miércoles, 26 de diciembre de 2007

El poeta preso

En la penumbra de la celda un cuerpo desgarbado estaba acurrucado en un rincón. Tenía los labios hinchados y se quejaba por los golpes ocasionados por la milicia. Aunque el dolor por la traición era el que más profundo sentía. Vestía la misma ropa que llevaba cuando lo sacaron de su casa a punta de fusil.
Apenas balbuceó unas palabras y sus ojos se movieron lentamente. Su compañero de celda, Emilio, de diecinueve años, aprendiz de periodista le ayudó a acostarse sobre un colchón maloliente. El cuerpo de Federico se desplomó. Una frazada le cubrió las piernas. Las mismas que un día caminaron por las calles de Londres y de París. Las que recorrieron Nueva York, Montevideo y Buenos Aires.
No era político, se consideraba un poeta revolucionario. Sus detractores lo encerraron por artista extraño o quizás por considerarlo un homosexual. Cualquiera de las dos condiciones era una molestia para los fascistas españoles. En su pueblo de Fuentevaqueros, en la provincia de Granada, creía estar seguro. Pero terminó siendo una víctima de la ingratitud humana.
Uno de los milicianos nacionalistas alcanzó una jarra con agua y la dejó en la puerta de la celda como apiadándose. Bebió el líquido elemental despacio y repasó los años en que escribió su Romancero Gitano, “Cuando yo me muera mira que te encargo…”.
La pasión sexual, la vida y la muerte resumidas en su poesía: eternos temas.
Encerrado entre paredes de piedras el poeta dejó de ser jovial y alegre. Él, un hombre libre, estaba ahogado por la opresión. Le contó al periodista sobre los juegos infantiles en las calles de Granada, las lecciones de piano y de guitarra, su intimidad con Salvador Dalí y su admiración por Mariana Pineda. Esa mujer que se convirtió en su obsesión y a la que consideraba un prototipo de coraje.
El joven Emilio escuchó del poeta su devoción por los pobres y la necesidad de que la cultura llegara al pueblo. Le contó cuando creó el teatro universitario ambulante La Barraca para recorrer España y llevar el arte a los obreros y estudiantes.
La conversación entre el poeta y Emilio sólo se sobresalta por los disparos que se escuchan en la lejanía o la risa de los milicianos que se burlan de la sexualidad del artista extraño.
Por la claraboya con barrotes de hierro del cuarto de cuatro metros de lado, la luz del sol penetra iluminando el piso, rompiendo sombras.
En la cárcel, Federico proyecta su dolor por vivir. En una de las paredes escribió la palabra “Gallo”, revista literaria editada sólo dos veces pero que revolucionaría a toda España.
El joven, le cuenta de su abuelo escapado hacia argentina. El poeta recuerda que allí conoció a Pablo Neruda y que sus obras Bodas de Sangre y La Zapatera Prodigiosa fueron aclamadas por miles de personas. Le agradó Buenos Aires. Destetó la vida en los Estados Unidos y la sociedad capitalista. Sólo entre los negros del barrio de Harlem, se sintió cómodo para redactar su prosa. Volvió a escribir desde el desamparo.
Sus conferencias en la Universidad de Columbia despertaron críticas, amores y odios. Adhirió al movimiento estético surrealismo y escribió Poeta en Nueva York, un libro considerado de protesta y de reivindicación social. Cruzó el mar para conocer Cuba donde dejó huellas con sus palabras.
En la noche del 18 de agosto de 1936, el poeta se arrodilló en la celda y rezó. Aunque renegaba del catolicismo, sus oraciones pedían por su madre, quién le enseñó a escribir y por su padre agricultor. Pidió por España, por su Granada natal mientras el sonido de las balas y los gritos traspasaban las paredes. Entendió que despertaba La Guerra Civil.
Ante la convulsión se sentía católico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y monárquico. De hecho nunca se afilió a ninguna de las facciones políticas. Le dijo al periodista que él era íntegramente español y que así debía escribirlo algún día.
En la mañana, cuando la luz del sol asomó, el poeta caminó entre fusiles por una calle larga. En el horizonte aún se veían las estrellas de la madrugada. Los verdugos cerraron los ojos y dispararon. El poeta cayó muerto. Una muerte que asume con toda serenidad, cara a cara: “Si muero, dejad el balcón abierto” al aire de la vida sin límites.
Desde la cárcel, Emilio escuchó el sonido y entendió el significado de la palabra dolor. En una de las paredes grabó: Federico García Lorca (1898-1936).
Cuando fue un hombre libre de las rejas en un país dominado, Emilio buscó un lugar dónde rendirle un homenaje. Le dijeron que el cadáver fue arrojado a un barranco. Escuchó que lo asesinaron junto a un maestro nacionalista y que ambos fueron enterrados en una fosa común. También, le contaron que el poeta estaba loco internado en una iglesia. Nunca lo halló.
Regresó a su casa caminando por la empinada calle. Al llegar su cuerpo se desplomó en la cama y escuchó el crujir de los resortes. El cansancio lo sumió en un túnel de silencio. Los gritos de un guardia civil asustado lo despertaron en la mañana. Entonces, supo que Federico estaba en todos lados y que el sueño había terminado

