuerpo normal y los relatos sin parar del pasajero de la cama del fondo. El hombre estaba al cuidado de una nieta. Lo encontraron tirado en su casa al lado de la cama, cuando la noche anterior se había mareado y caído al piso.

A la mañana siguiente, una vecina se extrañó de no verlo y llamó a la familia. En minutos, bomberos, policía y una ambulancia llegaron al lugar. Lo hallaron débil, pero lúcido. En su monótono nocturno contó que había sido aviador, árbitro de boxeo y maestro en la Escuela Industrial. A las enfermeras las halagaba y hasta les recitaba versos en inglés, francés y portugués. Extrañaba su casa y su cama. Yo también.

Antes de la medianoche, cuando se resistía a dormir y a callarse, dijo que se sentía apenado. Su nieta le preguntó por qué y él respondió: “Me doy cuenta de que hablo locuras y que soy consciente que me estoy volviendo loco”.  Más tarde, un sedante aplacó sus malas horas.
Pasada la medianoche, ingresó al cuarto el nuevo turno de enfermeras. Eran solo dos. La jefa del turno era una pelirroja de labios pronunciados que llevaba una chaqueta violeta. Junto a su compañera, cumplió con la rutina: presión, fiebre, pulso. Todo normal. Me encaminaba a pasar la noche y esperar el día del alta. Sin embargo, se encendió una luz de alarma.

Tras la cirugía, no me había levantando. No había caminado ni al baño. La enfermera de violeta me emplazó que antes de las cuatro de la mañana mi aparato urinario debía dar muestras de normalidad. “Si no es así, le van a poner una sonda para evitar una infección”. Sus palabras fueron un mazazo. Una amenaza a mi potencial alta. La palabra “sonda” no estaba relacionada a una nave espacial para explorar el espacio, ni tampoco para hundirse en un océano. Era un instrumento que podía invadir mi cuerpo.

Herido en mi orgullo, tomé agua en sorbete y vasito plástico, no sin pocos malabares. No deje de tomar agua. Bebí como si fuera un desahuciado rescatado de la estepa.  Fue entonces cuando descubrí lo difícil que era levantarse, cargar con el suerito y volcar el manantial urinario en el inodoro, un artefacto que el doctor Juvenal Urbino aseguraba fue inventado por alguien que no sabía nada de los hombres. Así me pase la madrugada: cada una hora al baño para demostrar que mi arroyo tenía buen cauce.

Después de completar mis ejercicios de malabares con el suero, y cuando faltaba poco para amanecer, el cansancio me dobló. Creo que dormité, me despabilé y me volví a dormir, como se puede dormir en una clínica. Alcancé a escuchar la voz alta de un médico que pedía a su paciente que pujara con fuerza para parir. Después se escuchó un llanto, y a los abuelos alardear en el pasillo de espera. “Tres kilos cuatrocientos de peso y cincuenta centímetros de altura”. El abuelo estaba tan emocionado que por celular contaba que su nieto era muy avispado a los pocos minutos de nacer.

Me adormecí después de ese nacimiento hasta que un nuevo turno de enfermeras y enfermeros ingresaron a la habitación en operativo comando. Eran cuatro, y en minutos dieron vuelta todo. Medición de parámetros, limpieza y camas acomodadas. En minutos tenían que pasar los médicos para revisar a cada paciente. Esperé con ansiedad mi turno y entonces llegó Dios. El cirujano tenía todos los informes de mi buena evolución y no había motivos para quedarme más tiempo.

Escribió algunas órdenes, explicó recomendaciones para el cuidado hogareño y dio el visto bueno. La enfermera me aplicó el último calmante para soportar el viaje de regreso y después me quitó el suerito. Colocó un algodón en el pinchazo, que sostuve por un rato. Me vestí de nuevo como turista y me alejé de la habitación ocho. Al salir de la clínica, caminé lento hasta el auto. Volvimos despacio con mi mujer al volante esquivando baches. En mi casa me esperaban dos sonrisas y una tarta de peras. Entonces, tuve ganas de llorar. 

miércoles, 27 de julio de 2011

El cordel en mi cuello

A veces los dedos mayor y pulgar resbalan por ambos lados de los cristales para desparramar el líquido limpiador, en un movimiento horizontal que luego da paso a un papel absorbente que secan las últimas gotas. Otro día, es un pañuelo el que se desplaza despacio por los dos vidrios buscando más transparencia, quitando manchas y sombras grises.


