Ocurrió
cuando tenía unos 9 o 10 años. Cursaba
el cuarto grado en un colegio de curas en Miramar, cuando una neumonía amenazó
con echarme de este mundo casi sin cometer pecados. Me rescataron de las
sábanas sudadas donde deliraba de fiebre. En un Fiat 1500, me llevaron como
pudieron hasta una clínica en Mar del Plata. Era una piltrafa humana. El médico de la familia ordenó cuidados
extremos y supongo que hasta algún rezo.
Un
tío que vivía más para los demás que para él cedió la planta alta de su chalé,
y en una habitación armaron un dispensario privado para mí. Un enfermero me
custodiaba día y noche. Por el goteo de la memoria se me escurrieron la
cantidad de veces que me colocaron inyecciones.
El médico, en el tiempo en que visitaban pacientes casas por casa, no
dejó de pasar un solo día, hasta que di muestras de sobrevivir. Entonces, los
padrenuestros y las oraciones aflojaron.
Cuando
pasé a ser una piltrafa moderada, el enfermero trastocó las inyecciones para
enseñarme a jugar al ajedrez; trebejos que por lo menos alcanzaba a mover. Mi padre me regaló un Mecano para que el
ingenio no se me duerma, y mi madre se convirtió en una santa de los cuidados.
Después de cuarenta días o más, logré salir del refugio sanitario privado para
regresar a mi casa, donde me esperaban cuadernos forrados de azul y deberes
acumulados por los días que falté a la escuela.
Aquel
episodio relacionado con mi salud, en el año que en el hombre pisó la luna por
primera vez, había sido lo único que alteró mi organismo de manera severa,
hasta que cuarenta y cinco años después el mundo se me vino abajo. Una inflamación provocada por una hernia
inguinal se convirtió en la espada de Damocles.
En un principio, pensé que algún milagro podría suceder y la
protuberancia desaparecería de la noche a la mañana. Aunque sabía que eso no
sucedería, mantenía la ilusión sin claudicar.
Como
la magia no me aportaba ningún alivio, tuve que recurrir a los médicos. El
primero no dudó en decirme que tenía que visitar el quirófano. El segundo,
tampoco. Busqué una tercera opción y escuché una definición similar: “Lo aconsejable es que se opere”. Las
palabras eran mazazos en mi cráneo.
Aún montado en mi ilusión, recurrí a una
cuarta opinión profesional con la ilusión de encontrar al médico que me dijera
lo que nunca escucharía: que esa hernia maldita podía dejar de molestarme con
un tratamiento naturista, yoga, meditación en la madrugada, remedios caseros,
té de hierbas o tirándome en parapente de las Sierras de Comechingones, pero
jamás encontré esa respuesta.
Le
dije al cuarto médico que el bisturí era
la prueba mayor del fracaso de la medicina, un pensamiento perteneciente al
doctor Juvenal Urbino, pero mí médico no había leído El amor en los tiempos del Cólera. Como respuesta a mi ironía, me
dijo que me dejara de pendejadas mientras llenaba recetarios y las órdenes para
los exámenes de mi cuerpo.
Acorralado
por la realidad, me dispuse a comenzar con los estudios prequirúrgicos. Me
llevó días y noches iniciar la espera en las salas de esperas. Como hacia
cuarenta y cinco años que no sabía lo que era estar ni un día enfermo, no había
razones para sospechar que mi organismo no estaba apto para una simple cirugía
de hernia inguinal. Y así sucedió. Las
placas radiográficas mostraron los pulmones limpios. Todos los parámetros de la
sangre estaban dentro de lo previsto y mi corazón latía bien.
En
esas entrevistas breves, intentaba que se filtre alguna esperanza de hallar una
respuesta no quirúrgica a la maldita hernia. Hasta llegué a soñar una noche que
la médica cardióloga llamaba a mis espaldas al cirujano para revelarle que mi
corazón sufría algún tipo de herida de amor incurable que era incompatible con
la operación, pero los golpes de los albañiles en la casa de al lado me
regresaron a la realidad.
Con
el sobre marrón de la radiografía bajo el brazo, el electrocardiograma que
medía hasta los males de amor del corazón, los análisis de sangre con sus
globulitos y los tormentos de las dudas, fui en busca de quien pudiera llegar a
operarme. Unos días antes, otra voz médica (ya había perdido la cuenta de los
galenos consultados a los cuales aburría con las definiciones del doctor
Juvenal Urbino) me había dicho que lo más importante para una cirugía era tener
“el propio convencimiento”. Además,
por supuesto, de obra social al día o los recursos genuinos.Un
viernes a la noche, tras dos whiskys y un susto silencioso de dolor punzante,
llegué a mi propio convencimiento quirúrgico.