sábado, 24 de noviembre de 2007

Una calle sin nombre

Una madrugada descendí de un colectivo cargando un pequeño bolso. Recuerdo la fría noche y la calle sin nombre por la que caminé hasta el hospedaje. Tuve que golpear varias veces hasta que el joven sereno despertó. Con una voz ronca me pidió los datos para anotarme en el desprolijo libro de ingresos de pasajeros: un cuaderno de 16 páginas.
-Es viajante, verdad, dijo con seguridad.
-No, periodista, le respondí.
Levantó la vista y pude ver con claridad su cara marcada por la tela de la almohada y una mueca de sorpresa.
-Aquí sólo vienen viajantes, dijo mientras se desperezaba.
Después me entregó la llave de la habitación. En el diminuto cuarto revestido en machimbre acomodé mis pertenencias y busqué el calor de las frazadas. Cansado por más de 10 horas de viaje por la chatura de la llanura pampeana, sólo quería dormir. Sentía la necesidad de anclar mi vida. Me pesaban años de turbulencia personal.
En la penumbra y el silencio profundo recordé que era la segunda vez que pisaba el pueblo. La primera fue muchos años antes, cuando aún funcionaba el tren y las cantinas servían sopa de verduras.
No sé cuanto dormí. Pero cuando desperté el hospedaje estaba sin empleados. Un cartel escrito en un cuaderno decía que el café y las tostadas estaban en la cocina. Me serví una taza, mordí el pan y volví a caminar por la calle sin nombre.
En la Terminal de Ómnibus, frente a la plaza, no demoraron muchos segundos para saber que no era del pueblo. Compartí una breve charla y me dieron las indicaciones que buscaba.
Caminé despacio y descubrí que el aire estaba claro y el cielo muy celeste. El viento suave y frío me acompañó hasta uno de los accesos. En mi andar crucé pocos autos, muchos camiones, algunos ciclistas, casi ningún peatón. Todos percibieron que era foráneo.
Al llegar a la ancha calle de tierra supe que allí debía doblar. Una cortina de álamos cubría el lugar. Mis pies quedaban marcados sobre el piso algo arenoso y el silencio era alterado por el aleteo de algún pájaro.
Al llegar, empujé despacio la puerta de hierro y entre tumbas antiguas busqué la de mi abuelo. Sobre una lápida gris leí las dos placas. Una de 1956, el año de su muerte. Otra de 1970 dedicada por sus nietos. Recordé que fue ese el año en que recorrí el pueblo por primera vez junto a mis hermanos y padres. Delante del monumento le confesé en silencio mis temores y mis inseguridades. Sentía el alma perdida.
“Dame una señal”, le murmuré. O le rogué. Y me alejé de la piedra gris y del frasco de vidrio colocado como florero.
Después retorné muy despacio y noté que la luz del sol de la mañana se colaba entre las ramas de los álamos dibujando sombras. Las piernas me dolían.
La tranquilidad del lugar aplacó mis pensamientos y el aire refrescó mi cara. Por la calle sin nombre busqué el hospedaje, tomé mis cosas y me marché hacia la Terminal. Después de dos horas de espera, informaron que el colectivo no pasaría. Un desperfecto lo dejó al costado del camino. La noticia no me alteró. Pensé que quizás fuera una señal. En esa paz del pueblo sentí que la vida estaba en otra parte, tal vez aquí, y que debía darle una oportunidad.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Antes de partir para siempre

