sábado, 4 de diciembre de 2010

El transeúnte, por Carson Mc Cullers

Esa mañana, la frontera crepuscular entre el sue­ño y la vigilia era romana: fuentes salpicando y calles estrechas con arcos. La dorada y pródiga ciudad de flores y piedra pulida por los años. A veces, en su semiinconsciencia estaba otra vez en París, o entre es­combros de guerra alemanes, o esquiando en Suiza y en un hotel en la nieve. Algunas veces también era un barbecho de Georgia en una madrugada de caza. Era Roma esta mañana, en la región sin tiempo de los sueños.
John Ferris se despertaba en una habitación de un hotel en Nueva York. Tenía la sensación de que algo desagradable le esperaba; qué podría ser, no sa­bía. La sensación, sumergida en las exigencias maña­neras, se prolongó aún después de haberse vestido y haber bajado. Era un día de otoño despejado y un sol pálido, en rebanadas, se metía entre los rascacielos color pastel. Ferris entró en la cafetería de al lado y se sentó en el compartimiento del fondo junto al ven­tanal que daba a la acera. Pidió un desayuno a la americana, de huevos revueltos y salchichas.
Ferris había venido de París al entierro de su padre, que había sido la semana anterior en su pueblo, en Georgia. El choque de la muerte le había hecho darse cuenta de que la juventud había ya pasado. Se le caía el pelo y las venas de sus ya desnudas sienes quedaban salientes latiendo; su cuerpo se conservaba bien, a no ser por una barriga incipiente. Ferris había querido mucho a su padre y la unión entre ellos había sido antes muy fuerte, pero los años habían debilitado algo esta devoción filial; la muerte, aguardada durante mucho tiempo, le había dejado con una consternación imprevista. Había alargado lo posible su estancia en casa, junto a su madre y sus hermanos. Su avión para París salía a la mañana siguiente.
Ferris sacó la agenda de direcciones para confir­mar un número. Iba volviendo las páginas con interés creciente. Nombres y direcciones de Nueva York, de capitales de Europa, unas pocas borrosas de su Estado del Sur. Nombres borrosos en letras de molde, nombres borrachos, garrapateados. Betty Will: un amor pasa­jero, ahora casada. Charlie Williams: herido en la sel­va de Hürtgen, paradero desconocido desde entonces. El gran Williams, ¿vivía o había muerto? Don Walker: trabajando en la televisión y haciéndose rico. Henry Green, se chifló después de la guerra, ahora en un sanatorio, decían. Cozie Hall: había oído que había muerto. La atolondrada, alegre Cozie; era extraño pensar que ella también, tan boba, podía morir. Al cerrar el cuaderno, Ferris padecía una impresión de azar, de tránsito, casi de miedo.
Fue entonces cuando su cuerpo dio una sacudida repentina. Miraba por la ventana cuando allí mismo, pasando por la acera, vio a su antigua mujer. Elizabeth pasaba muy cerca de él, andando despacio. Ferris no pudo comprender el estremecimiento salvaje de su co­razón ni la sensación inmediata de desahogo y de gra­cia que le quedaron cuando ella hubo pasado.
Ferris pagó de prisa y salió corriendo a la calle. Elizabeth estaba en la esquina esperando para cruzar la Quinta Avenida. Corrió hacia ella pensando en ha­blarle, pero cambiaron las luces y ella cruzó la calle antes de que la alcanzara. Ferris la siguió. Al otro lado podría muy bien haberla alcanzado, pero se sorprendió rezagándose sin saber por qué. Llevaba el cabello cas­taño claro recogido con sencillez, y mientras la obser­vaba, se acordó Ferris de que su padre había dicho una vez que Elizabeth tenía "buenos andares". Elizabeth dobló la esquina siguiente y Ferris la siguió, aunque su intención de abordarla había desaparecido ya. Ferris se preguntó el porqué de la agitación de su cuerpo a la vista de Elizabeth, el sudor de sus manos, los fuertes latidos de su corazón.
Hacía ocho años que Ferris no había visto a su antigua mujer. Sabía que se había casado otra vez hacía tiempo. Y tenía niños. Durante los últimos años raramente había pensado en ella. Pero al principio, después del divorcio, la pérdida casi le había derrum­bado. Luego, calmado por la acción del tiempo, había amado otra vez y luego otra. Ahora era Jeannine. Desde luego el amor por su antigua mujer había pa­sado hacía tiempo. '¿Por qué entonces el desasosiego de su cuerpo y la mente sacudida? Sólo sabía que su corazón nublado estaba extrañamente en disonancia con el día de otoño soleado y claro. Ferris dio la vuelta de repente y, andando a grandes zancadas, casi co­rriendo, volvió de prisa al hotel.