La limpieza de mis lentes es una rutina que me acompaña varias veces al día, como parte de una tarea de mantenimiento. Ellos cuelgan de mi cuello desde hace cuatro años; esa tarde cansado de que las letras del diario se esfumen ante mi mirada, caminé hasta el oculista que llega al pueblo todos los martes, o casi todos.


Me atendió después de una espera entre medio de silencios, revistas viejas apiladas en una mesa bajita y personas que hablaban entre susurros, como si estuvieran en un velorio. A mi turno, el hombre, con su chaqueta blanca desabrochada, me hizo sentar y colgó un cartel con letras de distinto tamaño para probar lo que ya sabía.


En un breve trámite, el oculista -bajo, casi calvo y gordo- con más pinta de cocinero de fonda que de profesional de la oftalmología, me sentenció a vivir con los anteojos. Para escribir, leer, atender el celular o sintonizar la radio. Con una sola palabra que sonó a nombre de mujer: Presbicia, me recordó mi edad y llamó al próximo paciente.


Con la receta en la mano, llena de palabras ilegibles, en cinco días obtuve mis primeros lentes. Probé marcos y patillas. Algunos redondos, otros, más ovalados, asomaron en mi cara que se reflejaba en un espejo de tres tramos colocado encima de un mostrador. Ya sea, con marco dorado o plateado, supe que serían parte de mí para siempre. Y así sucedió.


Cada noche, cuando termino la lectura quedan encima de la mesa de luz, arriba de algún diario o un libro. Los dejo con las patillas abiertas y el cordel negro colgando, cerquita de reloj y el velador. Por la mañana se donde ubicarlos. Entre dormido los tomó y los apoyó en el mueble del baño; luego pasan a la mesa de la cocina. Es una rutina para poder hallarlos con facilidad y no olvidarlos antes de salir a trabajar.


Su ayuda aparece apenas necesito calentar el café en el microondas o para abrir el paquete de galletitas Lincoln, a través de una tirita de celofán que no encuentro. Es una recordación cotidiana de que el tiempo se consumió mi vista.


La mayor comprobación llega cuando olvido los lentes y llegando al diario comienzo a sentirme disminuido, casi inútil. Por eso guardo en un cajón de mi escritorio esos anteojos baratos, endebles, descartables, que un día compré en un polirrubro para salir del apuro y que me vendieron en un estuche ordinario.


Esos lentes que aparecen salvadores de vez en cuando, son un mal muleto de los titulares. Al finalizar el día de trabajo, durante la cena, viene mi pequeña revancha personal: me quito los lentes con ambas manos, tomándolos de las patillas casi a la altura de los cristales, los elevó por encima de mi cabeza, pliego sus patas y enrolló el cordel.


Por algún rato estarán allí, solitarios, en el mueble ubicado en el esquinero del comedor, o en el mantel que cubre la mesa rectangular. Será el rato en que mi nariz no sienta la presión de su calce.


A pesar de su simpleza - armazón metálica, solo recubierta con plástico al final de las patillas, para calzar con suavidad en las orejas- de vez en tanto necesitan un servicio de mantenimiento. Es el momento de actuar del óptico del pueblo que, sin lentes, toma un diminuto destornillador y ajusta los cuatro tornillos milimétricos que regulan la apertura. Después con las dos manos encuadra los lentes. Toda la tarea no lleva más de cinco minutos hasta que vuelven a mis ojos para ver cómo se sienten.


Los lentes solo se sumergen en la oscuridad bajo situaciones especiales. Fiestas o salidas, en que decido que solo me acompañen guardados en un bolsillo de la camisa o de alguna campera y dejen de colgar de mi cuello.