Ella estaba sentada junto a una baja pared. No muy lejos de allí se encontraba un niño que parecía entretenido con un juguete.
Más allá, un hombre de unos 50 años, con lentes, leía el diario tratando de adivinar la letra impresa cuando de pronto, la voz de embarque sonó para comenzar a subir por la explanada en busca del barco. No preguntó nada y fijó su mirada en las figuras demacradas de los viajeros que se atropellaban entre sí.
Las encorvadas mujeres llevaban pañuelos sobre la cabeza y en sus manos atados con ropa. Las más jóvenes insinuaban su belleza, su inocencia, su soledad, y su dolor en las marcas de sus rostros. Los hombres con sacos desgastados, caminaban junto a sus niños varones con pantalones cortos. La humildad de las prendas contrastaba con el uniforme de los empleados de la aduana, los sacerdotes y los oficiales del barco.
La espera en el puerto de Villagarcía se había convertido en otro desafío para la abuela y su nieta, después de haber abandonado la aldea Roxos. El tren las había depositado en el lugar junto a soldados, marinos y obreros. En la dársena convivían historias de vida: buscadores de propinas, funcionarios del puerto, ladronzuelos de migajas; uniformados de opereta sin más muda de recambio que el fulgor de sus botones, emigrantes sumisos o altaneros.
La espera se tornaba inaguantable mientras los pasajeros consumían su tiempo en modestas posadas, en sucios tugurios o en la periferia de la ciudad. Sus magros ahorros se volaban, como las esperanzas.
Mercedes caminó unos pasos entre la muchedumbre y vio a unos señores muy bien vestidos que después supo eran inspectores que levantaban actas por excesos de pasaje a una familia numerosa.
Formando una rueda, mujeres solas que se iban a trabajar a América de sirvientas, de limpiadoras, de planchadoras, de amas de cría o quizás de prostitutas, charlaban entre sí.
Los sombreros y los largos y elegantes vestidos de las señoras pudientes se distinguían entre la multitud de hombres pobres que esperaban ansiosamente la partida.
Como muchos otros, Mercedes junto a su abuela habían pasado dos noches al aire libre. No podían mantenerse en pie, extenuadas por el sueño y el cansancio. Agotadas por la humillación, veían a su alrededor que seguían llegando obreros, peones, jornaleros, desocupados y campesinos. Delante de una pequeña mesa, el sobrecargo que permanecía sentado reunía a las personas en grupos, apuntaba sus nombres en una hoja impresa para que con ella en la mano, fueran a buscar la comida a la cocina antes de zarpar.
Un cartel, -en distintas gamas de color verde-, pegado sobre una húmeda pared recordaba las futuras partidas de buques, sus nombres y sus destinos. La compañía Mala Real Inglesa enumeraba sus naves y un gráfico explicaba el trayecto sobre un mapa distorsionado. Inglaterra, Francia y España eran los países por donde pasarían los buques, para luego avanzar sobre el océano atlántico hasta Sudamérica.
El saco que llevaba la abuela apretujado bajo uno de sus brazos sería el único abrigo en la incierta travesía. En él llevaba el alba, el aroma de la huerta y de los arbustos; y las noches de lunas y estrellas de la aldea.
Mercedes, con sus zapatos manchados de tierra, seguía los firmes pasos de su único familiar quien ya sentía los años, motivo de sobra para que un destino poco claro le atemorizara.
Mientras tanto los marineros apuraban el embarque. Baúles y rezos se mezclaban en los días del destierro, mientras las voces desnudas de palabras se apoderaban de viejos labradores que se iban de su patria el 11 de julio de 1925, a las cinco de la tarde en un puerto envuelto en bruma. Mientras subían al imponente barco se llevaban el honor, la palabra y la brisca.
Mercedes siguió en silencio a su abuela. Aún tenía presente la despedida con su hermana en la aldea. Como ironía de la vida el buque en que zarparían se llamaba “Deseado”. Al abordar la nave, Mercedes giró su cabeza y posó sus ojos sobre una niña que abrazada a una mujer lloraba desconsoladamente. La pequeña tenía las mejillas enrojecidas y la mirada llena de lágrimas. Cerca de ambas, hombres y mujeres de distintas edades expresaban alegrías y tristezas. Un padre alzó a su pequeña hija de pelos enrulados y con sus manos torpes recorrió su cara, la línea de su boca y el perfil de su nariz. Un beso profundo en la mejilla selló el adiós. Mercedes escapó de la escena y buscó algo de paz en el cielo. Descubrió que después de días de cerrazón y bruma, la luz del sol se había hecho camino entre las nubes y su calor golpeaba con lentitud la cubierta del barco. Su mirada buscó al horizonte, pero no lo pudo divisar. Tampoco alcanzaba a divisar a dónde irían, qué comerían y dónde dormirían. El buque de once mil toneladas se preparaba para partir. Despacio la nave movió las aguas tranquilas y Mercedes sintió que España le dolía en todo el cuerpo.