Ferris se sirvió de beber aunque no eran aún las once. Se tumbó en un sillón como una persona ago­tada, con un vaso de whisky con agua en la mano. Tenía todo un día entero por delante y se iba en avión a la mañana siguiente. Repasó sus obligaciones: llevar su equipaje a la "Air France", almorzar con su jefe, comprarse unos zapatos y un abrigo... ¿No había algo más? Ferris terminó la bebida y abrió la guía de teléfonos.
La decisión de llamar a su antigua mujer fue impulsiva. El número venía en Bailey, el nombre del marido, y Ferris lo marcó sin tomarse tiempo para pensarlo. Elizabeth y él se habían intercambiado feli­citaciones en Navidad, y Ferris le había mandado un juego de trinchar cuando recibió la noticia de la boda. No había razón para no llamar. Pero mientras espe­raba, oyendo el timbre al otro lado, la duda empezó a inquietarle.
Elizabeth contestó; su voz familiar fue para él un nuevo choque. Tuvo que repetir su nombre dos veces, pero cuando fue identificado, ella pareció alegrarse. Le dijo que estaba en la ciudad sólo por un día. Ellos tenían un compromiso para ir al teatro —dijo ella—, pero a ver si podía venir a cenar temprano. Ferris dijo que le encantaría.
Mientras iba de una cosa a otra, estaba aun mo­lesto a ratos con la sensación de que algo importante se le olvidaba. Ferris se bañó y se cambió a última hora de la tarde pensando a menudo en Jeannine: es­taría con ella la próxima noche. "Jeannine —diría—, me encontré por casualidad con mi antigua mujer cuando estaba en Nueva York. Cené con ella y con su marido, claro. Fue extraño verla después de todos estos años".
Elizabeth vivía en una Avenida Cincuenta y tan-tos Este, y mientras Ferris iba en taxi desde el centro, vislumbraba en los cruces el ocaso prolongado, pero al llegar a su destino era ya noche otoñal. El lugar era un edificio con marquesina y portero; el apartamento de ella estaba en el séptimo piso.
—Entre, señor Ferris.
Preparado para Elizabeth, o hasta para el marido no imaginado, Ferris se quedó asombrado ante el chico pelirrojo y pecoso; sabía de los niños, pero su pensa­miento no había sido capaz de imaginárselos de alguna manera. La sorpresa le hizo dar un paso atrás torpe-mente.
—Este es nuestro departamento —dijo el niño respetuoso—. ¿No es usted el señor Ferris? Soy Bill, entre.
En el cuarto de estar, al otro lado del vestíbulo, el marido le dio otra sorpresa. Tampoco para él estaba preparado emocionalmente. Bailey era un hombre ma­cizo, de cabello rojo, con ademanes decididos. Se levantó y le tendió la mano.
—Soy Bill Bailey. Encantado de conocerlo. Eliza­beth vendrá en seguida... Está terminando de ves­tirse.
Las últimas palabras despertaron una serie fluida de vibraciones, recuerdos de otros años. Elizabeth, clara, rosada y desnuda antes del baño. A medio vestir delante del espejo de su tocador, cepillándose el fino cabello castaño. Dulce intimidad casual, la amabilidad de la carne suave poseída sin discusión. Ferris alejó de sí los recuerdos indeseados y se obligó a encontrar la mirada de Bill Bailey.
—Bill, ¿quieres traer una bandeja de bebidas que hay en la mesa de la cocina?
El niño obedeció con prontitud y, cuando se hubo ido, Ferris dijo:
—¡Qué chico más lindo tienen!
—Nosotros, por lo menos, lo creemos así.
Se hizo silencio hasta que el niño volvió con una bandeja de vasos y la coctelera con martinis. Con el estímulo de la bebida fueron sacando a flote la conver­sación: hablaron de Rusia y de la lluvia artificial en Nueva York, y del problema de los pisos en Manhattan y París.
—El señor Ferris volverá mañana a través de todo el océano —le dijo Bailey al niño, que estaba encaramado en el brazo de su butaca, tranquilo y bien educado—. Apuesto a que te irías de polizón en su maleta.
Bill echó para atrás sus lacios mechones de pelo:
—Yo quiero volar en un avión y ser periodista como el señor Ferris. —Añadió con serenidad repentina—: Esto es lo que quiero ser cuando sea mayor. Bailey dijo:
—Yo creí que querías ser médico.
—¡Sí —dijo Bill—. Seré las dos cosas. También quiero ser un sabio de bombas atómicas.
Elizabeth entró llevando en brazos una niña.
—¡Oh, John! —dijo. Y colocó la niña en el regazo de su padre—. Es estupendo volver a verte. Me alegro tanto de que hayas podido venir.
La pequeña estaba sentada mimosamente en las rodillas de Bailey. Llevaba un trajecito de seda rosa pálido recogido en los hombros con un lazo, y una cinta de seda del mismo color sujetándole los suaves rizos pálidos. Tenía la piel tostada del verano y sus ojos castaños estaban moteados de oro. Cuando alcanzó y tocó con los dedos los anteojos de carey de su padre, éste se los quitó y la dejó mirar un poco con ellos.
—¿Cómo está mi bomboncito?
Elizabeth estaba muy hermosa, más hermosa quizá de lo que Ferris la había visto jamás. Su cabello limpio y liso brillaba. Su rostro era más suave, brillante y sereno. Era una belleza de Madona, que se avenía bien con el ambiente familiar.
—No has cambiado nada —dijo Elizabeth—. Pero ha pasado mucho tiempo.
Ocho años. Casi inconscientemente se llevó la ma­no al pelo que ya clareaba, mientras se intercambia­ban otras vaguedades.
Ferris se sintió de pronto un espectador, un intruso entre los Bailey. ¿Por qué había venido? Estaba su-friendo. Su propia vida le parecía tan solitaria, una columna frágil sin nada que soportar en medio del naufragio de los años. Sentía que no podría seguir mucho tiempo en la habitación familiar.
Miró el reloj.
—¿Ustedes van al teatro?
—Es una pena —dijo Elizabeth—, pero teníamos el compromiso desde hace más de un mes. Pero, John, seguro que cualquier día de estos te quedarás aquí. ¿No vas a ser un expatriado, no?
—Expatriado —repitió Ferris—. No me gusta mucho esa palabra.
—¿Qué palabra hay mejor? —preguntó ella. Él pensó un momento:
—Transeúnte, quizá.
Ferris miró otra vez su reloj y Elizabeth se excusó:
—Si lo hubiera sabido con tiempo...
—Sólo paso este día en la ciudad. Tuve que ir a casa inesperadamente. ¿ Sabes? Papá murió la semana pasada.
Papá Ferris ha muerto?
—Sí, en John Hopkins. Estuvo enfermo allí casi un año. El entierro fue en casa, en Georgia.
—Cuánto lo siente, John. Papá Ferris fue siempre una de mis personas predilectas.
El niño se levantó por detrás de la butaca, de modo que pudiera mirar el rostro de su madre. Pre­guntó:
—¿Quién se ha muerto?
Ferris estaba muy olvidadizo para comprender; pensaba en la muerte de su padre. Vio otra vez el cadáver tendido en la seda dorada del ataúd. Le habían maquillado la cara de una manera grotesca y aquellas manos familiares yacían unidas y pesadas sobre un montón de rosas. El recuerdo se cerró y Ferris se despertó a la voz tranquila de Elizabeth.
—El padre del señor Ferris, Bill. Una gran per­sona; alguien a quien tú no conocías.
—Pero, ¿por qué le llamas Papá Ferris?
Bailey y Elizabeth intercambiaron una mirada furtiva. Fue Bailey el que contestó al niño:
—Hace mucho tiempo —dijo— tu madre y el señor Ferris estuvieron casados. Pero antes de que nacieras, hace mucho tiempo.
—¿El señor Ferris?
El pequeño se quedó mirando a Ferris incrédulo y desconcertado. Y los ojos de Ferris, al volverle la mirada, eran también algo incrédulos. ¿Sería verdaderamente cierto que una vez había llamado a esta extraña, a Elizabeth, "patito mío" durante noches de amor, que habían vivido juntos, habían compartido quizá un millar de días y noches y que, finalmente, habían soportado juntos, en medio de la tristeza, de la soledad repentina, la pena de ver destruirse poco a poco (celos, alcohol y discusiones por dinero) el edi­ficio del amor conyugal?
Bailey dijo a los niños:
—A alguien le toca cenar. ¡Hala, vamos!
—Pero papá, mamá y el señor Ferris... yo.
La mirada insistente de Bill —perpleja y con un brillo de hostilidad— le recordó a Ferris la mirada de otro niño. El hijo de Jeannine, un niño de siete años, de carita ensombrecida y rodillas huesudas, al que Ferris evitaba y olvidaba con frecuencia.
—¡De frente, marchen! —Bailey llevó suavemen­te a Bill hacia la puerta.
—Di buenas noches, hijo.