La
noche previa a mi internación me desperté al alba, como hacen los sentenciados
o aquellos que perciben que el amor de toda su vida se está por espantar para
siempre. Me vestí y preparé con mentalidad de pasajero de hotel, pero iba a una
clínica. Disimulé mi impaciencia hasta que me harté. Mi mujer, que para las
cuestiones de salud tiene temple, sabía de mis debilidades y lo mal que me caía
el olor a ácido fénico y al hervor de los vegetales de los sanatorios.
Además,
ella se cansó de escuchar mis alardes y parrafadas nocturnas en pos de la
sanidad, la ausencia de males físicos y la consideración implacable de que
nadie está enfermo si no quiere. Aquellas verdades propias conformaban una
especie de enciclopedia ilustrada sobre el ser humano y sus padecimientos,
hasta que apareció la maldita hernia.
Tomé
la mochila, mis pertenencias y me subí al auto. Al lado, mi mujer acomodó sus
bolsos y alguna cuota de paciencia en pastillas. Arranqué, y a esa hora del
jueves era un hombre que apenas encubría con entereza su terror. Recorrimos
poco más de 40 kilómetros desde Villa de Merlo hasta Dolores. En general, no me
gusta salir de Merlo. Tampoco me gusta salir de mi casa. Tengo una idea
medieval de la vida y añoro los castillos y fortificaciones. Hasta las reuniones
con más de doce personas me atosigan.
Con
Merlo nos une (a mi mujer y a mí) una suerte de hechizo. Fuimos hijos adoptivos
de la ciudad desde el 2002. Comenzamos a venir por unos días de descanso.
Después, por otros más; y se convirtió en un lugar que visitábamos cuatro,
cinco o más veces al año en cualquier época, hasta que un verano nos mudamos.
Como siempre ligué a Merlo con cosas buenas, bajo esa aura marché a internarme,
rezando para que esa influencia soplara hasta la ciudad con tonada cordobesa.
En
la ruta, pensé que la única manera de zafar de la cirugía y de la maldita
hernia era que sufriéramos una abducción y que un OVNI nos llevé al más allá
con escala técnica previa en el Uritorco, pero ni la policía caminera nos paró.
Abatido, estacioné a 100 metros de la clínica. Tomé mis petates e ingresé al
sanatorio con cierto aire de turista que viene a pasar la noche con su pareja y
pretensiones de privacidad. En Admisión, mis ínfulas se fueron a la
mierda.
Cumplí
los requisitos internos y firmé papeles casi sin leer. Con una leve sonrisa, la
secretaría me dio un papelito como para envolver un chupetín donde figuraba la
orden de internación para la cirugía. Como era la primera vez, yo creí más
conveniente que me dé un diploma o una especie de certificado firmado por los
médicos. Antes de mandarme al cuerno, la amable secretaría dijo: “Es por allá”, y me hundió en la
realidad del pasillo que llevaba a internación.
Mi
mujer estaba consciente de que las primeras horas podían ser peligrosas.
Juntos, caminamos hacia la zona de internación quirúrgica y exigí estar en una
habitación solo, y si era posible que entrara la cantidad de personas
indispensable. Una de las enfermeras tomó el papelito para envolver chupetines,
leyó el motivo de la cirugía y me mandó a
la última puerta. “Habitación ocho”,
me dijo con media sonrisa de Gioconda.
Como
siempre, refunfuñé por lo bajo y me dirigí a la suite. Claro que no era el
cuarto que esperaba. Había otras dos camas ocupadas. Estaba en una clínica, no
en un hotel, pero yo negaba esa realidad. Saludé en silencio y me acomodé en la
primera cama, cerca de la puerta de entrada y del baño. Detrás, tenía una
ventana vertical con cortina de enrollar que daba a una especie de patio
interno.
Me
paré al lado de la cama y luego di unas vueltas. Mi mujer mi miraba
desconcertada. Yo tenía que desvestirme y meterme dentro de las sábanas. Sin
embargo, seguía allí como de visita. Mi
paseo en torno a la cama de la clínica terminó cuando entró una de las
enfermeras y me preguntó qué estaba haciendo.
Entonces, con voz de mando, me envió dentro de las cobijas sin chistar.