Cicatrices en el agua

Sentado en la cocina, junto a su padre compartiendo unos mates, Jorge Lucero escuchó por la radio los números del sorteo para el Servicio Militar Obligatorio. La voz del locutor oficial indicó el 969. Percibió desde ese momento que estaba condenado a servir en la Marina. Corría el año 1980. Jorge, ya había completado los estudios secundarios y decidió trabajar de albañil hasta el llamado para cumplir con la “colimba”. El 1 de octubre de 1981 fue parte de la última incorporación de conscriptos y dos meses después lo destinaron al crucero General Belgrano.
Formó parte de la División Nácar integrada por 6 hombres. Llevaban entre sus manos las cartas de navegación hacia el Puente de Comando. Ordenes confidenciales en pleno conflicto bélico. “Éramos mensajeros de información muy reservada”, recordó. La navegación del buque se modificaba según indicaciones del Comando Mayor.
El domingo 2 de mayo el “Belgrano” luchaba contra el fuerte viento y el clima hostil. El periscopio del submarino enemigo británico Conqueror ya lo había localizado.
Jorge, en su puesto de combate, miró el reloj. Marcaba las 15.45. El cambio de guardia se demoraba. Desde lo alto de la torre del Puente de Comando decidió ir hasta la popa de la nave. Bajó cientos de peldaños y buscó los dormitorios. Despertó a sus compañeros para que tomen la guardia. Para que lo releven. Desando el largo trayecto. Apuró los pasos. Corrió unos metros. Cuando estaba subiendo, sintió una gran explosión. Había pasado un minuto de las cuatro de la tarde. Un torpedo había impactado en la sala de maquinas de la popa. Jorge Lucero cayó sobre sus rodillas. Golpeó su cuerpo contra los escalones. Diez segundos después otra explosión terminó de herir a la nave. La iluminación se apagó. Chorros de petróleo, humo, gases, fuego, vapor, y cientos de voces que gritaban, entre gemidos de dolor. Algunos marinos escapaban con sus cuerpos llenos de quemaduras. Los ruidos de los motores se apagaron y un silencio mortal cundió por el buque.
“Pude mantenerme en pie. Corrí en busca del casco y un salvavidas. Con una de mis manos tomé la bolsa para llevar a la balsa. Volví a correr. El aire estaba enrarecido. Pensaba que debía llegar hasta la proa del barco” dice Jorge.
La tripulación conocía por los entrenamientos donde estaban las estaciones de abandono de la nave en caso de hundimiento. “Llegué hasta allí no sé cómo. Tuve que volver a bajar escaleras y alcance a presentarme ante mi superior. Miré hacia los costados y no encontré a los compañeros que debían estar allí” recuerda Jorge. Nunca más los volvería a ver, mientras, minuto a minuto, el crucero se inclinaba. El combustible se comenzó a derramar por el mar.
Las balsas fueron arrojadas al agua y se inflaron. Cada marinero debía saltar “de panza” hacia su salvación. Muchos caían al mar helado y debían ser rescatados. Nadie podría sobrevivir más de cinco minutos en esas aguas. En la balsa, con forma de nuez y con sus techos anaranjados, quince marinos buscaban escapar del horror. “Con nosotros estaba un tripulante herido. Sus quemaduras eran graves. Me tocó asistirlo. No pudo sobrevivir” narra Jorge. Su voz se apaga. Hace una larga pausa.
La balsa era arrastrada por la corriente junto a otras. En ellas llevaban un botiquín y un Evangelio. Tabletas de vitaminas y latas con agua potable; una brújula y linternas. “Esas horas fueron terribles e interminables. La balsa se hundía en las olas. Nos sacudía. Nos tambaleaba. Sentíamos el viento y la lluvia golpear en el techo de la balsa” prosigue Jorge.
A una hora del ataque, el Crucero Belgrano retorcía su armazón en el profundo océano y el Atlántico sur se convirtió en un cementerio de agua. Los sobrevivientes en sus balsas debían mantener sus cuerpos calientes. El temporal desató olas de diez metros y la noche sembró más temor.
Después de treinta horas se escucharon las hélices de un avión sobrevolando las balsas. Jorge alzó su cabeza por sobre la escotilla del toldo y escrutó el horizonte. La silueta del buque Piedra Buena asomó ante su mirada. Sonaron sirenas. “Nos ubicaron a la una de la tarde del lunes, y como a las dos comenzó el rescate. Yo subí al destructor Piedra Buena, que era una de las naves escoltas del Crucero Belgrano que había escapado del ataque de los ingleses, a las ocho de la noche” dice
Hoy, sobre la calle España, en la última cuadra pavimentada, hacia el sur del pueblo de Trenel, hay un taller de chapa y pintura ubicado en el fondo de un terreno. El galpón está ocupado por algunos autos en reparación. En su interior se respira aire a pintura en aerosol, mientras las chispas de las soldaduras conviven con golpes de martillos, amoladoras y lijas. Allí, cada día, Jorge Lucero, le pone empeño a su labor cotidiana. Enfundado en su ropa de trabajo, está muy lejos de ser aquel joven muchacho que vestía de marinero en abril de 1982. Por su cara corren las muecas de la historia, y de sus labios se desprenden pocas palabras. Sus silencios largos dejan huellas en la conversación. Un domingo tormentoso, 25 años atrás, Jorge le escapó a la muerte sumergido en una balsa con forma de nuez.