—Buenas noches, señor Ferris —añadió con resentimiento—. Creí que se iba a quedar para el pastel.
—Puedes venir luego a comerlo —dijo Elizabeth. —Corre ahora con papá a cenar.
Ferris y Elizabeth estaban solos. El peso de la situación gravitó sobre aquellos primeros minutos de silencio. Ferris pidió permiso para servirse otro coc­tel y Elizabeth le puso la coctelera en la mesa a su lado. Miró el piano y observó la música en el atril.
—¿Tocas todavía tan bien como antes?
—Todavía disfruto tocando.
—Toca, por favor, Elizabeth.
Elizabeth se levantó inmediatamente. Su pronti­tud para tocar cuando se lo pedían había sido siempre una de sus amabilidades. Nunca se hacía rogar, excusándose. Ahora, mientras se acercaba al piano, había en ella, además, la prontitud del alivio.
Empezó con un preludio y fuga de Bach. El pre­ludio era alegremente irisado, como un prisma en una habitación por la mañana. La primera voz de la fuga, un anuncio puro y solitario, se repitió entremezclada con una segunda voz y repetida otra vez dentro de un marco elaborado; la música múltiple, horizontal y serena, fluía con majestad, sin apresuramiento. La melodía principal se trenzaba con otras dos voces, em­bellecida con un sinfín de ingeniosidades, dominante unas veces, sumergidas otras, con la sublimidad de una cosa única que no teme rendirse al conjunto. Hacia el fin, la densidad del material se reunió para la última insistencia, enriquecida sobre el primer motivo domi­nante, y la fuga terminó en un acorde, como una afirmación final. Ferris descansaba la cabeza sobre el respaldo de la butaca y cerró los ojos. En el silencio que siguió, una voz alta y clara vino de la habitación del otro lado del vestíbulo. "Papá, pero cómo podían mamá y el señor Ferris..." Luego se oyó cerrar una puerta.
El piano empezó otra vez. ¿Qué música era ésta? Sin lugar a dudas familiar, la melodía límpida llevaba mucho tiempo dormida en su corazón. Ahora le hablaba de otro tiempo, otro lugar; era la música que Elizabeth solía tocar. La melodía suave evocó un bosque de re-cuerdos. Ferris se perdió en el tumulto de anhelos pasados, conflictos, deseos ambivalentes. Era extraño que la música, ocasión de esta anarquía tumultuosa, fuera tan clara y serena. La melodía principal quedó rota por la aparición de la criada.
—Señora, la cena está servida.
Todavía, después que se sentó a la mesa entre sus anfitriones, la música interrumpida le oscurecía el hu­mor. Estaba algo borracho.
—L'improvisation de la vie humaine —dijo—. No hay nada que te haga darte tanta cuenta de la impro­visación de la existencia humana como una canción sin terminar, o un viejo cuaderno de direcciones.
—¿Un cuaderno de direcciones? —repitió Bailey. Luego se calló prudente.
—Sigues siendo el mismo John —dijo Elizabeth con algo de la antigua ternura.
La cena de aquella noche era al estilo del Sur, y los platos eran de los que a él le gustaban: pollo frito y pastel de maíz y batatas en dulce. Durante la comida Elizabeth mantuvo viva la conversación cuando los silencios se hacían demasiado largos. Y así Ferris tuvo ocasión de hablar de Jeannine.
—La conocí el otoño pasado, hacia esta época, en Italia. Es cantante y tenía un contrato en Roma. Creo que nos casaremos pronto.
Las palabras parecían tan verdaderas, inevitables, que Ferris no se dio al principio cuenta de que mentía. Él y Jeannine no habían hablado nunca de matrimonio en todo el año. Y en realidad ella seguía casada con un ruso blanco, agente de bolsa en París, del que lle­vaba separada cinco años. Pero era demasiado tarde para corregir la mentira. Elizabeth ya estaba di­ciendo: "Me alegra mucho saberlo. Enhorabuena, Johnny.
Trató de compensarlo con cosas verdaderas. —El otoño romano es tan bonito. Suave y florido. Añadió:
—Jeannine tiene un niño de seis años. Un chico curioso con tres idiomas; lo llevo algunas veces a las Tullerías.
Mentira otra vez. Había llevado sólo una vez al pequeño a los jardines. El pálido niño extranjero, con los pantaloncitos cortos que le dejaban al descubierto las piernas huesudas, había echado su barco en el estanque de cemento y había montado en un caballito. El niño había querido entrar en el guiñol. Pero no había tiempo, porque Ferris tenía un compromiso en el Scribe Hotel. Le había prometido que irían al guiñol otra tarde. Solamente había llevado una vez a Valentín a las Tullerías.