Mi
mujer buscó una sillita, acomodó nuestros bolsos en un armario y sacó las
agujas y la lana. Yo tomé el libro que había llevado y me puse a leer como si
estuviera en el solárium de una pileta de natación en pleno enero. Mi lectura
fue interrumpida de manera inoportuna por otra enfermera que tuvo el tupé de
colocarme un suero.
“Parece que trabaja poco”,
me dijo cuando en el brazo izquierdo no encontraba la venita para canalizar el
suero. Su búsqueda fue infructuosa. Le dije que se trataba de una señal y que
significaba que no era mi día. Sin embargo, ella no lo entendió así, giró hacia
el otro lado de la cama y en el brazo derecho colocó la cánula para que
comience el goteo del suero por mis venas. Ya no podía leer con comodidad.
Tomaron nota de mi presión, pulso, temperatura de mi cuerpo y todo dio normal.
Al
lado de mi cama, estaba acostado un
hombre de unos 80 años rodeado de hijos y nietos. Se había operado la pierna
izquierda y le habían colocado una prótesis. Estaba de buen humor y decía pocas
cosas. Tenía el pelo blanco como Siberia y la costura de su pierna iba desde
encima de la rodilla hacia abajo. Con el correr de las horas, supe que era de
un pueblito cercano, que conocía mucho de política y más aún de fútbol. En la
otra cama estaba un muchacho, al que poco vi porque lo cambiaron de habitación.
Después, el lugar fue ocupado por otro anciano que no paró de hablar hasta que
los sedantes lo aplastaron.
Así
estaba yo, en ese cónclave tripartito de internados, entre paredes aguamarinas
y con personas que entraban y salían como si fuera un supermercado, ya que era
la hora de las visitas. Mi mujer seguía tranquila tejiendo y yo cada tanto
hacía preguntas relacionadas a cómo estaba distribuida la clínica. Las
enfermeras venían y miraban el suerito
que goteaba y colocaban algún tipo de medicamento aconsejable para mi cirugía.
A
esa hora estaba muy tranquilo. En el fondo, era un hombre entregado. Mi mujer
no se movía de la habitación ni para comprar medialunas. A esa altura, y tras
mis preguntas, creo que sospechó que algún comando de las fuerzas de liberación
merlinas podía ingresar por la guardia al sanatorio y extraerme de ese lugar
para liberarme de la operación. Pero nada de eso ocurrió. Mi estómago crujía
por el ayuno y, como pude, me sumergí en la lectura sosteniendo el libro con la
mano izquierda.
Me
confirmaron la hora en que ingresaría al quirófano y descubrí por dos veces
cómo era caminar hacia el baño con un suero a cuestas. Todo un arte. Después
del ingreso de las bandejas con comida que a mí no me correspondían, se hizo el
silencio de la siesta. Ya no había visitantes y solo quedaba una persona por
paciente en la habitación. Creo que el cansancio me hizo entredormir cuando el
ruido de fricción de unas ruedas de camilla me sacó de la ensoñación.
Todo
fue rápido como el cambio de neumáticos en un Fórmula 1. Dos enfermeras
ingresaron a la habitación ocho y estacionaron la camilla frente a mi cama en
forma perpendicular. Yo las miré, me levanté y caminé envuelto en una sábana
cual emperador romano hasta la camilla,
mientras una de las enfermeras llevaba mi suerito. Me acosté, me colocaron un
gorro, mi mujer me dio un beso y salí del box a una velocidad no permitida en
zona urbana.
Como
en las películas, vi pasar el techo y las paredes de la clínica en el trayecto
entre la habitación y la sala de cirugía. Fue un viaje vertiginoso, como si las
enfermeras se hubiesen entrenado en un Ferrari. Yo tenía todos mis sentidos muy
atentos. En segundos, la camilla con motor de Fórmula 1 se topó con una puerta
vaivén doble que tenía en los vidrios pegadas cruces verdes y rezaba “Terapia
Intensiva”.
Ingresamos
y seguimos derecho. Se abrió otra puerta doble que atravesamos sin escollo.
Luego, giramos a la derecha y nos encontramos con otra puerta vaivén. Por un
lapso brevísimo, piloto y copiloto dudaron de hacia dónde girar, pero
recibieron la orden de hacerlo de nuevo a la derecha. Así, entramos al
quirófano, donde maniobraron con habilidad para colocar la camilla al lado de
la mesa de operaciones. El emperador romano fue levantado como una hoja de
papel y quedó acostado en la mesa de operaciones con los brazos “bien pegados al cuerpo”.