domingo, 26 de agosto de 2007

El pupitre en el rincón

El 15 de setiembre la Escuela 54 cumple 98 años. Ese día van a reencontrarse los alumnos egresados en 1957. Esa tarde caminarán por la calle Alem con su vereda llena de fresnos y cruzarán la doble puerta por donde emigraron hace 50 años. A la derecha podrán leer la misma frase de aquellos tiempos escrita en letras metálicas: “Este edificio ha sido construido por el gobierno nacional” y por las ventanas podrán observar el jardín con sus palmeras, pinos y arbustos. Más allá el mástil y la bandera argentina.
En el fondo de una de las aulas los antiguos pupitres están guardados en un rincón. Sobre sus tapas de madera gastada permanecen tallados nombres de otras épocas. Recuerdos dibujados en letras imperfectas. En un tiempo ocuparon cada aula bautizada con apellidos de próceres: San Martín, Belgrano o Moreno perduran en retratos colgados arriba de los pizarrones.
Sobre los pupitres colocaban su tintero y su pluma. En al mueca de la madera el lápiz. En la pared del fondo colgaban sus ropas. En los armarios guardaban los útiles y mapas. En pocos días esos ojos ahora adultos volverán sobre las miradas de la infancia.
El aroma de los recuerdos los llevará a ese viernes de 1957. Cuando el ancho pasillo que estaba repleto de familiares. Sobre el escenario montado en el fondo maestras y alumnos iniciaron la despedida. Los nombraron de a uno para entregar el boletín y el diploma que acreditaba la terminación de la escuela primaria. Algunos saltaron. Otros corrieron. Calificación del alumno: “suficiente”, decía el boletín de Hugo, Rodolfo, y Jorge. También los de Mabel, Noemí y Estela. Junto a ellos otros boletines y otros suficientes. En total 39. Después colgaron su guardapolvo blanco, guardaron sus cartucheras, archivaron manuales.
El día del reencuentro seguramente retornarán las anécdotas y las historias. Muchos continuaron la vida en el pueblo. Otros emigraron. Algunos ocuparán el lugar de la ausencia. Por su memoria marchará el portafolio lleno de cuadernos y el sonido de la campana. Esa que las manos del portero hacía sonar puntualmente para anunciar la hora del recreo o la salida. La misma que hoy luce en una vitrina y cuyas letras en relieve destacan: “Consejo Nacional de Educación”.
Cuando egresaron las calles de tierra rodeaban el edificio de la escuela. Y los juegos juveniles eran otros juegos. La rayuela dibujada en el piso o la pelota rebotando en paredes grises unía a los varones. Las mujeres saltaban el elástico enganchado en sus piernas. Otros, en una ronda sentados en el piso con las piernas cruzadas lanzaban cinco piedras al aire que las palmas de las manos trataban de atajar. Una demostración de destreza y habilidad en campeonatos de payanas interminables.
Cuando el calor del sol asomaba con fuerza las hamacas balanceaban los cuerpos. En invierno, las salamandras alimentadas a leña apiñaban a los niños que traían leña pequeña desde sus hogares.
Hoy, las calles lucen asfaltadas y los calefactores entregan calor a las aulas. Los chicos llegan a clase en bicicleta portando mochilas en la espalda. Pero el aroma a fresno permanece como hace décadas, quizás señalando que el mejor camino siempre es la escuela.