Hubo un revuelo. La criada trajo un pastel con velas rojas. Los niños entraron en pijama. Ferris no comprendía aún.
—Felicidades, John —dijo Elizabeth—. Sopla las velas.
Ferris se acordó de que era el día de su cumplea­ños. Las velas se fueron apagando despacio y olía a cera quemada. Ferris tenía treinta y ocho años. Las venas de sus sienes se oscurecieron y latieron de una manera visible.
—Es hora de ir al teatro.
Ferris agradeció a Elizabeth la cena de cumplea­ños y dijo los adioses apropiados. La familia entera le despidió en la puerta.
Una luna alta, fina, brillaba sobre los oscuros
rascacielos mellados. En las calles hacía viento y frío.
Ferris fue de prisa a la Tercera Avenida y llamó un
taxi. Miraba la ciudad nocturna con la atención deliberada de la partida y quizá de despedida. Estaba solo. Deseó que llegara pronto la hora del vuelo y el viaje. Al día siguiente miró la ciudad desde el cielo, bruñida al sol, de juguete, precisa. Luego, América se quedó atrás y sólo estaba el Atlántico y la distante costa europea. El océano tenía un color lechoso, pálido, plácido bajo las nubes. Ferris dormitó casi todo el día. Hacia el atardecer pensaba en Elizabeth y en la visita de la tarde anterior. Pensó en Elizabeth entre su fami­lia, con deseo, con envidia y una pena inexplicable. Buscó la melodía, la frase sin terminar que le había emocionado tanto. La cadencia, algunos sonidos dis­persos, era todo lo que le quedaba; la melodía misma había huido. Había encontrado, en cambio, la primera voz de la fuga que Elizabeth había tocado, irónica-mente invertida y en tono menor. Colgado sobre el océano, las preocupaciones por su soledad y por lo transitorio de las cosas dejaron de acongojarlo y pensó en la muerte de su padre con ecuanimidad. A la hora de cenar, el avión llegó a la costa francesa.
A medianoche Ferris cruzaba París en un taxi. El cielo estaba cubierto y la neblina ponía halos a las luces de la Plaza de la Concordia. Los bistrós nocturnos brillaban en los pavimentos húmedos. Como siempre después de un vuelo transoceánico, el cambio de con­tinentes era demasiado repentino. Nueva York por la mañana, esta noche París. Ferris entrevió el desorden de su vida; la sucesión de ciudades, de amores transi­torios; y el tiempo, el siniestro deslizarse de los años, siempre el tiempo.
—¡Vite, vite! —llamó con terror—. Dépéchez­vous.
Valentín le abrió la puerta. El niño estaba en pijama, con una bata roja que le quedaba grande. Sus ojos grises ensombrecidos, y al entrar Ferris en el piso, chispearon momentáneamente.
--J'attends Maman.
Jeannine cantaba en una boite. No estaría en casa hasta dentro de una hora. Valentín volvió a un dibujo que estaba haciendo, acurrucándose con sus lápices sobre un papel extendido en el suelo. Ferris miró el dibujo; era uno que tocaba el banjo con las notas y las líneas onduladas saliéndole de un globito, como en las historietas.
—Volveremos otra vez a las Tullerías.
El niño levantó la cabeza y Ferris lo acercó a las rodillas. La melodía, la música sin terminar que Elizabeth había tocado le vino de repente a la me­moria. Sin pedírselo, la memoria desembarcaba en él su carga; esta vez trayendo sólo reconocimiento y sú­bita alegría.
—Monsieur Jean —dijo el niño—. ¿Lo vio usted? Confuso Ferris, pensó solamente en otro niño, el niño pecoso, mimado por su familia.
—¿A quién?
—A su papá, en Georgia.
El niño añadió:
—¿Estaba bien?
Ferris se apresuró a decir:
—Iremos a las Tullerías a menudo, a montar en el caballo, y ver el guiñol. Lo veremos y no tendremos prisa nunca más.
—Monsieur Jean —dijo el niño—. El guiñol está cerrado ahora.
Otra vez el terror, la comprensión de años desper­diciados, y la muerte. Valentín, impulsivo y confiado, se acurrucaba todavía entre sus brazos. Su mejilla tocó la mejilla suave y sintió el roce de las pestañas deli­cadas. Con íntima desesperación estrechó al niño como si una emoción tan cambiante como su amor pudiera dominar el pulso del tiempo.