En las vacaciones, es el momento en que más me alejó de ver parte de la vida a través de cristales con aumento. Es el tiempo del descanso físico y mental. El período en que mi pensamientos se alivianan, se aleja de las noticias que me apabulla escribir todos los días y pienso en otras cosas. Pienso, por ejemplo, en el puto oculista con pinta de cocinero que me condenó una tarde de martes a que de mi cuello cuelgue un cordel con cristales para enfocar mejor mi vida.

martes, 26 de julio de 2011

Cosechadora, esa puta

La cosechadora es la médula de la maquinaria agrícola y, exhibida como aquí se exhibe, con esa histeria de juguete rabioso, con ese erotismo de lo inalcanzable, se vuelve un oscuro objeto del deseo chacarero. Y no sólo la cosechadora: el pulverizador, el compactador de suelos, la tolva de descarga, los fierros en general seducen en la Expoagro 2008 como seducen las chicas que se llevan un dedo a la boca. Y ahí va entonces el pequeño productor a masturbarse un rato frente al stand de John Deere o Massey Ferguson, a pasar un poco la mano sobre el cabezal de trigo de una 9870, y a lamentarse porque no tiene de dónde sacar 800 mil pesos para llevársela a casa.
Los cartelitos que rodean la majestuosidad pornográfica de las máquinas no hacen más que rubricar su condición lujuriosa: Banco Galicia financia, Credicoop financia, Banco Francés financia. Te están diciendo: vamos, que te ayudo a que este bebé sea tuyo. ¿Te imaginás si este bebé fuera tuyo? Tienen que ver a los chacareros derritiéndose frente a cuatro toneladas de hierro cromado. Como Mario Restónico, que tiene 20 hectáreas en Clarke, entre Rosario y Sante Fe, y 78 años en el cuerpo. Probablemente ya no se le pare y el correlato de esa impotencia es el suspiro que le dedica a una Apache de 260 mil dólares. “Lo que daría por tenerla”, dice Mario, y no hace falta que diga más.

La Expoagro 2008 está vendida por sus organizadores, los diarios Clarín y La Nación, como la más grande expo de la industria en el país. Aquí, en estas 60 hectáreas de campo abierto al costado de la ruta 9, a ocho kilómetros de Armstrong, provincia de Santa Fe, se condensa ese mundo que ha sido a veces patricio, a veces hegemónico y rabiosamente corporativo y antiindustrial y rico y lobbista y de paso un poquito negrero, y otras veces pequeño o mediano productor, superavitario como productor de alimentos, impulsor drástico de la economía nacional, exportador, desarrollador de agrotecnología, que hoy vive un momento histórico estelar y que conocemos como campo argentino.
Con ochenta mil visitantes en sus dos primeros días y récord de expositores, la Expoagro saca chapa de marca argentina hacia el mundo, y empieza a convertirse en uno de esos nombres por los que nos reconocen afuera, como Ginóbilli o el furor de la Buenos Aires gay. 
Una caminata rápida por las calles anchas va a dejar algunas cosas: en principio, la ropa embutida en tierra suficiente como para sembrar girasol en los pantalones; después, la teatralidad de algunas proezas más de kermese que de feria global, como el tipo que, sin despeinarte, te saca la gorra con los dientes de una retroexcavadora y que es anunciado como el mejor piloto de retroexcavadoras del planeta; o el tractor de John Deere que se maneja por satélite y que lleva en su cabina a un peón leyendo el diario; o el apasionante torneo de pulverizadores autopropulsadas, que son como unos aviones de alas gigantes que nunca despegan y, en cambio, aplican fungicidas o cosas así; toda esta espectacularidad boba sucede en medio de un polvorín político: lo que realmente deja una caminata rápida es el oído abrumado por las quejas de los productores, que siguen sin poder creer que el gobierno de Kirchner (el que más te guste de los dos) se quede, en concepto de retenciones, con el 35 por ciento de lo que producen.
Dice Restónico, que no se le parará pero la furia la conserva: “¡Son unos ladrones! No hay otra manera de llamarlos a estos. Nos sacan la plata para dársela a esos negros que no laburan, para que los voten ¿A usted le parece?”. Restónico expresa buena parte del campo más conservador, cuadradito. El problema no es tanto lo que dice sino que es muy fácil encontrar aquí a mucha gente que diga lo mismo y más o menos de la misma manera. El jueves estuvo Lilita Carrió, y a Restónico le cae simpático que haya venido. Del otro lado, todo el otro lado imaginable, antípoda furiosa por concepción del negocio y capacidad de producción, está la no tan nueva gran estrella de la patria agrícola: Gustavo Grobocopatel, cuyas 100 mil hectáreas sembradas lo convirtieron en el rey de la soja, apodo que detesta públicamente.
Nunca en su historia el campo había dado un famoso, ya saben, un personaje con el metraje mediático suficiente como para ser invitado de Mirtha Legrand. Gustavo, cara visible del grupo Los Grobo, es un regordete colorado de sol, vestido con ropa sin marcas visibles, con una barbita de tres días y que se ríe con facilidad. Sigue viviendo en Carlos Casares, por más que Grobo Agropecuaria haya facturado, sólo en el primer semestre de 2006, 14 millones de dólares. Sus hijos, los tres, siguen yendo a la escuela pública y para la oligarquía estanciera (la que queda) Grobo es “el judío”. Le pregunto por qué es una estrella. Me dice que no tiene la menor idea. Y obvio, me lo dice riendo.
Detrás del señor Grobocopatel va quedando la estela de periodistas con preguntas en el aire: por qué no fustiga al kirchnerismo, por qué hizo negocios con Venezuela, por qué le vendió acciones a los brasileños. La cara del señor Grobocopatel pierde distensión. Yo le pregunto si es lo que ha querido ser. El tipo se para, me mira, y me dice que no le disgusta en lo que se convirtió, pero tiene pensado dejarlo todo en unos años más.
-¿Cuántos?
-Pocos.
-¿Para hacer qué?
-Para cantar.
Porque el señor Grobocopatel canta, tiene un grupo o algo de eso. Y es así como el mayor productor de granos de la Argentina, en plena efervescencia expoagraria, dice que lo deja todo para ponerse a entonar a Yupanqui. Me faltó preguntarle si de verdad las vaquitas son ajenas.