viernes, 24 de agosto de 2007

La casa de paredes grises

Rodrigo corre a buscar su mochila donde tiene los elementos para el jardín de infantes. Saca un cuaderno y muestra sus dibujos. En una de las páginas hay palabras sueltas y números. En otras, la anotación de una partida de cartas que los adultos dejaron estampadas. Rodrigo mete de nuevo su bracito en la mochila para mostrarme su osito y su cepillo de dientes. Ironía de la vida para él cuya casita casi no tiene baño y el agua la sacan de una manguera. Me mira fijo y se sonríe. Habla sin parar. Aún en la pobreza extrema se muestra alegre.
La casita donde vive Rodrigo junto a sus hermanos y primitos tiene las paredes oscuras. El lugar está en penumbras porque están sin energía eléctrica. No tienen luz ni ventanas. En una de las paredes está colgado un afiche de Jesús con sus manos abiertas. Parece estar implorando o suplicando.
La mujer que me abrió su casa me cuenta que tiene tres hijos y está sin trabajo. Su hermana tiene 27 años y vive con ella en ese diminuto sitio. No puede trabajar porque está enferma. Tiene dos hijos. Las dos madres y sus cinco hijos duermen apilados en la única habitación. La abuela de los niños, también.
El hermano mayor de Rodrigo tiene 7 años, pero es más petiso que él. El otro está en brazos de su mamá. En la casa hay sólo mujeres y chicos. No hay hombres. Una de las primas de Rodrigo tiene su nariz apestada y los labios resquebrajados. Necesita ir al médico al día siguiente por una quemadura en su cabecita.
Su mamá me cuenta sobre sus problemas neurológicos y del padre de sus 2 hijos que vive en otro pueblo y los visita poco. Uno de los nenes me muestra las zapatillas gastadas que le recuerdan a su papá, mientras otro reclama por un poco de leche. Alimento necesario que deben ir a buscar al hospital. Me hablan y escucho. Siento que sólo eso puedo hacer.
Por mi cabeza resuenan las palabras del vecino que me alertó sobre la situación de indigencia de esa familia. En su boca las palabras describiendo la situación sonaron angustiantes.
En la habitación contigua una salamandra desprende algo de calor. Los agujeros en techo de chapas me dejan ver el cielo. No puedo soportar el olor. Trato de disimular, me avergüenzo. Busco aire fresco que me permita hablar en forma natural.
Una antigua cocina sin perillas y una garrafa, junto a una mesa y dos sillas sin respaldo es todo el mobiliario que tienen. Todo es tan gris como sus vidas. El encierro me ahoga. La única puerta de la casa es de chapa a la que le faltan los vidrios. Los agujeros están tapados con bolsas de residuos negras.
Una de las mamás recorre el terreno conmigo. Hay algo de leña en el suelo. A poca distancia un baño. Una construcción de dos metros cuadrados con una letrina, y una improvisada puerta de madera. Más allá, un alambre sostenido por dos palos es el tendal para la ropa que lavan a mano.
El viento frío sacude las ramas de los eucaliptos y sus hojas caen sobre el piso de tierra. En la misma manzana hay estacionados modernos equipos para el campo. De esos que se conducen por sistemas computarizados para sembrar trigo, soja o maíz.
A poca distancia de la casa de paredes grises hay un barrio y unas cuadras más allá la municipalidad. Pensé cómo en un pueblo que tiene un frigorífico modelo, el tambo más moderno de Latinoamérica y miles de hectáreas que generan alimentos, cinco chicos no tengan que comer.
Sobre la noche, los platos hondos celeste con algo de guiso es la cena tempranera iluminada por dos velas. Cada niño bebe agua en vasos distintos y comparten hasta las cucharas. Después los espera la habitación oscura dónde buscarán algo de descanso y un poco de calor entre las frazadas prestadas.
Me voy caminando los casi 50 metros que separan la casita de la calle de tierra. En mis ropas llevo impregnado el olor a orín y a humo. Me voy pensando en la imagen del afiche de Jesús implorando y me preguntó dónde está Dios que no ve a esos niños. Me voy preguntando dónde están los gobernantes.
A cuatro cuadras de la municipalidad de Trenel, un pueblo ubicado en la llanura pampeana, el hambre golpea todos los días en una casita de paredes grises sin ventanas. Parece que nadie se dio cuenta. Y siento que la penumbra nos invadió a todos.