Allí
estaba yo. Las conductoras de la camilla-Ferrari se fueron y quedé en ese lugar
cerrado en compañía de personal femenino. La pared de la izquierda estaba toda
azulejada y hacia atrás alcancé a ver un muro de pintura apagada con un reloj.
Por encima de mi cabeza cruzaban dos cordeles que sostenían cuatro ganchos con
forma de “s” para colgar los sueritos y dos luces redondas como platos
voladores. La pared de enfrente tenía un cristal que conectaba a otra sala.
A
pesar de los temores anteriores, ahora estaba en calma. Mi preocupación no era la
cirugía, sino los que quedan fuera del quirófano y esperan por el resultado. Es
un plantón interminable. Siempre tuve, y tengo, una particular aprehensión
hacia las personas que se descuidan y toman comportamientos que pueden tener
consecuencias para la salud. No me gusta escuchar esa frase egoísta: “Si me pasa algo, me llevan al hospital”.
A los enfermos los cuidan los sanos. Una cosa es terminar internado por un
imprevisto, y otra muy diferente llegar a una clínica como consecuencia de los
desarreglos personales.
Tres
mujeres estaban dentro de la sala de operaciones. Dos parecían ser enfermeras
especializadas; la restante, de una jerarquía mayor. Minutos después, comprobé
que sería la ayudante del cirujano. Las
dos enfermeras hacían algún tipo de labor con instrumentos metálicos y
conversaban con calma sobre cuestiones mundanas. Esas charlas fueron sedantes.
Una de ellas estaba feliz porque se había mudado a un departamento lindo y
ubicado más cerca de la clínica. Su compañera estaba atravesando una mini
crisis de pareja: estaba enojada con su novio. Como método de reconciliación le
exigiría esa noche que a partir del jueves la cena la tenía que preparar
siempre él. Se trataba de una emboscada gastronómica para retomar el amor.
Esas
conversaciones de cuestiones de la vida cotidiana me hicieron dar cuenta de la
tranquilidad con la cual ejecutaban su trabajo. No se percibían tensiones.
Todas ellas conocían Merlo y en especial sus casinos. Minutos después, ingresó
un hombre de unos 60 años vestido todo de azul. Era el anestesista. Su voz y
explicaciones terminaron por aplacarme. Me sentía cuidado. Me preguntó edad,
peso y nombre. Le dije que era la primera vez que me operaban y me respondió
que ya llevaba dieciséis. Yo no tengo aspiraciones de romper ese récord. Con
una cirugía está bien.
El
médico anestesista hizo todo despacio y con explicaciones de maestro de
escuela. Esas frases terminan por trasmitir mucha serenidad al paciente.
Detalló qué hacían cada una de las enfermeras, mencionó sus nombres y hasta
bromearon. Luego, me hizo sentar en la camilla con los hombros hacia adelante,
los que eran sostenidos por una enfermera parada frente a mí. Me aplicó un
pinchazo casi indoloro. Punzadas peores me da el ver jugar al Boca de Bianchi
versión 2014.
Después,
me acomodaron acostado en la camilla y lentamente comencé a no sentir mi cuerpo
desde la altura del estómago hacia los pies. “Mové las piernas”, me dijo el anestesista. Era un desafío
imposible de concretar: pesaban doscientos kilos. Cada una de las sensaciones
del cuerpo y lo que hacían en él, me fueron detalladas. Sentí paz en ese trato.
Luego de unos minutos, colocaron una sábana verde sobre unos soportes, para
tapar la zona de la cirugía e ingresó el médico cirujano.
Por
unos segundos, me taparon la cabeza con esa sábana y tuve la sensación de ser
un apicultor. Cuando el cirujano se acomodó a mi izquierda y la ayudante frente
a él, me destaparon y quedé con la cabeza mirando al techo. Mi brazo derecho,
estirado y apoyado en un soporte desde donde llegaba el suero y medían el pulso
de mi corazón. El brazo izquierdo era para controlar la presión.
El
anestesista me colocó un tubito en la nariz con oxígeno. Un bigote plástico. Me
hizo una broma sobre la importancia de ese elemento químico de número atómico 8
y que constituye la quinta parte del aire atmosférico de la tierra. “Pregúntale a los astronautas de la Apolo 13
si no es importante el oxígeno”, le respondí y se sonrió.
Comenzó
la cirugía y estaba en absoluta calma. El cirujano me saludó y dijo solo dos o
tres frases certeras. El anestesista se convirtió en mis ojos y demás sentidos.
Recordé en ese momento un apotegma del periodismo escrito y la literatura.