Sobre la calle del fondo, en la frontera con el resto de pampa santafesina, cuatro chicos con trapitos naranjas le sacuden el polvo a una fila de Audis. A la izquierda del stand, una camioneta que ronda el medio millón de dólares espera comprador. Y si esa camioneta está allí, es porque alguien creyó que debe haber alguien más en esta Expoagro con medio millón  de dólares para gastarse en un auto. En general, la riqueza es un concepto, un dato estadístico y su materialidad queda en reserva de sus dueños. Pocas veces se la puede ver, como acá, tan expuesta, tan guaranguita.
Una cuenta rápida puede explicar, si bien no toda, una parte de esa riqueza que anda en la Expoagro dando vueltas. Veamos: una tonelada de soja vale 1100 pesos. Una hectárea rinde cuatro toneladas, que es lo mismo que decir que una hectárea rinde 4400 pesos. Un campo chico tiene 100 hectáreas, lo que equivale a 440 mil pesos. Y con el tratamiento adecuado, el suelo resiste dos campañas al año. Ahí ya estamos en los 880 mil pesos. En resumen: un pequeño productor (bien pequeño) levanta casi un millón de pesos al año. Después llegará, una vez más, la ferocidad de la discusión y, una vez más, la palabra retenciones, que tiene y retiene a todo el mundo crispado. Eso es otra cuestión. Mientras, los Audi siguen ahí, hasta que ya no estén más, porque alguien sembró, cosechó, cobró y fue y se lo compró.

Ahí está hablando Juan José Becerra, presentando su libro La vaca, viaje a la pampa carnívora, en la sala de conferencias. Becerra no será el presidente de la Cámara de Sembradores de Formosa, por decir uno de los tantos señores con cuentaganado y cinturón de cuero crudo que se suben a decir lo mal que les va, lo bien que les va, pero tiene bastante más cosas interesantes para decir de la vaca argentina que la mayoría de los empresarios de la carne. Becerra habla para, los cuento a dedo, siete personas. Y se la banca.

Afuera, todo es banderitas. Es un imperativo estético. Porque podrían haber sido pancartas, o carteles, pero no: las marcas ponen sus banderitas. Al final de la tarde, con el sol metiéndose, las banderitas pierden nitidez, desaparece lo que anuncian quedan sólo sus siluetas en movimiento. De lejos se ve como los ejércitos de una película de Kurosawa pero avanzando sobre la ruta 9 interprovincial.

