miércoles, 19 de septiembre de 2007

Antes de partir para siempre

Ella estaba sentada junto a una baja pared. No muy lejos de allí se encontraba un niño que parecía entretenido con un juguete.
Más allá, un hombre de unos 50 años, con lentes, leía el diario tratando de adivinar la letra impresa cuando de pronto, la voz de embarque sonó para comenzar a subir por la explanada en busca del barco. No preguntó nada y fijó su mirada en las figuras demacradas de los viajeros que se atropellaban entre sí.
Las encorvadas mujeres llevaban pañuelos sobre la cabeza y en sus manos atados con ropa. Las más jóvenes insinuaban su belleza, su inocencia, su soledad, y su dolor en las marcas de sus rostros. Los hombres con sacos desgastados, caminaban junto a sus niños varones con pantalones cortos. La humildad de las prendas contrastaba con el uniforme de los empleados de la aduana, los sacerdotes y los oficiales del barco.
La espera en el puerto de Villagarcía se había convertido en otro desafío para la abuela y su nieta, después de haber abandonado la aldea Roxos. El tren las había depositado en el lugar junto a soldados, marinos y obreros. En la dársena convivían historias de vida: buscadores de propinas, funcionarios del puerto, ladronzuelos de migajas; uniformados de opereta sin más muda de recambio que el fulgor de sus botones, emigrantes sumisos o altaneros.
La espera se tornaba inaguantable mientras los pasajeros consumían su tiempo en modestas posadas, en sucios tugurios o en la periferia de la ciudad. Sus magros ahorros se volaban, como las esperanzas.
Mercedes caminó unos pasos entre la muchedumbre y vio a unos señores muy bien vestidos que después supo eran inspectores que levantaban actas por excesos de pasaje a una familia numerosa.
Formando una rueda, mujeres solas que se iban a trabajar a América de sirvientas, de limpiadoras, de planchadoras, de amas de cría o quizás de prostitutas, charlaban entre sí.
Los sombreros y los largos y elegantes vestidos de las señoras pudientes se distinguían entre la multitud de hombres pobres que esperaban ansiosamente la partida.
Como muchos otros, Mercedes junto a su abuela habían pasado dos noches al aire libre. No podían mantenerse en pie, extenuadas por el sueño y el cansancio. Agotadas por la humillación, veían a su alrededor que seguían llegando obreros, peones, jornaleros, desocupados y campesinos. Delante de una pequeña mesa, el sobrecargo que permanecía sentado reunía a las personas en grupos, apuntaba sus nombres en una hoja impresa para que con ella en la mano, fueran a buscar la comida a la cocina antes de zarpar.
Un cartel, -en distintas gamas de color verde-, pegado sobre una húmeda pared recordaba las futuras partidas de buques, sus nombres y sus destinos. La compañía Mala Real Inglesa enumeraba sus naves y un gráfico explicaba el trayecto sobre un mapa distorsionado. Inglaterra, Francia y España eran los países por donde pasarían los buques, para luego avanzar sobre el océano atlántico hasta Sudamérica.
El saco que llevaba la abuela apretujado bajo uno de sus brazos sería el único abrigo en la incierta travesía. En él llevaba el alba, el aroma de la huerta y de los arbustos; y las noches de lunas y estrellas de la aldea.
Mercedes, con sus zapatos manchados de tierra, seguía los firmes pasos de su único familiar quien ya sentía los años, motivo de sobra para que un destino poco claro le atemorizara.
Mientras tanto los marineros apuraban el embarque. Baúles y rezos se mezclaban en los días del destierro, mientras las voces desnudas de palabras se apoderaban de viejos labradores que se iban de su patria el 11 de julio de 1925, a las cinco de la tarde en un puerto envuelto en bruma. Mientras subían al imponente barco se llevaban el honor, la palabra y la brisca.
Mercedes siguió en silencio a su abuela. Aún tenía presente la despedida con su hermana en la aldea. Como ironía de la vida el buque en que zarparían se llamaba “Deseado”. Al abordar la nave, Mercedes giró su cabeza y posó sus ojos sobre una niña que abrazada a una mujer lloraba desconsoladamente. La pequeña tenía las mejillas enrojecidas y la mirada llena de lágrimas. Cerca de ambas, hombres y mujeres de distintas edades expresaban alegrías y tristezas. Un padre alzó a su pequeña hija de pelos enrulados y con sus manos torpes recorrió su cara, la línea de su boca y el perfil de su nariz. Un beso profundo en la mejilla selló el adiós. Mercedes escapó de la escena y buscó algo de paz en el cielo. Descubrió que después de días de cerrazón y bruma, la luz del sol se había hecho camino entre las nubes y su calor golpeaba con lentitud la cubierta del barco. Su mirada buscó al horizonte, pero no lo pudo divisar. Tampoco alcanzaba a divisar a dónde irían, qué comerían y dónde dormirían. El buque de once mil toneladas se preparaba para partir. Despacio la nave movió las aguas tranquilas y Mercedes sintió que España le dolía en todo el cuerpo.