Alguna vez alguien me dijo que el lector era una persona ciega y que la
escritura debe guiarlo. Si yo digo, por ejemplo, “Frente a la plaza había una casa con una puerta”, no estoy
diciendo nada nuevo. Todas las casas tienen puertas. Ahora, si yo escribo que
la puerta era de madera, despintada y que no tenía cerradura, el lector tiene
una aproximación distinta a esa casa.
Durante
el tiempo que duró la cirugía, el anestesista fue quien describió algunas
situaciones y me di cuenta de que todo era muy normal. Cada tanto controlaba mi presión, que se
mantuvo en los parámetros normales. Si se escuchaba algún sonido, el
anestesista lo traducía. “Todo está más
que bien”, me dijo en un momento, mientras a mis oídos llegaba el ruido de
algún tipo de pulverizador en aerosol.
Cuando
podía, alzaba mis ojos para ver el reloj. Los minutos pasaban sin sobresaltos. “Ya estamos casi terminando y está todo muy
bien, Gustavo”, agregó el anestesista. El cirujano ya había colocado en la
zona de mi hernia una malla para reforzar mis tejidos, porque cuando uno de
opera de hernia nada se quita del interior del cuerpo, solo se recompone la
zona debilitada del organismo donde se forma la inflamación. No someterse a
tiempo a este tipo de reparación puede derivar en un estrangulamiento de los
intestinos, un dolor muy agudo y punzante, y en llegar al quirófano de
urgencia. Eso es lo que yo no quería para mí ni para los míos, porque a los
enfermos los cuidan los sanos.
Desde
que ingresé al quirófano hasta que salí pasó una hora y media, o quizá unos
minutos más. “Todo excelente, Gustavo”,
dijo el cirujano, que agradeció a su equipo. Salió de la sala de operaciones y
luego le comunicó a mi mujer que, tal cual se preveía, todo había salido muy
bien. Yo permanecí un rato más en la mesa de operaciones hasta que llegaron las
conductoras de la camilla, que con ayuda me alzaron y colocaron en la tabla con
cuatro ruedas que me llevaría a la habitación ocho.
El
regreso también fue a toda velocidad. Las puertas vaivén se abrían y se
cerraban, y sorteamos con éxito cada curva hasta que tomamos la recta hacia la
habitación. Vi de nuevo el techo y sus luces. Giré la cabeza hacia mi izquierda
y le sonreí a una parejita. Con el casco plástico, ingresamos a la habitación
y, envuelto como emperador romano, me acomodaron en la cama. La cara de mi
mujer tenía un semblante de calma y paz, y yo vivía momentos de euforia. La
cirugía había pasado. Me sentía algo cansado. Hice breves comentarios sobre mis
vivencias en el quirófano y pedí mi libro para leer. Las piernas comenzaron a
tener sensibilidad con el correr de los minutos.
La
habitación tripartita se convirtió en un ir y venir de personas cuando se
habilitó la hora de las visitas. Desde la cama del fondo llegaba la voz de un
hombre de pelos encanecidos que no dejaba de hablar. A pesar de estar en mi
mundo de la lectura, percibí que ese personaje era culto y tenía un vocabulario amplio. Mi mujer había abandonado
el tejido y estaba sentada a mi lado. Vencida por el cansancio que generan los
sanatorios, había apoyado la cabeza en la cama e intentaba dormir.
Las
enfermeras seguían con el protocolo de medir mis signos vitales. Por el suero
ingresaban los antibióticos para evitar infecciones y calmantes. El efecto de
la anestesia desaparecía despacio, sin sobresaltos. Mi próximo objetivo era
estar la menor cantidad de horas internado y regresar a casa. Para eso
necesitaba que nada se complique. El cirujano me hizo una visita y confirmó que
todo había salido más que bien.
Mi
herida estaba cubierta por una venda dispuesta en forma oblicua, de manera tal
que cuando mis piernas apuntaban al norte, el corte era como noreste a
suroeste. En un momento, luego de la euforia y el despertar total de mi cuerpo,
comprendí que estaba agotado. Los murmullos me incomodaban. Cada tanto
levantaba la vista para mirar el goteo paciente del suero. Quería que llegue la
noche y el día después. Solo pensaba en irme.
Las
enfermeras demostraban un trato tan amable como profesional. Hace falta
conocimiento, vocación y algo más para lidiar con los enfermos y los sanos que
están a su alrededor. Como a las 19:00, alguien de la cocina se apiadó y me
trajo un té. Más tarde comí un postre de gelatina y mi vientre se sorprendió. A
esa hora, la vigilancia había despejado las habitaciones y los murmullos eran
menos. Quedaban los pacientes y un
acompañante por cama.