En el corazón de la industria agrícola ganadera, alguien que responde a alguien que responde a alguien que responde a Steve Jobs puso un Mac Station, y los ganaderos se acercan a escudriñar iPods. El hombre de campo, el hombre rico de campo, como Grobocopatel o como cualquier otro, no está cruzado por la cultura del consumo de lujo, digo, en general, habrá excepciones. El destino de esa riqueza, cuando no es la generación de más riqueza, se va en poderosas camionetas todoterreno y no mucho más. Sus mujeres deben ser igual, de lo contrario aquí estaría Louis Vuitton, y ya ven que no. Pero están los iPods, y tal vez el hombre de campo, el rico hombre de campo, empiece acostumbrarse a gastarla en algo más.

Christian Bjerg no tiene gorro cowboy de mimbre. Aquí, es top llevar uno. Algunas marcas lo regalan mediante sonrientes promotoras con calzas, pero más bien poco. A la sala de prensa llega gente preguntando si se puede conseguir allí el bendito gorro, y se van decepcionados. Bjerg no lo usa y podría, porque trabaja aquí, en la Expo. Trabajó también en la Expo del año pasado y tiene planes para hacerlo en la del año siguiente. Siempre sin gorro, claro. Bjerg es vendedor de Vassalli, una marca nacional de maquinaria agrícola que pinta sus cosechadores de un rojo furioso. El stand de Vassalli está lleno de grandes banderas rojas al viento, y se parece menos a un punto de venta agroindustrial que a una sede de la Internacional socialista. Le pregunto a Bjerg si vendieron algún fierro. Me dice que ninguno. Le pregunto por qué. Me dice que ya estaba todo vendido desde antes de que empezara la feria. Le pregunto si hubieran vendido algo de haber tenido stock. Me dice que a patadas, que si no venden más máquinas es porque no llegan con la producción. Cerca de nosotros hay una cosechadora DR170. Su precio de lista es de 751 mil pesos. Le pregunto cuántas vendieron el año pasado. Me dice sin mosquearse: “Unas cien”.
Bjerg está acá pero quisiera no estar acá. Y entonces entiendo porqué, pudiendo, no lleva el gorrito que todos llevan. La Expo le hincha soberanamente las pelotas. Pero mejor que lo diga él: “Te juro, esta Expo me hincha soberanamente las pelotas”.
-¿Qué vuelve insoportable a la fiesta de la maquinaria agrícola para un vendedor de maquinaria agrícola?
-Es puro caretaje, puro marketing. Sirve para estar, para que se vea tu marca, para que vengan los gringos que se gastaron 250 mil dólares en un bicho de estos y vos le regales una gorrita de seis pesos. No sabés lo contentos que se van con la gorrita.

Cuando salgo, paso junto al nuevo modelo de Vassalli: la AX 7500, de las cuales hay sólo dos en el país, y otras seis están en construcción. En la cabina, pegada con letras plásticas, se lee: adquirido por Diego y Rodrigo Gullielmi. Hay otras más con el apellido de su comprador puesto a toda pompa en el frente reluciente de la máquina. Como si fuera necesario saber quién. Como si imprescindible saber el nombre del que se lleva las chicas a casa. (Alejandro Seselosvky)