Cicatrices en el agua

Sentado en la cocina, junto a su padre compartiendo unos mates, Jorge Lucero escuchó por la radio los números del sorteo para el Servicio Militar Obligatorio. La voz del locutor oficial indicó el 969. Percibió desde ese momento que estaba condenado a servir en la Marina. Corría el año 1980. Jorge, ya había completado los estudios secundarios y decidió trabajar de albañil hasta el llamado para cumplir con la “colimba”. El 1 de octubre de 1981 fue parte de la última incorporación de conscriptos y dos meses después lo destinaron al crucero General Belgrano.
Formó parte de la División Nácar integrada por 6 hombres. Llevaban entre sus manos las cartas de navegación hacia el Puente de Comando. Ordenes confidenciales en pleno conflicto bélico. “Éramos mensajeros de información muy reservada”, recordó. La navegación del buque se modificaba según indicaciones del Comando Mayor.
El domingo 2 de mayo el “Belgrano” luchaba contra el fuerte viento y el clima hostil. El periscopio del submarino enemigo británico Conqueror ya lo había localizado.
Jorge, en su puesto de combate, miró el reloj. Marcaba las 15.45. El cambio de guardia se demoraba. Desde lo alto de la torre del Puente de Comando decidió ir hasta la popa de la nave. Bajó cientos de peldaños y buscó los dormitorios. Despertó a sus compañeros para que tomen la guardia. Para que lo releven. Desando el largo trayecto. Apuró los pasos. Corrió unos metros. Cuando estaba subiendo, sintió una gran explosión. Había pasado un minuto de las cuatro de la tarde. Un torpedo había impactado en la sala de maquinas de la popa. Jorge Lucero cayó sobre sus rodillas. Golpeó su cuerpo contra los escalones. Diez segundos después otra explosión terminó de herir a la nave. La iluminación se apagó. Chorros de petróleo, humo, gases, fuego, vapor, y cientos de voces que gritaban, entre gemidos de dolor. Algunos marinos escapaban con sus cuerpos llenos de quemaduras. Los ruidos de los motores se apagaron y un silencio mortal cundió por el buque.
“Pude mantenerme en pie. Corrí en busca del casco y un salvavidas. Con una de mis manos tomé la bolsa para llevar a la balsa. Volví a correr. El aire estaba enrarecido. Pensaba que debía llegar hasta la proa del barco” dice Jorge.
La tripulación conocía por los entrenamientos donde estaban las estaciones de abandono de la nave en caso de hundimiento. “Llegué hasta allí no sé cómo. Tuve que volver a bajar escaleras y alcance a presentarme ante mi superior. Miré hacia los costados y no encontré a los compañeros que debían estar allí” recuerda Jorge. Nunca más los volvería a ver, mientras, minuto a minuto, el crucero se inclinaba. El combustible se comenzó a derramar por el mar.
Las balsas fueron arrojadas al agua y se inflaron. Cada marinero debía saltar “de panza” hacia su salvación. Muchos caían al mar helado y debían ser rescatados. Nadie podría sobrevivir más de cinco minutos en esas aguas. En la balsa, con forma de nuez y con sus techos anaranjados, quince marinos buscaban escapar del horror. “Con nosotros estaba un tripulante herido. Sus quemaduras eran graves. Me tocó asistirlo. No pudo sobrevivir” narra Jorge. Su voz se apaga. Hace una larga pausa.
La balsa era arrastrada por la corriente junto a otras. En ellas llevaban un botiquín y un Evangelio. Tabletas de vitaminas y latas con agua potable; una brújula y linternas. “Esas horas fueron terribles e interminables. La balsa se hundía en las olas. Nos sacudía. Nos tambaleaba. Sentíamos el viento y la lluvia golpear en el techo de la balsa” prosigue Jorge.
A una hora del ataque, el Crucero Belgrano retorcía su armazón en el profundo océano y el Atlántico sur se convirtió en un cementerio de agua. Los sobrevivientes en sus balsas debían mantener sus cuerpos calientes. El temporal desató olas de diez metros y la noche sembró más temor.
Después de treinta horas se escucharon las hélices de un avión sobrevolando las balsas. Jorge alzó su cabeza por sobre la escotilla del toldo y escrutó el horizonte. La silueta del buque Piedra Buena asomó ante su mirada. Sonaron sirenas. “Nos ubicaron a la una de la tarde del lunes, y como a las dos comenzó el rescate. Yo subí al destructor Piedra Buena, que era una de las naves escoltas del Crucero Belgrano que había escapado del ataque de los ingleses, a las ocho de la noche” dice
Hoy, sobre la calle España, en la última cuadra pavimentada, hacia el sur del pueblo de Trenel, hay un taller de chapa y pintura ubicado en el fondo de un terreno. El galpón está ocupado por algunos autos en reparación. En su interior se respira aire a pintura en aerosol, mientras las chispas de las soldaduras conviven con golpes de martillos, amoladoras y lijas. Allí, cada día, Jorge Lucero, le pone empeño a su labor cotidiana. Enfundado en su ropa de trabajo, está muy lejos de ser aquel joven muchacho que vestía de marinero en abril de 1982. Por su cara corren las muecas de la historia, y de sus labios se desprenden pocas palabras. Sus silencios largos dejan huellas en la conversación. Un domingo tormentoso, 25 años atrás, Jorge le escapó a la muerte sumergido en una balsa con forma de nuez.