La
última medición de mis parámetros indicó que todo era normal. Las horas pasaban
lentas. En la habitación tripartita se hacía difícil dormir. Sentía mi cuerpo
normal y los relatos sin parar del pasajero de la cama del fondo. El hombre
estaba al cuidado de una nieta. Lo encontraron tirado en su casa al lado de la
cama, cuando la noche anterior se había mareado y caído al piso.
A
la mañana siguiente, una vecina se extrañó de no verlo y llamó a la familia. En
minutos, bomberos, policía y una ambulancia llegaron al lugar. Lo hallaron
débil, pero lúcido. En su monótono nocturno contó que había sido aviador,
árbitro de boxeo y maestro en la Escuela Industrial. A las enfermeras las
halagaba y hasta les recitaba versos en inglés, francés y portugués. Extrañaba
su casa y su cama. Yo también.
Antes
de la medianoche, cuando se resistía a dormir y a callarse, dijo que se sentía
apenado. Su nieta le preguntó por qué y él respondió: “Me doy cuenta de que
hablo locuras y que soy consciente que me estoy volviendo loco”. Más tarde, un sedante aplacó sus malas horas.
Pasada
la medianoche, ingresó al cuarto el nuevo turno de enfermeras. Eran solo dos.
La jefa del turno era una pelirroja de labios pronunciados que llevaba una
chaqueta violeta. Junto a su compañera, cumplió con la rutina: presión, fiebre,
pulso. Todo normal. Me encaminaba a pasar la noche y esperar el día del alta.
Sin embargo, se encendió una luz de alarma.
Tras
la cirugía, no me había levantando. No había caminado ni al baño. La enfermera
de violeta me emplazó que antes de las cuatro de la mañana mi aparato urinario
debía dar muestras de normalidad. “Si no
es así, le van a poner una sonda para evitar una infección”. Sus palabras
fueron un mazazo. Una amenaza a mi potencial alta. La palabra “sonda” no estaba
relacionada a una nave espacial para explorar el espacio, ni tampoco para
hundirse en un océano. Era un instrumento que podía invadir mi cuerpo.
Herido
en mi orgullo, tomé agua en sorbete y vasito plástico, no sin pocos malabares.
No deje de tomar agua. Bebí como si fuera un desahuciado rescatado de la
estepa. Fue entonces cuando descubrí lo
difícil que era levantarse, cargar con el suerito y volcar el manantial
urinario en el inodoro, un artefacto que el doctor Juvenal Urbino aseguraba fue
inventado por alguien que no sabía nada de los hombres. Así me pase la
madrugada: cada una hora al baño para demostrar que mi arroyo tenía buen cauce.
Después
de completar mis ejercicios de malabares con el suero, y cuando faltaba poco
para amanecer, el cansancio me dobló. Creo que dormité, me despabilé y me volví
a dormir, como se puede dormir en una clínica. Alcancé a escuchar la voz alta
de un médico que pedía a su paciente que pujara con fuerza para parir. Después
se escuchó un llanto, y a los abuelos alardear en el pasillo de espera. “Tres kilos cuatrocientos de peso y
cincuenta centímetros de altura”. El abuelo estaba tan emocionado que por
celular contaba que su nieto era muy avispado a los pocos minutos de nacer.
Me
adormecí después de ese nacimiento hasta que un nuevo turno de enfermeras y
enfermeros ingresaron a la habitación en operativo comando. Eran cuatro, y en
minutos dieron vuelta todo. Medición de parámetros, limpieza y camas
acomodadas. En minutos tenían que pasar los médicos para revisar a cada
paciente. Esperé con ansiedad mi turno y entonces llegó Dios. El cirujano tenía
todos los informes de mi buena evolución y no había motivos para quedarme más
tiempo.
Escribió
algunas órdenes, explicó recomendaciones para el cuidado hogareño y dio el
visto bueno. La enfermera me aplicó el último calmante para soportar el viaje
de regreso y después me quitó el suerito. Colocó un algodón en el pinchazo, que
sostuve por un rato. Me vestí de nuevo como turista y me alejé de la habitación
ocho. Al salir de la clínica, caminé lento hasta el auto. Volvimos despacio con
mi mujer al volante esquivando baches. En mi casa me esperaban dos sonrisas y
una tarta de peras. Entonces, tuve ganas de llorar.