domingo, 1 de mayo de 2011

El día que Ernesto Guevara se despidió de su primer amor

Ernesto Guevara descendía la escalera marmolada de la mansión dominada por voces, risas y la música de la fiesta de casamiento. Se detuvo por un instante en el rellano de un escalón, alzó la vista y cruzó una mirada con los ojos verdes de María del Carmen Ferreyra; una adolescente linda hasta doler en todo el cuerpo. En un instante, los dos quedaron fulminados por un amor inmediato, al que el joven Guevara le dedicó cartas, poemas y ofrecimientos de matrimonio, hasta convertirse en un tackle para su vida.
La historia entre la muchachita aristócrata y el plebeyo comenzó en octubre de 1950. Esa noche el lujoso chalé de la familia González Aguilar, ubicado en el Cerro de las Rosas, lucía sus mejores galas y alteraba al paquete barrio cordobés. Los invitados descendían de sus vehículos y taxis luego de participar de la formal ceremonia religiosa. Las campanadas de la felicidad aún retumbaban cuando los adelantados ya tomaban aperitivos al aire libre.
Como lo exigía la costumbre, las mujeres llevaban vestidos largos con aderezos de alhajas. La mayoría de los hombres mostraban sus dominantes trajes oscuros, con un pañuelo, cuyas puntas asomaban en el bolsillo delantero. Un conserje de gesto adusto recibía la tarjeta de invitación para después indicar el camino hacia los salones de la mansión. Cada varón y cada mujer habían elegido el atuendo para una boda, que había sido la comidilla de la clase alta cordobesa.
En medio de peinados de peluquería y corbatas al tono solo una persona no vestía de gala. Ni tampoco mostró su tarjeta de invitación. Ernesto Guevara cruzó el pórtico de acceso junto a Pepe, el hermano de la flamante esposa e íntimo amigo de María del Carmen Ferreyra. Guevara llevaba puesto una camisa celeste de fibra poliamida, unos pantalones arrugados y unas zapatillas blancas. No tenía medias ni saco. Tampoco llevaba corbata, a las que prefería usar de cinturón antes que anudárselas al cuello.
Aquella noche ese joven musculoso, de pelo corto y flequillo al viento, había entrado en la fiesta con el mismo desparpajo con que años después entraría en la historia. Tenía veintidós años y aunque se llamaba Ernesto Guevara, por entonces le decían Fuser. Era una abreviatura de “Furibundo Serna,” que describía el carácter volcánico y los momentos de estallido. Un apodo nacido entre partido y partido de rugby.
María del Carmen Ferreyra era Chichina para sus íntimos. Tenía dieciséis años y era la niña mimada del empresario Horacio Ferreyra, su padre y de su hermano, al que todos llamaban Cuco. Los Ferreyra eran un imperio económico, dueños de una de las fortunas más grandes de Córdoba. Poseían la cantera de piedra caliza “Malagueño” y un complejo fabril, de los pocos en esos tiempos.
“Malagueño tenía una extensión de dos mil hectáreas, y la estancia comprendía canchas de polo, caballos árabes y un pueblo feudal de obreros de la cantera. Todos los domingos la familia concurría a misa a la iglesia del pueblo y ocupaba una capilla propia a la derecha del altar con una entrada particular y una baranda donde los Ferreyra, comulgaban lejos de la masa trabajadora”, recuerda Dolores Moyano, prima de Chichina.
Chichina era una joven “extraordinariamente encantadora y hermosa”, que para consternación de sus padres se había enamorado de un hombre que detestaba todo lo que representaba la clase social de los Ferreyra. La muchacha tenía el pelo oscuro, tez blanca y labios  gruesos. Las fotos de la época muestran a una Chichina con el cabello más bien rebelde y un mechón a la derecha de la cara, que le tapa a medias los ojos inmensos.
La joven era un sol que tenía enamorada a los chicos que la rodeaban y que pertenecían a su similar condición social. Ninguno había ganado su corazón hasta aquella mirada que la atravesó como un rayo y la conmovió. Fue una atracción desde lo opuesto."Ernesto venía de otro gallinero y conquistó a la princesa de la cual todos estábamos prendados", recordaba Jorge Beltrán, amigo de la familia.
"Me fascinó su físico obstinado y su carácter antisolemne", contaba Chichina en octubre de 1967 a la revista Primera Plana. Aquel mes, Ernesto Guevara fue ejecutado por la CIA en Bolivia y todos los llamaban el Che. "Su desparpajo en la vestimenta nos daba risa y, al mismo tiempo, un poco de vergüenza. No se sacaba de encima una camisa de nailon transparente que ya estaba tirando a gris, del uso. Se compraba los zapatos en los remates, de modo que sus pies nunca parecían iguales. Eramos tan sofisticados que Ernesto nos parecía un oprobio", agregaba Chichina.
Ernesto Guevara había cultivado una amistad con los González Aguilar durante sus años en Córdoba. Y también se vinculó con Tomás y Alejandro Granados. Con este último compartiría su primer viaje por Sudamérica en una motocicleta. Cuando Carmen González Aguilar decidió casarse, él fue el primero en ser invitado, y viajó hasta Córdoba por tres días para asistir a la fiesta. Ernesto y Chichina se encontraron aquella noche del casamiento en la escalera y compartieron una conversación sobre libros y arte, hasta la madrugada.
El acercamiento entre Chichina y Ernesto Guevara alteraron a la tradicional familia cordobesa. La fascinación mutua se tradujo en renglones de hojas de cuadernos y cartas que los dos no dejaban de escribir. Sin embargo fue recién en la Semana Santa de 1951 cuando la atracción y el amor se tradujeron en romance. Fue la formalización de la relación y un beso fugaz, según confesaba la propia Chichina, en el año 2001 en una entrevista realizada en el Hotel Windsor.