jueves, 31 de mayo de 2007

Trenel, el pueblo de calles anchas

El día recién asoma en el pueblo de Trenel y el aire huele a tierra mojada, a rosas y fresnos. En una casa bajita una señora coloca una silla en la vereda y sobre ella un jarro de aluminio. Sabe que en algún momento pasará como todos los días el lechero con su carro. A 50 metros, los galpones de chapas del ferrocarril lucen abandonados y sin vida. En la esquina de la estación de servicio Shell dos vecinas conversan en voz alta. Llevan en la mano sus bolsas plásticas para hacer los mandados.
Los rayos del sol alumbran la espalda de la iglesia San Antonio de Padua, y los habitantes principales de la mañana son los escolares que llegan al colegio de la calle Devoto. Lo hacen caminando o en bicicleta y con cierto aire de desgano.
Algunos chacareros recorren las calles anchas del pueblo en sus camionetas rumbo a sus campos. Muchos llevan perros en la parte de atrás de sus vehículos. Dos, tres o más.
A esa hora temprana ya hay un montón de autos mal estacionados. En el pueblo pocos conductores respetan las reglas de transito. Por la calles no sólo circulan camionetas, motos, camiones, autos y bicicletas. El pavimento también es ocupado por los habitantes que caminan por las calles y no por las veredas.
En Trenel, no hay casas altas. El antiguo edificio del Banco de Italia es ahora un teatro; donde estaba la municipalidad, hay una fachada restaurada; el viejo Prado español es un lugar que ya no está y la esquina de la Sociedad Italiana es un pub.
El pueblo tiene dos accesos, por los cuales circulan los obreros que desafían la madrugada para ir a trabajar al frigorífico y por dónde la gente camina para adelgazar. La comida abundante es parte de la cultura del pueblo, como los chacinados caseros.
La lluvia, como la bombilla y el mate, es tema obligado de conversación. Trenel, está rodeado de miles de hectáreas que en una época invadían avestruces, pumas, caballos salvajes y guanacos. Hoy conviven la soja, el ganado vacuno y un tambo lechero. Toda la actividad económica depende del clima.
Aunque en un tiempo se organizaba la Fiesta Provincial del Arbol muchos vecinos sacaron sus plantas de las veredas y colocaron arbustos.
La estación de trenes con sus vías abandonadas y andenes vacíos, es el símbolo de nacimiento del pueblo y todavía se discute el significado de su nombre. Trenel también tiene sello inglés. En el cambio manual de vías sus letras en relieve dice “Rail Way Signal Company. Liverpool. England”.
Desde el tren y sus vagones con asientos de madera descendieron cientos de inmigrantes para poblar el suelo inhóspito hace cien años. Un sólo pozo de agua con un molino, y un caserio precario de casas de adobe formaban el pueblo. Españoles e italianos piamonteses, levantaron paredes y vidas familiares, mientras por las calles de tierra rodaban con el viento los cardos rusos. Los caballos y sulkys aparcaban frente a las fondas, y las casas de ramos generales vendían desde yerba y azúcar hasta herramientas.
En el Trenel de los primeros años las luces se encendían hasta la medianoche, y las bebidas se enfriaban en el agua de los aljibes. Sólo una lamparita alumbraba las esquinas donde los chicos saltaban la rayuela dibujada en el piso de tierra, mientras los policías a caballo hacían sus rondas. Después, el silbato de la usina anunciaba que se apagaban las luces y la oscuridad regresaba a los hogares y a las calles.
Los bolseros llenaban los galpones del ferrocarril y unos pocos autos levantaban polvareda. Al ritmo de las cosechas creció el pueblo. Los avatares del clima y de la economía produjeron olas de emigración. Cuando la pobreza arrasaba los hombres se iban a los bosques de caldenes para hachar leña.
Ahora, los montes casi han desaparecido. Y las fondas también. Los ciber son el nuevo lugar de encuentro de los jóvenes; antes eran los clubes. Mientras los adolescentes ocupan las computadoras y sus miradas se sumergen en el monitor, enfrente y a la vuelta de la esquina, los que ya no son jóvenes juegan a las cartas. Por un rato será el entretenimiento antes de la siesta.
Cuando la tarde imponga su hora la plaza reunirá a jóvenes. Y cuando la noche atrape al pueblo, las luces casi naranjas del alumbrado público se encenderán en forma automática. Después, el sueño acompañará el descanso de cada habitante hasta que el sonido de un camión o algún tractor circulando por las calles anchas vuelvan a despertar al pueblo. Entonces, la señora, sabrá que es hora de sacar el jarrito para la leche.

lunes, 14 de mayo de 2007

Trenel, heredero de la nobleza de un conde

El pueblo tiene origen noble, quizás porque un Conde lo fundó cuando el año 1906 se consumía entre el rojo calor del sol de octubre sobre sus calles anchas. Su nombre no tiene un solo significado y aún se discute por él. Origen indígena para algunos; relacionado con la historia pampeana, para otros. Tal vez una leyenda, dicen otras voces. Lo cierto es que Trenel, pueblo enclavado en el norte de La Pampa, a 120 kilómetros de Santa Rosa, capital de la provincia, tiene tonada francesa en sus seis letras, aunque su población se nutrió en sus orígenes de italianos llegados del Piamonte y de españoles venidos de Galicia. Las vías del tren trazadas por los ingleses ya hacía tiempo que estaban por allí, aunque hoy lucen tristes. La antigua Estación del Ferrocarril fue pintada para la fiesta, pero ya no hay pasajeros sobre el andén. En tren, había llegado el Conde Devoto hasta el Meridiano V, donde descendió. Dicen que venía acompañado de sus tres hermanos y de un gran auto que fue desembarcado en el lugar. Luego emprendieron camino hasta llegar a Trenel. Su inmensa riqueza lo hizo comprar casi 400 mil hectáreas de campo.
Es una porción de esas tierras creció el pueblo. Devoto, que durante 35 años fue presidente del Banco Italia y Río de la Plata en la Argentina, y cuya fortuna era una de la más sólidas de Sudamérica abrió una sucursal en el pequeño pueblo, justo enfrente de la estación. No era casual. Comparada la producción de Trenel con la del total del país en 1910, se concluye que por cada 1.000 toneladas producidas ese año en toda la República, 20 procedían de las Colonias Trenel. El pueblo crecía al ritmo de las cosechas y en los galpones del ferrocarril cientos de hombres cargaban bolsas. Del tren de pasajeros, que llegaba tres veces a la semana procedente de Once, seguían desembarcando hombres y mujeres con grandes valijas y baúles. Las palabras sonaban en distintos idiomas y las letras de las cartas eran esperadas con ansiedad. En el medio, cientos de historias familiares truncas. Lágrimas por las guerras en tierras lejanas. Tristezas propias cuando el mal clima o el mal gobierno destruían las economías hogareñas. Las fondas eran el refugio para la alegría o el olvido. La música del acordeón sacudían las profundas noches que se iluminaban hasta una hora después de la medianoche. Después el silencio y la ronda nocturna de los policías a caballos. El Conde no volvió más al pueblo. Su impronta quedó estampada en los edificios, en la Terza Italia de la cual fue socio fundador y también en la iglesia, ya que su segunda esposa donó los fondos para construirla. Un gran cuadro pintado por Luis Boni, descansa sobre una de las paredes de la Casa de la Cultura del pueblo. En el se puede observar a Antonio Devoto en los trigales de Trenel, según reza la descripción. Que Luis Boni haya pintado ese cuadro no es casualidad. Era uno de sus artistas preferidos y quien pintó los frescos de la Basílica San Antonio de Padua en Villa Devoto. En esa iglesia, descansan los restos de Antonio Devoto y su cuerpo está en una cripta de estilo napoleónico. A 100 años de su fundación el pueblo de Trenel mantiene sus calles anchas, el antiguo Banco de Italia es hoy una sala de teatro, y en los galpones del ferrocarril ya no hay bolseros. Mientras tanto, sus pobladores esperan la fiesta por los 100 años que se cumplirán el 20 de octubre de 2006. Dicen que en ese mes el sol y el aire claro se enciende como fuego de brasas y el viento acerca el aroma a cosecha. También dicen que la nobleza anida en cada hogar, y que eso no es vanidad, es legado de un Conde.