Tres Rosas Amarillas, de Raymond Carver: Una prosa delicada

Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un hombre hecho a sí mismo cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el "escándalo" del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. "Reía y bromeaba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil."
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
"Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Maria en sus Memorias-. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones." Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pulmones de Chejov (era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia). El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. "Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas", escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país (¿el hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al "núcleo de los allegados", ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro ("¿Adónde le llevan sus personajes? -le preguntó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al trastero, y del trastero al diván"), apreciaba sus narraciones cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: "Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso." Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): "Estoy contento de amar... a Chejov."
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: "Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla."
A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de "una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan".
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: "Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la primavera, con el deshielo."" (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba "engordando", y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba "mi poney", y a veces "mi perrito" o "mi cachorro". También le gustaba llamarla "mi pavita" o sencillamente "mi alegría".
En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: "Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta." El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. "Chejov -escribe- subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento." De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con "una casi irreflexiva indiferencia".
El doctor Schwohrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwohrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwohrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: "Es probable que esté completamente curado dentro de una semana." ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. "Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo." Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwohrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwohrer . "Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio", escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. "No debe ponerse hielo en un estómago vacío", dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwohrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwohrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwohrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwohrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: "¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver."
El doctor Schwohrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwohrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. "¿Cuántas copas?", preguntó el empleado. "¡Tres copas!", gritó el médico en el micrófono. "Y dése prisa, ¿me oye?" Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moét a la habitación 211. "¡Y date prisa! ¿Me oyes?"
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwohrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwohrer . No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hacía tanto tiempo que no bebía champaña... " Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwohrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov. "Ha muerto", dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwohrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwohrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwohrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor Schwohrer . Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. "No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte."
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwohrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, sal vo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros -dijo- podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un olor a formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Tomó el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.

Un cuento sobre el niño que va a morir, relato de Stig Dagerman

Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Hombres se afeitan ante los espejos en las mesas de las cocinas, y mujeres cortan pan para el café, canturreando, y niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto en el tercer pueblo por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su blusa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan recién cortado en un plato azul.

Ninguna sombra atraviesa la cocina y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara y en el cristal ve un pequeño coche azul, y al lado del coche, una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el coche, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los bajados vidrios, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos y, cuando los cierra, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el coche se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de cerezo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el coche y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.

Pero, al mismo tiempo que el hombre en el coche, en el primer pueblo, cierra la puerta de la izquierda tras de sí y tira del botón de arranque, abre la mujer, en el tercer pueblo, su alacena en lacocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su blusa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y en ese momento pliega el espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el hombre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando luego el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días.

No es lejos hasta los Larsson, únicamente cruzar el camino, y mientras el niño luego corre atravesando el camino, el pequeño coche azul entra en el segundo pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gentes que acaban de despertar, que están en sus cocinas con las tazas de café levantadas y observan al coche venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido y el hombre en el coche ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises.

Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El coche se mantiene seguro en medio del camino. Están solos en el camino todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y, a campo abierto, aún es mucho mejor. El hombre es feliz y fuerte y en el codo derecho siente el cuerpo de su mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisas por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a un niño. Mientras avanzan hacia el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega a que no los abrirá hasta que puedan ver el mar y, a compás de los muelles tumbos del coche, sueña en lo terso que estará.

Porque la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz, y un minuto antes de que una mujer grite el horror, puede ella cerrar los ojos y soñar en el mar, y durante el último minuto de la vida de un niño, pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre su paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco, y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos.

Después, todo es demasiado tarde. Después, está un coche azul al sesgo en el camino y una mujer que grita, se saca la mano de la boca y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después, hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven un espectáculo en el camino que jamás olvidarán.

Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar el azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre, una vez feliz, que lo mató.

Porque el que ha muerto a un niño no va al mar. El que ha muerto a un niño vuelve lentamente a su casa en medio del silencio y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras y, cuando se separan, todavía es en silencio; y el hombre que ha muerto a un niño sabe que este silencio es su enemigo y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para hacer este solo minuto diferente.

Pero tan cruel es la vida para el que ha muerto a un niño, que todo después es demasiado tarde.