Los ojos verdes de la jovencita habían encandilado a Ernesto Guevara. “Su paradójica luz me anuncian el peligro de adormecerme en ellos”, escribió el Fuser. La relación entre ellos se alimentó a la distancia y enredada por las propias limitaciones de historias disimiles. Ernesto Guevara vivía en Buenos Aires donde estudiaba medicina y realizaba viajes como enfermero en buques de la marina mercante. Chichina acudía a un colegio de monjas y no dejaba de asistir a misa.
Durante los primeros tiempos el noviazgo esquivó dificultades y los recelos de la familia Ferreyra. Ernesto viajaba a Córdoba cuando podía y se hospedaba en lo de los González Aguilar o en la casa de su amigo Alberto Granado. Visitaba a Chichina en su casa de Cerro de las Rosas, y los fines de semana se mudaban con sus amigos a Malagueño, la estancia que los Ferreyra tenían en las sierras, a mitad de camino hacia Villa Carlos Paz.
Eran tiempos de cabalgatas, asados y un poco de fútbol, y la ocasión de absorber el aire puro que su asma requería a bocanadas. En las sobremesas o al momento del sopor de la siesta, los amigos se juntaban para hablar de literatura, de cuestiones políticas o de filosofía, y escuchaban absortos las anécdotas que Ernesto contaba de sus viajes en el mar. A veces participaba de aquellas reuniones Ferreyra padre, y entonces nadie, excepto Fuser, decía exactamente lo que pensaba. En una de aquellas estancias Ernesto Guevara propuso casamiento a Chichina y una luna de miel viajando por América en una casa rodante. Casi una vida de caracol.
Esa idea de una vida de a dos y llena de vacíos sacudió a los Ferreyra. La familia de la novia no comprendía el enamoramiento de la princesa que todo lo tenía y que había sido criada con la asistencia de mucamas inglesas. El abismo entre el Guevara enamorado y la adolescente refinada era fomentado por un entorno que no soportaba al muchachito desaliñado y provocador. La indiferencia y los gestos de desaprobación crecieron en aquel 1951. A pesar de ello, Guevara participaba de las mesas familiares en Malagueño, donde aún se recuerdan los entredichos y algunas burlas. Pero, el Fuser no pareció sentir las nauseas se sentirse inferior.
El clímax de esas disputas llegó una noche en la estancia, después de cenar, cuando el joven Guevara criticó con ferocidad al primer ministro británico Winston Churchill y su política conservadora. La charla había empezado con la socialización de la medicina y las elecciones en Inglaterra. Pero terminó con un portazo del dueño de casa. Testigos de esa reunión cuentan que Horacio Ferreyra se indignó y dijo: "Esto ya no lo puedo aguantar". El empresario hasta se cuidaba de no llamar a Guevara por su nombre y por su apellido. Era simplemente el “sujeto”.
Guevara, aunque apasionado en la defensa de sus ideas, mantenía una timidez extrema para manifestar el amor. Viajes en barco, estadías en Buenos Aires y Córdoba fueron parte de los últimos meses del 51. Su madre, Celia de la Serna, contó años después: "Cada vez que llegaba al puerto me llamaba por teléfono para ver si había recibido cartas de Chichina, y me pedía que fuera corriendo a llevárselas".
Una danza guerrera bailó Fuser cuando su amigo Alberto Granados le propuso ser la compañía de un viaje en motocicleta por América. El trayecto fue diseñado entre ambos en la casa paterna de Granados y bajo una parra, que los protegía de la luz del sol. Los preparativos se resolvieron en pocas semanas. Salieron a bordo de una moto Norton 500 apodada La Poderosa II, desde Córdoba un 29 de diciembre de 1951. Al mismo tiempo, los Ferreyra iniciaban sus vacaciones de dos meses en la ciudad balnearia de Miramar.
Después de pasar Año Nuevo en Buenos Aires, en casa de la familia Guevara, los dos aventureros partieron hacia el mar. El 4 de enero cruzaron por el Parque Palermo y luego se detuvieron a comprar un cachorro de perro ovejero alemán, “por 70 mangos”, que Ernesto Guevara le puso como nombre “Come Back” (regresaré) para regalárselo a Chichina. El Día de Reyes Granados y Fuser se alojaron en la casa de un tío de los Guevara en Villa Gesell. Allí se aprovisionaron de legumbres y otros alimentos. En algunas horas cubrieron el trayecto hacia Miramar, una ciudad que los Guevara conocían de veranos anteriores. Surcaron la costanera hasta llegar al lujoso chalé de dos plantas frente a la playa, que los Ferreyra habían alquilado.
Aquel verano del 52 se resumió en ocho días. Paseos por la rambla de hormigón y tardes de playa compartidos entre Fuser y Chichina. A pesar de la hostilidad familiar los jóvenes novios surcaron amaneceres felices al arrullo del mar y la música de un piano. La estadía en Miramar debía durar dos días pero se había extendido más allá de la cuenta. La despedida íntima fue en el vivero, desde donde se escuchaba el choque de las olas contra las rocas. Entre altos pinos y médanos, Chichina y Fuser se hundieron en los asientos traseros del auto de los Ferreyra. “El enorme vientre del Buick”, como Ernesto Guevara lo definió en sus cuadernos de viaje.
El destello de felicidad de verano finalizó en una despedida con rastros de lástimas en Chichina. La descangallada motocicleta, que había sufrido cuatro caídas, fue reparada por un mecánico y bicicletero; lista para seguir hacia el sur. El dolor del joven Guevara quedó estampado en el poema del venezolano Miguel Otero Silva, cuyas estrofas toma prestadas para dedicárselas en el comienzo del diario de su viaje:

"Yo escuchaba chapotear en el barco /los pies descalzos /y presentía los rostros
anochecidos de hambre. Mi corazón fue un péndulo entre ella y la calle. Yo no sé con
qué fuerza me libré de sus ojos /me zafé de sus brazos. Ella quedó nublando de
lágrimas su angustia /detrás de la lluvia y el cristal. Pero incapaz de gritarme:
¡Espérame, yo me marcho contigo!"
Una carta recibida en la fría Bariloche cerró el romance. Letras de una despedida obligada. Quizás por un relámpago de madurez que surcó a la adolescente o por las propias ordenes impuestas desde la familia. Guevara regresó de su viaje por Sudamérica meses después, pero Chichina ya no lo esperaba. La vida le había tacleado a su primer amor.

jueves, 21 de abril de 2011

El pasado, por Luis Gruss

La memoria tiene una enorme fuerza de gravedad. Atrae tanto como una mujer desnuda y en lo oscuro. Es inútil tratar de ignorarla. Se la puede negar por un tiempo. Incluso por un tiempo extenso. Pero a la larga la memoria termina ganando la carrera. Y nos chupa hacia adentro como un remolino. Y nos dejamos hundir porque hemos escuchado consejos al respecto. Resistir el remolino significa hundirse y ahogarse. Si en cambio nos dejamos llevar seremos disparados hacia arriba, es decir, nos salvaremos. La memoria salva.

Ardor en el pecho

Entonces en la penumbra de la habitación se despertó sobresaltado. A tientas buscó la perilla del velador, que logró encender. El ardor en el pecho le crecía y sentía su respiración agitada. Miró hacia la ventana y observó que las ramas se sacudían. Se frotó las manos. No tuvo ganas de levantarse. Otra vez, como cada mes el ardor le regresaba. Era la señal inequívoca que el amor por ella no había muerto.

viernes, 1 de abril de 2011

El hechizo

Me habló de un sueño y el mar. De un tío que siempre recordaba. Dijo algo de una cajita de alfajores y la necesidad de respirar aire urbano. Ella ya era otra, la noche de aquel día, de palabras lanzadas con la velocidad del telégrafo. Dejó un sobre con sus escritos dedicados a las flores y el amor. Entre los papeles, una foto de su cara con un sonrisa picara y un sombrero.  “Es para cuando te ataque la nostalgia de mí”, dijo desde la puerta y lanzó un beso. Su hechizo estaba en marcha.