El árbol de la memoria

En Trenel crece el Arbol de la Memoria

Rodeado de palmeras, rosas y un sauce llorón, a pocos metros del Monumento a la Bandera y el busto al General San Martín, se encuentra este ceibo, único árbol de la plaza principal de Trenel que se destaca por tener un monolito blanco con tres placas a sus pies.
El día que lo plantaron corría un frío helado que perforaba la piel y paralizaba corazones mientras el cielo se tornaba oscuro. Una mujer de 80 y pico de años caminó con lentitud hacia el lugar donde debía plantar el retoño traído desde el jardín de su propia casa apoyada en su compañero de toda la vida. Los rostros de los presentes trasmitían sentimientos de admiración, de dolor, de tristeza profunda. Hombre grandes, mujeres jóvenes, adolescentes con guardapolvos, niños en brazos de sus padres formaban parte de la muchedumbre.
Primeros fueron sus manos la que tomaron la pala para arrojar algo de tierra, luego lo hizo él, y después muchas manos más compartieron la ceremonia llena de emotividad. Habían pasado casi 30 años de silencio, dolor y padecimientos. Esa tarde, esas manos, que impresionaban por su fortaleza, no temblaron a pesar de su edad. Aún muchos ojos seguían hinchados por el llanto espontáneo. Despacio, muy despacio, vecinos, docentes, amigos, políticos rodearon a estos padres que con entereza envidiable soportaron los años de indiferencia y ahora estaban allí para recordar lo que muchos quisieron hacer olvidar. Uno a uno fueron tomando la pala para ayudar a plantar el ceibo y enterrar la apatía. Las nubes grises comenzaron a despedir una leve llovizna. Ellos dos permanecían firmes recibiendo abrazos silenciosos que, quizás, pedían perdón. Las manos de esa madre se elevaron un poco para secarse las lágrimas. Un día, esas mismas manos ataron un pañuelo blanco para colocarlo sobre su cabeza para pedir por su hija. Manos que habían preparado la comida favorita de su hija y abotonado su guardapolvo para ir a la escuela caminando por la plaza. Cuantas veces la habrá cruzado llevando el portafolio marrón que aún está guardado en algún rincón de la casa que no alcanzó a conocer
Cuando el silencio se hizo más profundo, una voz rompió la tarde con un grito: ¡Liliana Molteni, presente! Y otras voces respondieron: ¡ Ahora y siempre!.
El cielo se terminó de oscurecer, la llovizna se convirtió en lluvia, y la tristeza terminó de invadir las calles. El árbol de la memoria como lo bautizó esa madre, ya estaba plantado. Y a pesar de no ser la época, a las pocas semanas dio los primeros brotes, señal de las buenas raíces y los buenos cuidados. Esa madre, esa mujer, nunca dudó que el árbol crecería. Y cuando puede camina desde su casa hasta la plaza. Con sus manos coloca tres pequeñas flores en el monolito que recuerda a su hija desaparecida en junio de 1976. A pocos metros, el ceibo, que venció el mal clima y la indiferencia ciudadana, la acompaña en la ceremonia intima de rendir tributo a quién no está.